jueves, 5 de diciembre de 2013

El profesor que me enseñó a apreciar el color

























Hace unos años supe que había muerto. Lejos de su país de origen, allende
los mares. Recaló en Argentina, donde vivió casi todo el tiempo, con un paréntesis en el vecino país guaraní. Llegó durante los años convulsos que precedieron a la dictadura y me imagino que con afán misionero. 

Era cura y en las entrañas de su orden se mantuvo allí enseñando, dirigiendo, organizando. Cuando vi su retrato lo identifiqué sin problemas. Mantenía la cara, la mirada y el gesto que conocí. La novedad estaba en el clériman que delataba su condición sacerdotal. 

Cuando estuvo en el colegio donde estudié los primeros años del bachillerato no lo utilizaba. Ninguno de los curas del centro lo hacía y podían pasar en su mayoría como personas corrientes. Eran los tiempos del Vaticano II. Fue profesor mío el primer año en las dos asignaturas creativas que teníamos: Dibujo y Trabajos Manuales. De él recibí al final del curso sendas matrículas de honor. Nunca presumí de ello, siendo consciente que no eran expresión de la excelencia y menos la posible base de un futuro artista. Pese a ello me confesó en varias ocasiones que le encantaba cómo manejaba el color. Sí, en singular. Mis dibujos estaban atiborrados de colores, especialmente los primarios. Nunca tuve un trazo destacable en el dibujo, pero el color me ha acompañado a lo largo de mi vida. No sé si como deuda por el comentario del que fuera mi profesor. 

Era una persona singular. En cierta medida impulsiva, pero con ganas de agradar. En clase anunciaba un tema y nos dejaba hacer. Apenas hacía indicaciones. Sólo miraba y de vez cuando hacia un breve comentario. Bueno o malo, dependiendo de quién fuera. Tuve suerte con él, como ya he dicho, porque se quedó con mi color. 

De él comentábamos acerca de su arte y había rumores de que era bueno, pero nunca supimos que hacía y cómo lo hacía. Por lo leído, se prodigó en ilustrar publicaciones de su orden y también realizó cuadros.

La última que lo vi fue, ya finalizado el curso, durante el verano, en el campamento que organizaba el colegio en una finca cercana a la sierra. Le gustaba la meditación e intentó que la practicáramos por las mañanas. Luego supe que era yoga. Tumbados en la alameda hacíamos unos ejercicios de los que nos dijo que eran orientales. Para ello movíamos moderadamente las distintas partes del cuerpo, a veces retorciéndolo, e intentábamos concentrarnos, aunque en algunos momentos reflejábamos cierta hilaridad. Recuerdo un ejercicio, que llamaba "salutación al sol". 

Han pasado ya cuatro décadas desde entonces.