El
viento, los bosques
mueren besando la lenta
luz de la tarde.
Ejércitos de noche llegan
por los caminos solitarios.
(Salvador Espriu)
Ha llegado el otoño. Por fin. Y por circunstancias que ahora no vienen al caso, lo he vivido en las estribaciones del macizo del Montseny, en la provincia de Girona. Un lugar que puede parecer lejano, pero que no me resulta tan extraño. Me he topado con una naturaleza no tan diferente de la que conozco. He pisado suelos marcados por los sílices. Granitos y suelos mezclados con sus restos y las arcillas. He visto vegetación de ribera con sauces y fresnos. Especies exógenas de plátanos y abedules. También, en el sotobosque, madroños, labiérnagos, helechos y enredaderas. Más arriba, alcornoques, robles, pinos piñoneros y abetos. Y tantas especies más que se me escapan. Una mezcla de lo mediterráneo y lo eurosiberiano. Árboles desnudos y árboles que nunca se mudan. Hojas que se resisten a caer y hojas que han cambiado su color a tonos amarillos y rojizos. Humedad que alcanza el clímax con el agua que cae. Agua que corre por sus cauces y se esparce sin complejos. Gotas que caen directamente del cielo y desde los intermediarios que las acogen para beber de ellas y las sueltan cuando rebosan. Un festín, en fin, de la naturaleza.