domingo, 20 de noviembre de 2011

La mano que no se ve que nos cuenta Isaac Rosa































En el principio fue el trabajo. Puro y duro. Continuo, rutinario, alienante… También, en ocasiones, el orgullo de lo realizado (“que lo hice yo, el edificio éste”) y la dignidad que asiste a cualquier oficio (“ella [la madre] no era menos por limpiar váteres”). Un albañil, una cajera de supermercado, una telefonista, una limpiadora, un carnicero de matadero, una costurera…

Después (“dígame si le importa que la miren mientras trabaja”) llegó el espectáculo. El albañil que levanta paredes colocando un ladrillo tras otro; la operaria de una cadena que llena cajas de piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares; el carnicero que despieza  animales; la limpiadora de suelos y cuartos de baño; la  costurera que cose y cose con su máquina; el  mecánico que desmonta motores para luego volverlos a montar; la teleoperadora que hace llamadas intentando cumplimentar encuestas; la administrativa que teclea sin cesar en su ordenador; el camarero que coloca tazas de café con sus platos, cucharillas y sobres de azúcar, y sirve bebidas y bocadillos; el informático de recursos humanos que aplica su programa de medición de tiempos, ritmos y rutinas; y también el vigilante; y el mozo de almacén; y la puta que se acerca a diario a la cantina con tarifas, según servicio, entre 10 euros y 50, que ya es tarifa plana; y no falta el rumano, como podía haber sido una ecuatoriana, un moro o un chino -así, como tales, porque serlo ya es un oficio, ¿o no?-.

El medio, un parque temático laboral. Rodeado de cámaras de televisión con toda su parafernalia, periodistas y, por supuesto, el público que grita, aplaude, murmura o hace ¡¡¡oooooohhhh!!! No faltan quienes observan y controlan. Todo un espectáculo. Se trata de sobrevivir. Y en el espectáculo, si quieres ganar, no cabe la solidaridad. Sólo el yo individual, aunque eso exija que para acabar con alguien haya que aliarse coyunturalmente con otro alguien. Sólo sirve la destrucción. Y todo para producir más y a costa de lo que sea. Trabajar sin conciencia. Alienación. Pura alienación.

Adam Smith acuñó en el siglo XVIII su célebre metáfora de la mano invisible para ilustrar el funcionamiento del mercado en estado puro, sin cortapisas, libre. El mercado lo es todo. El mercado de productos y de mano de obra donde todo se compra y se vende. Donde todo es puesto en su justa medida por la mano invisible. Fue el pionero en la formulación teórica de la economía liberal. Lo hizo en un momento de crecimiento económico general, lanzándose de lleno contra el viejo sistema de producción anclado en la vinculación feudal de la propiedad y las reglamentaciones en el comercio y artesanía. Creyó que el nuevo sistema era un escalón nuevo del progreso humano. Su optimismo, propio de la época –la de las luces-, le llevó a soñar con un nuevo mundo, más armónico, donde cada cual aportaría a la sociedad aquello que podría hacer mejor. Una utopía que quedó rota por la realidad que mostraba el proceso de industrialización y desarrollo capitalista que se fue precipitando. Los teóricos del liberalismo que sucedieron Smith fueron dejando atrás el optimismo anterior, que fue sustituido por un pesimismo, a veces crudo, como el que trazó Malthus en su parábola del banquete de la naturaleza.

Isaac Rosa es el autor de la novela La mano invisible, tomando prestado el término metafórico de Adam Smith. Ha declarado que “desde pequeños nos adoctrinan respecto al trabajo” y cuando nos incorporamos al mercado laboral “nos volvemos dóciles” (20minutos.es). Sus palabras, que desprenden el olor -¿o el tufo?- de lo realmente existente, se tornan pesimistas cuando considera que “todo lo que hemos perdido ahora no volveremos a ganarlo”.  

No es momento de polemizar sobre la rotundidad de la última frase. Está claramente inserta en los tiempos que corren y su zozobra. No es para menos, pero es que lo definitivo no es real. Sí lo es, sin embargo, lo que nos cuenta. Por eso me quedo con el impresionante relato que hace de las interioridades del mundo laboral. Son las entrañas del sistema. El mismo del que Adam Smith creyó que sería el reino de la abundancia y la felicidad. Leer el libro de Isaac Rosa ha sido para mí un placer.