lunes, 23 de febrero de 2015

Unas cuantas horas por Bilbao

























Pasé por Bilbao en el verano de 1968 y apenas nos dieron tiempo para visitarla, salvo el santuario de Begoña -del que supe después que en 1942 había sido escenario de un episodio violento entre falangistas y carlistas- y un breve recorrido por algunas calles. Era un día nublado y quizás por ello me quedé con la imagen de una ciudad gris. Pasado el tiempo, en agosto de 2011, volví a Bilbao, esta vez acompañada de mi gente. No parecía ya esa ciudad gris que mi memoria retenía de la niñez, en gran medida porque ya se había desmantelado su infraestructura industrial y portuaria decimonónica. Y en medio de lo que fue y ya no es, estuvimos en el Museo Guggenheim, uno de esos lugares que funcionan como templos de la postmodernidad. Contemplamos desde fuera la mole de volúmenes yuxtapuestos recubiertos de placas de titanio que a finales de siglo diseñó el famoso Frank Ghery. También, las obras de arte contemporáneo que albergan sus salas y las que circundan sus exteriores. Recorrimos el entorno urbano, remozado recientemente, donde se ubica, incluido el Puente de la Salve y su gran pórtico de color rojo, que enlaza con la estética de edificio del museo. Luego vino un paseo hacia otras partes de la ciudad. Cruzado el centro burgués de finales del siglo XIX, con su trazado radiocéntrico, fuimos en busca de algunas de sus entrañas en lo que llaman la Parte Vieja y de lo que va quedando de épocas anteriores. En el Parque del Arenal nos topamos con la escultura dedicada al bertsolari Balendin Enbeita y en la neoclásica Plaza Nueva, con la sede de la academia de la milenaria lengua vasca. Ya de regreso, paseamos un rato junto a la ría del Nervión. Allí estaba el puente Zubizuri, con su curvatura, su arco con tirantes y su pavimento ya arreglado, uno de los tantos desaguisados propios del ingeniero Calatrava. No fueron muchas horas, la verdad, pero sí las suficientes para haber podido disfrutarla más y mejor.