Hace unos días estuve paseando por el barrio de Pizarrales. Un lugar que resulta cercano en mi familia, pues antes de que yo naciera, durante unos años vivió en él y, a la vez, mi padre impartió clases en su escuela.
Se trata de un lugar emblemático de la ciudad, antaño separado físicamente, cuyo nombre deriva del material rocoso donde se asientan sus edificios y calles. Está situado entre dos tesos, el localismo con que se denominan las zonas más elevadas o colinas. El teso que está situado en el oeste lleva el nombre de Buenavista, quizás por la espléndida vista que desde él se contempla de la ciudad, hacia el sureste, y del río Tormes y los Montalvos, hacia el sur. El otro se alza por el noreste, desde el que se divisa hacia el norte el arranque de la comarca de la Armuña, un topónimo de origen árabe que significa la huerta y que alude a la fertilidad de sus tierras.
Este segundo teso ha recibido el nombre de los Cañones, pues durante los años de la Guerra Civil se instalaron sobre él infraestructuras de defensa antiaérea. Siendo muy niño, quizás con cinco años, tuve la ocasión de visitarlo, acompañado de mi hermano Seve y aún mantengo el recuerdo del hormigón repartido entre las zanjas de protección y las pistas planas sobre las que se desplazaban los cañones. Con el paso de los años esos restos han desaparecido para dar paso al depósito que abastece de agua al barrio y la gran torre metálica de comunicaciones.
Lo que fue el antiguo corazón del barrio, la plaza donde se encuentra la Iglesia Vieja, hoy conocida como de los Escritores, acoge desde 1999 el monumento "Pizarrales al obrero", de Antonio López-Valverde Centeno. Está formado por una escultura de piedra que se alza sobre un pedestal, en cuya cara frontal pueden leerse los primeros versos del poema de Miguel Hernández "Sepultura de la imaginación": "Un albañil quería... No le faltaba aliento. / Un albañil quería, piedra tras piedra, muro / tras muro, levantar una imagen al viento / desencadenador en el futuro".
El estilo contiene rasgos arcaicos, como puede verse en su disposición frontal, la simplicidad de sus rasgos y el hieratismo de una mirada cuasi perdida. Pero debemos tener en cuenta que el autor, vecino del barrio durante su niñez y adolescencia, nunca lo perdió de su memoria. En su obra parece haber querido dejar presente el origen social de quienes fueron sus primeros moradores y que, en cierta medida, lo siguen siendo. Por eso el obrero representado, ya maduro, tiene el torso desnudo y se apoya con su brazo izquierdo sobre un pico, mientras, en un gesto pensativo, posa la mano derecha sobre su barbilla.
Todo un homenaje a esas gentes, que con su esfuerzo fueron levantando sus casas sobre la pizarra dura y horadaron el suelo para buscar y canalizar el agua que durante décadas escaseó. Gentes humildes y también luchadoras, orgullosas de su origen y con una fuerte voluntad colectiva para no perder la dignidad que en tantas ocasiones les quisieron arrebatar.