Hace medio siglo que la película Viridiana saltó a la fama. Su director, Luis Buñuel, no la necesitaba, pero lo que ya era en sí misma una obra de arte encontró un altavoz que la hizo, sin quererlo, más conocida todavía. Su propia intrahistoria es de película. Poco a poco vamos sabiendo más del proceso de gestación y elaboración, de las peripecias en torno a su presentación en el festival de Cannes, y finalmente de los avatares sufridos por las prohibiciones y las críticas. Recomiendo la lectura del artículo que hace once años escribió para el semanario El Cultural Juan Antonio Bardem, uno de los protagonistas de lo sucedido.
Habiendo aceptado Luis Buñuel la invitación de hacer una película en España por la productora Uninci, en cierta medida vinculada al partido comunista, se eligió para el guión un tema muy galdosiano, donde sus protagonistas principales se debaten entre convicciones muy diferentes: un hidalgo decadente, una ex novicia dispuesta a llevar a la práctica en casa de su tío la caridad cristiana y un ateo que es hijo de él y primo de ella. Esculpidas las palabras y las imágenes con la máxima pulcritud para evitar el efecto negativo de la censura, utilizando argucias para que pudiera finalizarse en Francia el trabajo y admitiendo incluso algunas sugerencias de José María Muñoz Fontán, por entonces director general de cinematografía y teatro, el resultado final acabó siendo más trasgresor de lo que, sin quererlo, quiso evitar el director general. El nihil obstat preceptivo de la censura abrió las puertas de la frontera con destino a Cannes, donde la película fue todo un éxito hasta el punto de ganar, ex aequo, la palma de oro.
Si hasta aquí todo parece normal en la medida que, como en tantas otras obras del cine y de la literatura, el régimen franquista obligaba a quienes hacían de la creación la búsqueda de vías para torear la censura, lo que vino después fue verdaderamente antológico. Una vez visionado el resultado final en el escaparate de la ciudad francesa, me imagino a José María Muñoz Fontán escondido en la habitación dándole vueltas a la cabeza por lo sucedido, a los responsables de Uninci buscando una solución para la recogida del premio ante la no presencia de Buñuel y de nuevo a Muñoz Fontán subiendo al escenario para recibir el premio que para él fue una puñalada. Acto seguido vino la polvareda formada desde el Vaticano a través del periódico L’Osservatore Romano, que captó de inmediato de qué iba la película, calificándola, cuando menos, de blasfema. Y para colmo nada más pasar la frontera Muñoz Fontán recibió la noticia de su destitución. La película, por supuesto, estuvo prohibida en España durante una buena temporada, hasta que 1977, muerto ya el dictador, pudo visionarse en las salas de cine. También lo estuvo en Italia, donde la sombra del Vaticano es alargada. Para poder exhibirse, hubo que ir a México, donde finalmente se ultimaron los detalles finales.
Pasados los años se sigue hablando y escribiendo mucho de Viridiana. Atrás quedan escenas sublimes: la recreación de la última cena de Cristo, quizás la más reconocible, el fetichismo del crucifijo-navaja o –“¡maldita sea!”, se habría dicho el director general- el momento final donde el miedo a una escena de alcoba entre el irredento primo y la prima secularizada acabó pudiendo ser un menage a trois.