lunes, 16 de diciembre de 2013

Un intento de reparación a dos ausencias






































































A Montse y Juanjo

No estuve en su casa. No pude y me dio pena. No había hecho mis deberes, es cierto, pero es que las palabras no me salían. No es que no me pudiera la voluntad, que quisiera haberla tenido, sino que fue la impotencia del espíritu la que paralizó mi mente para crear, ordenar e hilar palabras. Imágenes tenía, esbozos de cosas me habían ido surgiendo, pero surgían débiles, distantes en sí, sin ritmo. Sentí la imposibilidad de materializar lo que mi mente –no sé si enferma- apenas entresacaba. No fue por falta de sentimiento, sino ausencia de pulso, lo que me impidió primero hacer y luego acudir. Por eso me quedé compungido. No ha sido la primera vez, ya me ocurrió a principios de año. Me resulta difícil decirlo y explicarlo. Me duele haberlo hecho. Dejé en febrero al vino y en octubre me quebré con los nómadas. Dos temas que dan para mucho y que me resultan entre próximos y bonitos.

El vino de Dionisos, de la eucaristía y el de cada día. El vino en multitud de matices de colores y sabores. La artesanía de un caldo que surge desde las entrañas de la tierra para  fructificar en racimos que, molteados, se fermentan hasta la apoteosis. Con él nada mejor que tener en cuenta el punto y la medida. La clave para saborearlo en su dimensión y la conciencia de tenerlo sin que nos sobrevenga lo no deseado. En ese equilibrio, aunque me repita, está la apoteosis.

Y, ¡ay!, los nómadas, el nomadeo, el nomadismo… El ir y venir sin cesar y sin prisas. El principio de la humanidad. La herencia que nos queda de los tiempos más remotos. Una realidad que todavía pervive en gente, en muy poca, manteniendo la esencia del trasvase continuo, del movimiento permanente. Para la mayoría, sin embargo, le queda un eco que se alberga en el subconsciente colectivo. El eco que nos lleva todavía a no parar, a querer trasegar, a buscar, también a curiosear…

Han pasado unos meses y ahora intento no sé si resarcirme, pero, al menos, sí desahogarme. Cómo nos han llevado con cariño a sus inocentes debilidades. Cómo han conseguido que, pasado el tiempo, sigamos saldando la deuda de la amistad contraída. Aunque haya sido en parte, aunque haya sido para mi propio consuelo, con estas breves líneas, apretadas por la necesidad y la premura, al menos he roto la impotencia que me llevó en dos ocasiones a la ausencia. 

(Invierno de 2012)