Apelaron para ello a un golpe militar y a la movilización de sus seguidores. Y esto último es lo que se ha hecho desde el primer momento que se conoció la victoria de Lula. Han estado buscando crear un clima de deslegitimación del mandato del nuevo presidente y su gobierno, incluso con anterioridad a su toma de posesión. La movilización, entre otras cosas, conllevó la organización de una acampada en Brasilia, la capital del país y sede de sus instituciones federales. Se alentó de una forma permanente dentro y fuera del país a través de los medios de comunicación conservadores, las redes sociales y numerosos actos públicos. Y se ha contado con la complicidad, cuando no más, de cargos públicos del partido de Bolsonaro en el estado de Brasilia y de importantes sectores del aparato estatal, especialmente de la policía, la seguridad y el ejército.
Lo del domingo pasado en Brasil tuvo lugar días después de que Lula da Silva asumiera la presidencia y procediera al nombramiento de su gobierno. Ha sido una intentona a toda regla, ocupando y saqueando las sedes de los tres poderes federales del país: la presidencia, el Congreso y el Tribunal Supremo; a la vez que haciendo un llamamiento al ejército para que asumiera el poder.
La intentona, por ahora, ha fracasado. Y a ello no han sido ajenos dos hechos: primero, la actitud del nuevo gobierno, que ha actuado con rapidez, contundencia y prudencia, evitando hacer uso de una fuerza desproporcionada que hubiera podido provocar la violencia buscada por los golpistas y, como consecuencia, la intervención del ejército; y segundo, los progresivos apoyos activos de buena parte de la población, que en cada rincón del país se está movilizando para defender la democracia frente al fascismo.
Bolsonaro y su gente, así como quienes los han alimentado, se encuentran en estos momentos aturdidos ante la derrota sufrida. No se sabe cómo y cuándo van a reaccionar. Pero uno de los riesgos se encuentra en que lo ocurrido condicione la acción a llevar a cabo por el presidente y su gobierno.
Y dos cosas para acabar. Una, de EEUU: las formas externas empleadas han recordado en mucho a lo ya ocurrido hace dos años, cuando Donald Trump no reconoció la victoria de Joe Biden, y que culminó el 6 de enero con el asalto al Capitolio por parte de las huestes de Trump; precisamente en el momento en que el Congreso y el Senado iban a proceder a certificar los votos del Colegio Electoral. Y la otra, de aquí, de España: son ya tres los años que la derechona lleva acusando de ilegítimo al actual gobierno de coalición progresista; haciendo uso para ello de las tribunas parlamentarias y de medios de comunicación y redes sociales, con la complicidad de esos sectores del aparato judicial que, cuando pueden, ralentizan u obstruyen las medidas tomadas.
Ojo, pues, que el fascismo del siglo XXI, en cualquiera de sus versiones, está actuando por todo el mundo.