Hoy se cumplen 36 años de la muerte de Pablo Neruda. Ocurrió al poco del golpe militar dirigido por Augusto Pinochet. Es cierto que estaba enfermo de cáncer, pero la virulencia con que se ejecutó, con la muerte de su amigo Salvador Allende (“aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile”), el saqueo de su casa de Santiago y la represión contra su pueblo (“a ti, al que sin saberlo me ha esperado, / yo pertenezco y reconozco y canto”), tuvo una gran incidencia en el desenlace final. El entierro se hizo entre las metralletas de la canalla, mientras las pocas personas que estuvieron presentes para despedirse de él tuvieron la valentía de cantar su himno, “La Internacional”.
Neruda es para mí uno de los grandes poetas. Su obra me resulta inmensa, no sólo por la dimensión numérica de lo que creó, sino también por la profundidad que destellan sus versos. Si hay poetas en que la intimidad es el ámbito de su lectura, en Neruda también, pero casi todo es explosión, como si las palabras buscaran expandirse por el espacio sin detenerse.
Oí hablar de él por primera vez cuando en los libros de Literatura de bachillerato nos mencionaban el Canto personal del falangista Leopoldo Panero como réplica del Canto General, al que acusaban de antiespañol y, por supuesto, de comunista. En 1973 supe que fue amigo de Miguel Hernández y que residió en España durante los años de la República y la guerra gracias a la introducción de la Antología que Losada editó sobre el poeta alicantino, que por entonces descubría (gracias, Seve, por tu regalo y tu dedicatoria).
Por esos primeros años de mi juventud Neruda se hizo permanente. Pronto llegaron a casa Plenos poderes, del que musiqué enseguida poemas como “Cardo”, “Pueblo”, “Sumario” y “Plenos poderes”; y La espada encendida, de una gran belleza. Todavía medio me acuerdo de sus versos finales: “Dice Rosía: estoy desnuda, tengo frío. / Dice Rhodo: Déjame el hacha, / traeré la leña. / Dice Rosía: Sobre esta piedra / esperaré para encender el fuego”. Escuché poemas suyos en las voces de de Víctor Jara (“Aquí me quedo”, “Ya viene el galgo terrible”) y de Quilapayún (“Pido castigo”). Me detuve cuando por la radio retumbaban sus versos (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche...”). Y le leíamos en hermandad y camaradería. En 1975 pude ver la adaptación que hicieron Olga Manzano y Manuel Picón con “Fulgor y muerte de Joaquín Murieta”. Y a principios de 1976 llegamos a organizar en el instituto Fray Luis de León el Festival de la Canción Azul, un color que, según me explicó el compañero Raimundo, aludía a Neruda por ser su preferido. Quizás ello tenga relación con el comienzo de “Cardo”: “En / el / verano / del / largo / litoral, / por / polvorientas / leguas / y / caminos / sedientos / nacen las explosiones / del cardo azul de Chile”.
Poco a poco fui adquiriendo más libros suyos, como Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Canto General, Crepusculario, Residencia en la tierra o su libro de memorias Confieso que he vivido. Curioso y muy humano este último, porque toda su vida fue muy rica en vivencias, desde su provinciana infancia hasta su final dramático, pasando por sus andanzas por todo el mundo, que recorrió como diplomático, escritor y político, incluidos sus años de exilio entre 1948 y 1952 (“Yo recorrí los afamados mares, / el estambre nupcial de cada isla, / soy el más marinero del papel / y anduve, anduve, anduve, / hasta la última espuma”). Pude oír su propia voz en disco de vinilo en la colección Nuestra Palabra y hasta, quizás en un acto de locura sana, leí unos versos (no recuerdo cuáles, pero es igual) de Canto General a 2.400 metros de altura en el pico La Ceja, en una de las tantas veces que recorrí la sierra de Béjar en mi juventud. En 1985 me impactó la muerte de Matilde Urrutia, su última compañera, a la que dediqué en esos momentos unos humildes versos y que reproduje en este cuaderno el pasado mes de julio. Ella fue, mientras se ejecutaba el sanguinario golpe militar, la que tomó nota de la parte final de sus memorias (con las últimas líneas dedicadas a Allende) y ella fue la que las escondió mientras los soldados registraban y destrozaban su casa de Santiago. Así fue como se precipitó su muerte.
Neruda es para mí uno de los grandes poetas. Su obra me resulta inmensa, no sólo por la dimensión numérica de lo que creó, sino también por la profundidad que destellan sus versos. Si hay poetas en que la intimidad es el ámbito de su lectura, en Neruda también, pero casi todo es explosión, como si las palabras buscaran expandirse por el espacio sin detenerse.
Oí hablar de él por primera vez cuando en los libros de Literatura de bachillerato nos mencionaban el Canto personal del falangista Leopoldo Panero como réplica del Canto General, al que acusaban de antiespañol y, por supuesto, de comunista. En 1973 supe que fue amigo de Miguel Hernández y que residió en España durante los años de la República y la guerra gracias a la introducción de la Antología que Losada editó sobre el poeta alicantino, que por entonces descubría (gracias, Seve, por tu regalo y tu dedicatoria).
Por esos primeros años de mi juventud Neruda se hizo permanente. Pronto llegaron a casa Plenos poderes, del que musiqué enseguida poemas como “Cardo”, “Pueblo”, “Sumario” y “Plenos poderes”; y La espada encendida, de una gran belleza. Todavía medio me acuerdo de sus versos finales: “Dice Rosía: estoy desnuda, tengo frío. / Dice Rhodo: Déjame el hacha, / traeré la leña. / Dice Rosía: Sobre esta piedra / esperaré para encender el fuego”. Escuché poemas suyos en las voces de de Víctor Jara (“Aquí me quedo”, “Ya viene el galgo terrible”) y de Quilapayún (“Pido castigo”). Me detuve cuando por la radio retumbaban sus versos (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche...”). Y le leíamos en hermandad y camaradería. En 1975 pude ver la adaptación que hicieron Olga Manzano y Manuel Picón con “Fulgor y muerte de Joaquín Murieta”. Y a principios de 1976 llegamos a organizar en el instituto Fray Luis de León el Festival de la Canción Azul, un color que, según me explicó el compañero Raimundo, aludía a Neruda por ser su preferido. Quizás ello tenga relación con el comienzo de “Cardo”: “En / el / verano / del / largo / litoral, / por / polvorientas / leguas / y / caminos / sedientos / nacen las explosiones / del cardo azul de Chile”.
Poco a poco fui adquiriendo más libros suyos, como Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Canto General, Crepusculario, Residencia en la tierra o su libro de memorias Confieso que he vivido. Curioso y muy humano este último, porque toda su vida fue muy rica en vivencias, desde su provinciana infancia hasta su final dramático, pasando por sus andanzas por todo el mundo, que recorrió como diplomático, escritor y político, incluidos sus años de exilio entre 1948 y 1952 (“Yo recorrí los afamados mares, / el estambre nupcial de cada isla, / soy el más marinero del papel / y anduve, anduve, anduve, / hasta la última espuma”). Pude oír su propia voz en disco de vinilo en la colección Nuestra Palabra y hasta, quizás en un acto de locura sana, leí unos versos (no recuerdo cuáles, pero es igual) de Canto General a 2.400 metros de altura en el pico La Ceja, en una de las tantas veces que recorrí la sierra de Béjar en mi juventud. En 1985 me impactó la muerte de Matilde Urrutia, su última compañera, a la que dediqué en esos momentos unos humildes versos y que reproduje en este cuaderno el pasado mes de julio. Ella fue, mientras se ejecutaba el sanguinario golpe militar, la que tomó nota de la parte final de sus memorias (con las últimas líneas dedicadas a Allende) y ella fue la que las escondió mientras los soldados registraban y destrozaban su casa de Santiago. Así fue como se precipitó su muerte.
Ha ido pasando el tiempo, y con él aumentando el número de sus obras y la lectura de sus poemas: Cantos ceremoniales, Tercer libro de odas, La barcarola (“Amante, te amo y me amas y te amo...”). Hace unos años leí la novela de Antonio Skármeta El cartero de Neruda y vi la simpática adaptación al cine de Michael Radford El cartero (y Pablo Neruda), que me sirve para trabajar en clase. Y no hace mucho en Chiclana asistí a otra adaptación, en este caso la hecha para el teatro por José Sámano.
Dispongo de una edición facsímil de España en el corazón. Himno a las Glorias del Pueblo en la Guerra. A este libro pertenecen los poemas “Madrid 1936” y “Explico algunas cosas”, que se encuentran en el fondo de las estremecedoras imágenes de los bombardeos sobre la capital de la película Caudillo de Basilio Martín Patino (“Bandidos con aviones y con moros, / bandidos con sortijas y duquesas, / bandidos con frailes negros bendiciendo / venían por el cielo a matar niños, / y por las calles la sangre de los niños / corría simplemente, como sangre de niños”). Una denuncia contra el horror del fascismo (http://youtube.com/watch?v=9w5v8MonCu8), pero también un homenaje a ese pueblo que intentó frenarlo durante casi tres años y tuvo que pagarlo con cuarenta años de dictadura. Ese mismo fascismo que en septiembre de 1973 acabó con el sueño del poeta y el de su pueblo. No pudo hacer realidad que su patria quedara dividida “ni por siete cuchillos desangrada”. Tampoco que esos ricos que siempre fueron extranjeros “se vayan a Miami con sus tías”. Ni siquiera dejar “a los sindicatos / del cobre, del carbón y del salitre / mi casa junto al mar en Isla Negra”.