El 23 de febrero de 1981 Carrillo
permaneció sentado en su butaca del Congreso, frente a su amigo contrincante,
el cesante jefe de gobierno que había sido golpeado. Mostró su heroicidad desde
su posición de secretario general de un partido que no se había doblegado, sino
todo lo contrario, durante los férreos años de la dictadura. Para Gregorio
Morán (Grandeza y miseria del Partido
Comunista de España, 1986: 598) “sale del Congreso de diputados como el
héroe del film, compartiendo el papel estelar con Adolfo Suárez y Gutiérrez
Mellado” y en los días siguientes en su partido “cree que acaba de demostrar su
superioridad ante todos y se la va a cobrar”. Para Cercas (Anatomía de un instante, 2009: 205) es posible que “Carrillo
sintiera una especie de satisfacción vengativa, como si aquel instante
corroborara lo que siempre había creído, y es que Suárez y él eran los dos
únicos político reales del país”.
Lo cierto es que mantuvo
el tipo, pero, como Suárez, no era ya un personaje en el apogeo de su carrera
política. La verdad es que ignoro cuándo lo pudo tener. Pudo ser en 1976,
cuando traspasó la frontera con peluca para dirigir en la clandestinidad a su
partido en la incerdidumbre de la pugna por el futuro político el país. Pudo
ser en 1977, cuando fue reconocido por el elenco de personas de la política y
los medios de comunicación como el gran estratega que soldó con sus gestos,
acciones y palabras la reconciliación. Lo hizo en enero con el despliegue
organizativo de su partido para que la movilización por sus camaradas asesinados
en el despacho de Atocha discurriera con tranquilidad. En abril, una vez
legalizado, con la asunción de los símbolos de la otra España, es decir, la
monarquía y la bandera bicolor. O en octubre con la firma de los Pactos de la Moncloa , como remedo del
compromiso histórico que Enrico Berlinguer pretendía en Italia, que rebajaron
el nivel de inestabilidad política y, en mayor medida, social que iba in crescendo. También pudo serlo en
1978, con su protagonismo en la elaboración de la Constitución a través
del jurista Jordi Solé Tura.
Para quienes estábamos en
posiciones políticas más a la izquierda, el PCE representaba el reformismo más
reciente, encarnado en la nueva estrategia del eurocomunismo y la más lejana de
la reconciliación nacional. Los exiguos resultados electorales del PCE en 1977
y 1979 fueron abriendo una fuente de descontento en su partido. En 1977 preveía
convertirse en la primera fuerza de la izquierda, como ya ocurría en Italia y
Francia, aprovechando la legitimidad de su lucha contra dictadura y esperando
el reconocimiento de la estrategia marcada por Carrillo de ser el referente
contrario, por la izquierda, de Suárez y su partido. Pese al fracaso de sólo 20
diputados y no haber llegado al 10% de los votos, con los Pactos de la Moncloa , nucleados por
Suárez y Carrillo, con González, Fraga y demás como comparsas, el dirigente del
PCE buscó recuperar la iniciativa perdida y con ello, según creía, recoger los
frutos que no pudo obtener por los pocos meses de legalización. Carrillo
aparecía así como un estadista, esperando la entrada de su partido en un
gobierno de concentración, a la vez que se paseaba por distintos países, incluido
EEUU, como un gran renovador político a través de su eurocomunismo.
Fue una apuesta fuerte y
atrevida, del todo o nada, que a
posteriori le acarreó consecuencias irreparables. Según pasaron los meses y
sobre todo tras el segundo fracaso electoral de 1979, pese a la ligera subida
en votos y escaños y los mejores resultados en las seguidas elecciones
municipales, buena parte de la militancia del PCE empezó a impacientarse. Por
su derecha, quienes lo consideraban una antigualla del pasado y aprovecharon
sus fracasos para pasarle factura. Por su izquierda, quienes empezaron a
cuestionar en público una estrategia política moderada que había supuesto
muchas renuncias y pocos réditos. Cuando Carrillo se quedó sentado en su butaca
del Congreso el 23 de febrero ya había sufrido meses antes la presión de los llamados
renovadores, con Ramón Tamames a la cabeza. Y sobre todo el reciente envite del
PSUC, el partido hermano de Cataluña y que mejores resultados había obtenido en
todas las elecciones, incluidas las autonómicas de 1980, siempre en torno al
18% de los votos y a menor distancia con respecto al PSC.
El Carrillo que siguió fue
un capitán de barco acorralado por buena parte de la oficialidad y la
marinería. El estrépito de 1982 lo precipitó todo, provocando todo tipo de
comportamientos: el de quienes se fueron a otros barcos más grandes; el de quienes
se montaron en otros más pequeños; el de quienes se tiraron al agua para
sobrevivir sin sobresaltos o acabar ahogándose; y el de quienes acabaron
poniendo algo de orden e iniciando un nuevo rumbo, no sin sobresaltos, en lo
que acabaría siendo Izquierda Unida. Carrillo se quedó con un reducido grupo de
adeptos que finalmente condujo con el tiempo, sin entrar él personalmente, a lo
que llamó la casa común: el PSOE, el mismo partido de donde partió muy joven,
cuando era hijo de un dirigente socialista de nombre Wenceslao y él mismo
estaba al frente de sus juventudes. El mismo partido con el que rivalizó por la
hegemonía de la izquierda desde la misma guerra, ya como secretario de las Juventudes
Socialistas Unificadas y el PCE, y a lo largo de las décadas siguientes, en la
cúpula del PCE.
Ya anciano, siguió
hablando y pontificando, utilizado como estilete para horadar a la Izquierda Unida
que lideraba Julio Anguita y que, en su lento crecimiento, golpeaba la
conciencia de los gobiernos de Felipe González. Todavía de anciano siguió
siendo el personaje maldito de la reacción, que no ha parado de recordarle su
papel en la matanza de Paracuellos.
¿Han sido paralelas las
trayectorias políticas de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo? Para Javier Cercas, sí. Como todas líneas
paralelas, que discurren entre sí, pero sin juntarse, los dos personajes se han
movido en campos distintos y antagónicos, en las dos Españas que llevan
helándonos en corazón. Paralelas, incluso cuando tomaron la decisión de
aproximarse, sin juntarse, para hacer la cuadratura del círculo en el momento
en que en España se dilucidaba el futuro a través del desigual pulso entre la
maquinaria del régimen y las fuerzas diversas de la oposición.
Vidas paralelas, muy
distantes, antagónicas, hasta la
Transición , muy próximas entre 1977 y 1979, y unidas en la
soledad del 23 de febrero. A semejanza de Suárez, Carrillo no ha sido perdonado
por quienes entendieron que cometió traición a sus orígenes. A diferencia de
Suárez, desde hace años sin memoria, Carrillo la ha mantenido viva para
demostrar lo que sabe y también para justificarse. La indulgencia que ha recibido
proviene sobre todo de quienes le acogieron tras su ruptura con el partido que
dirigió hasta 1982. Y es que su vida fue la permanente adaptación.