Felipe González es un político muy conocido. Se encuentra en la cima de quienes han pilotado la nave del Estado desde los años de la Transición. El grado de comunión con quienes le votaron entre 1977 y 1996 fue tan alto, que era conocido y nombrado por su nombre de pila. Pero la cosa resulta más compleja. Fue llamado traidor por quienes en 1974, en Suresnes, se vieron desplazados de la dirección del partido. El momento del Isidoro, un nombre de clandestino para un partido que no lo ejercía. Fue criticado por reformista desde los grupos a su izquierda. Y más, a medida que con los años fueran desfilando lo de "OTAN de entrada No", las reconversiones industriales, los recortes en las pensiones, las privatizaciones, los contratos basura... Sin olvidarnos que se erigió (negándolo) en la X de la guerra sucia contra ETA. Y fue odiado por la derecha más rancia, que desde 1993 empezó a saludarlo con ese "Váyase, señor González". En 1996 fue derrotado por Aznar y al año siguiente anunció su retirada. Desde entonces ha llevado una vida plácida y acumulando capital a base de una pensión de lujo, las cuantiosas retribuciones como conferenciante o consejero de una gran empresa energética, las ventas de libros... Pero no ha abandonado su vocación política. Y curiosamente acercándose, cada vez más, a quien le lanzara tiempo ha las envestidas del "Váyase...", mientras se ha ido alejando, en proporción inversa, de los correligionarios suyos que han acabado dirigiendo el Gobierno. Así se entiende que entre los medios de la derechona estén aplicando eso del "Donde dije digo, digo Diego".