miércoles, 4 de marzo de 2020

Ernesto Cardenal, poeta que fue de la liberación

























































Hace unos días, a la edad de 95 años, murió uno de los poetas de la liberación. Un poeta y un sacerdote, que era en realidad monje, que formó parte de la teología de la liberación. Nicaragüense y de buena familia, en el sentido clasista, desde muy joven se involucró en las intrigas contra la dictadura de los Somoza, en cuyo derrocamiento final participó, pasados los años, por su militancia en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Aunque fue un sacerdote formalmente tardío, ordenado en 1965, llevaba tiempo coqueteando con grupos que querían hacer de la contemplación y la oración una nueva forma de vida. Sin perder su sensibilidad social, acabó fundando una comunidad en una de las islas del Gran Lago de Nicaragua, el Cocibolca, a la que llamó Solentiname.  


Aún recuerdo una entrevista suya por televisión, en plena insurgencia revolucionaria, en la que negaba el carácter comunista del movimiento revolucionario del que formaba parte y su defensa de una sociedad más justa. Un juego de palabras que tenía un claro trasfondo: la  apuesta por la gente pobre de su país y por extensión, por la del continente latinoamericano. Tal fue su prestigio, que tras el triunfo revolucionario de julio de 1979 fue nombrado ministro de Cultura, donde desarrolló una inmensa labor evangelizadora por todos los rincones del país, pero no tanto de la doctrina católica como de esa revolución que permitía que el meollo social de los evangelios pudiera hacerse realidad. Curiosamente fue su hermano Fernando, también sacerdote, pero jesuita, a quien encargaron que hiciera lo propio como ministro de Educación, llevando a cabo la heroica campaña de alfabetización.

No fueron los únicos sacerdotes que alcanzaron la dignidad de ministros en esa revolución "tan violentamente dulce", como la definió Julio Cortázar en 1983. Lo fueron también Miguel D'Escoto y Edgard Parrales, y los cuatro tuvieron la desdicha de ser suspendidos en 1984 a divinis por ese ángel del anticomunismo que unos años antes, elegido Papa, había decidido hacerse llamar Juan Pablo II. Fue Ernesto Cardenal, sin embargo, el que sufrió esa famosa humillación pública durante la visita que hizo a Nicaragua. Arrodillado, queriendo ofrecerle su respeto sagrado, recibió una dura reprimenda, mano derecha en alto, por haber osado formar parte de un gobierno que hacía de los pobres el eje de su acción, en vez de ser sólo un mero adorno retórico. Ante una revolución asediada por el imperio, que no dejaba de provocar muerte y estrecheces económicas, el príncipe de la Iglesia dejó clara su postura.

La derrota sandinista en las elecciones de 1990 abrió una nueva etapa en su país y en la vida de Ernesto Cardenal. Pasado el impacto inicial, vino la larga travesía del desierto. Para él, como para más gente del sandinismo, se fue abriendo una grieta que lo llevó a apartarse del partido-movimiento en 1994. Su postura la dejó clara en la tercera parte de sus memorias: La revolución perdida. Acusó de corrupción a la dirigencia, con Daniel Ortega a la cabeza, y lo siguió haciendo tras la vuelta al poder en 2007. En eso coincidió con Edgard Parrales, no así con su hermano Fernando o Miguel D'Escoto. 

En los últimos meses había recuperado su condición plena de sacerdote, gracias a la acción del papa Francisco. La ilusión que le produjo no alteró lo que fue su forma de vida desde muchas décadas atrás. Siempre alejada del lujo, y dedicada a la contemplación, la oración y la poesía.

Allá por 1961 uno de los poemas que componían Epigramas rezaba así:

Al perderte yo a ti
tú y yo hemos perdido:
Yo porque tú eras
lo que yo más amaba
y tú porque yo era
el que te amaba más.
Pero de nosotros dos
tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar a otros
como te amaba a ti,
pero a ti no te amarán
como te amaba yo.

Quizás en esos versos describió la síntesis de su vida.