viernes, 11 de octubre de 2024

Un sello dedicado a Luisa Carnés (y su cuento "La mujer de la maleta")


Hace unas semanas se editó el sello de correos dedicado a la escritora Luisa Carnés. Un merecido homenaje a una figura casi desconocida de la literatura española. En cierta medida, ese desconocimiento puede deberse a dos motivos principales: ser mujer y haber muerto en el exilio. Y quizás, uno más: ser comunista. 

El otro día le dediqué una entrada en este cuaderno, después de haber leído su novela Juan Caballero (Hoja de Lata, Xixón/Asturies, 2024). En ella recordé que RTVE emitió en marzo una adaptación teatral de su novela Tea Rooms. Mujeres obreras, aprovechando que era el Día Internacional del Teatro. Una obra que, además, está inspirando la serie La Moderna, que se emite por la tardes en la misma cadena. 


Años atrás he podido ir leyendo algunos de los cuentos de Luisa Carnés, uno de los cuales, "La mujer de la maleta", me impactó. Un relato estremecedor escrito en 1940, ya en México, sobre una madre cruzando la frontera con Francia durante la Guerra Española y que, en su huida a pie hacia el exilio, cuida con esmero la maleta que contiene los restos mortales de su hijo. Aprovecho esta entrada para reproducirlo y para que pueda ser leído.  



La mujer de la maleta


Por una carretera blanca, que abría entre pinares, iban las tres mujeres. Sus codos casi se tocaban, pero nada sabían de sus vidas. Sus caminos habían coincidido en la encrucijada de la derrota. Buscaban el brazo hermano de Francia.

 

¿Qué pretendían poner a salvo? Huían del fascismo. Un bombardero las reunió a pie de un árbol, entre áspero tomillo. Después, siguieron juntas la ruta de la frontera.

 

Anochecía, y el verde ramaje de la campiña se iba tornando negro. El viento arrancaba al Pirineo partículas de hielo, que depositaba en los pechos de aquellas tres mujeres.

 

–¡Cuánto falta!

 

–¡Qué camino tan largo!

 

La carretera crecía constantemente ante ellas. A veces, se les mostraba compasiva, parecía entregarse tras de un recodo engañoso, para luego desaparecer, alejarse, formando otro sueño, ante los ojos y los pulmones cansados de las fugitivas.

 

Delante y a su espalda, grupos de evacuados repetían su estampa fatigada.

 

Una de las mujeres llevaba una maleta; otra sujetaba entre las manos un saco pendiente a su espalda; la tercera arrastraba de una cesta de mimbre, oscurecida por el tiempo.

 

Cuando la noche hubo cerrado, de la tierra negra brotaban lenguas de fuego, alrededor de las cuales se vieron caras afligidas, ojos en los que se reflejaba inquietud

 

Y las tres mujeres seguían adelante, apretándose los corazones acongojados.

 

A medida que avanzaban, el camino se hacía más difícil, se empinaba, y la carretera repetía su broma maligna.

 

Cuando las piernas se pusieron pesadas como el plomo y las plantas de los pies amenazaron partirse, las tres optaron por descansar un rato.

 

Cerca de la carretera, los restos de una hoguera brindaban temporal reposo.

 

Se sentaron cerca del fuego, al que reanimaron con unas ramas secas que había en torno.

 

Unas llamas rojas hicieron aparecer más intensa la fatiga reflejada en aquellos rostros, a los que el terror había despojado de encanto.

 

Fue entonces cuando dos de las mujeres se fijaron en la que llevaba la maleta. Su cara parecía de palo. Su mirada, perdida en los brincos risueños del fuego, carecía de luz y expresión. La nariz era recta, los labios parecían cubiertos por una delgada capa de sal. Sus manos, amoratadas por el frío, descansaban sobre la maleta de cartón.

 

¿Qué veían en las llamas aquellos ojos de cristal?

 

Las otras fugitivas, endurecidas por años de dolor, sentíanse fuertemente atraídas por aquellas pupilas fijas, tras de las cuales parecía asomarse un horrible vacío. Las dos mujeres, pequeños puntos en un inmenso paisaje de duelo, sentíanse absorber por aquellos ojos inmóviles de su compañera, por cuyas enormes cuencas parecía haber huido la vida.

 

Eran vidrios opacos, brasa convertida en ceniza.

 

La que arrastraba de la cesta trató de cortar aquel soplo helado que parecía desprenderse de la extraña mujer de la maleta, ofreciendo a sus compañeras de huida un trozo de pan y otro de chocolate.

 

–Hay que hacer por la vida –murmuró.

 

La fugitiva del saco aceptó complacida el alimento, y deshizo entre los dientes el dulce de chocolate, mientras decía:

 

–Se agradece.

 

La de la maleta no alargó la mano para tomar el pan, ni movió un solo músculo del rostro.

 

El frío era por momentos más intenso. La piel de las manos y de la cara se atirantaba dolorosamente, y escocían las puntas de los dedos.

 

La que brindaba el refrigerio sacó del seno aplastado una cartera de piel, y de ésta, el retrato de un mozo que vestía traje de soldado.

 

–Es mi hijo –suspiró–. Me lo mataron en Somosierra.

 

La del saco, sin dejar de comer, dijo:

 

–A mi padre lo fusilaron los fachas en Burgos. Era maquinista, y le cogió el Movimiento en servicio.

 

Y ambas miraron a la mujer extraña, esperando que hablara.

 

Pero aquellos labios, como cubiertos de sales amargas, permanecieron apretados uno contra el otro.

 

La del padre maquinista se estremeció por aquel silencio y dijo a su compañera:

 

–Mejor será seguir, antes de que cierre la noche.

 

–Sí, vamos –dijo la otra.

 

Cargaron de nuevo cesta y saco, y reanudaron el camino.

 

La mujer de la maleta las siguió.

 

Por la carretera rodaban carros, empujados por criaturas angustiadas. Palabras sueltas, confundidas a la agitada respiración de los que huían, llegaron hasta las tres mujeres.

 

Después de breve descanso, ellas sentían menos el peso de su cuerpo; los pies parecían más ligeros, y las piedrecillas se antojaban menos duras.

 

Pero al poco rato el camino se hizo más difícil; el declive de la carretera se acentuó, y saco y cesta se hundieron en las espaldas de las mujeres hasta hacerlas sangrar.

 

La ventisca azotaba cruelmente aquellas figuras, como de guiñapos humanos, que se arrastraban ansiosamente por la carretera que conducía a Francia.

 

***

 

Sólo la mujer aquella, de madera, no parecía sentir el peso de su maleta. Sus pies avanzaban rectos, su cuerpo flaco cortaba la niebla y su boca parecía obstinadamente cerrada.

 

Sus compañeras habían vaciado (el saco y la cesta) del pobre bagaje. Ropa y calzado cayeron sobre la carretera. Botes de leche y de carne rodaron luego hacia la cuneta… Pero la marcha seguía siendo angustiosa. Un velo helado endurecía los pies y las manos, y empapaba las pupilas.

 

Sólo la mujer extraña no se quejaba. Sólo su maleta estaba intacta y sus pulmones, enteros. Su pecho no jadeaba y sus hombros se erguían, mientras que en las gargantas de las otras la fatiga ponía un dogal y sus cabezas menudas iban desapareciendo entre los hombros.

 

¿Qué contenía aquella maleta, al parecer, leve como una pluma?

 

La muchacha cuyo padre había caído en Burgos sentía deseos de gritar a la mujer aquella, a quien la había unido el azar sólo en apariencia. “¿Para qué quiere una maleta vacía? ¿Está usted loca?”. Pero no llegó a decirlo. Los ojos de la fugitiva, antes humedecidos en el fuego y ahora dando cara al camino cortado por la niebla, la aterrorizaban.

 

Involuntariamente, se acercó a la mujer cuyo hijo había muerto en la guerra y le dijo en voz baja, refiriéndose a la otra:

 

–¿Y si estuviese loca?

 

–¡Sólo eso nos faltaba!

 

No hablaron más. El viento helado las penetraba pesando bajo su piel como un bloque de piedra. Delgadas agujas traspasaban sus gargantas y sus párpados secos.

 

Las manos de las dos mujeres habían soltado cesta y saco: buscaban su propio cuerpo; trataban de comunicarse un poco de calor. Sus figuras habían disminuido y las plantas de sus pies estaban rígidas.

 

En tanto, la mujer de la maleta parecía haber crecido. Mujer y maleta se elevaban a un lado de las otras dos fugitivas, como altivo dolmen, firmes, sin claudicar.

 

Cuando llegaron a la línea divisoria y un gendarme francés las deslumbró con su linterna, como a inocentes codornices el espejuelo cazador, sólo eran dos pequeños montones de huesos, empujados por un mar de cuerpos enflaquecidos.

 

A su lado la mujer de la maleta más endurecida y seca, totalmente madera ya, penetró en el Pirineo francés y fue a sentarse lejos, sola, ausente de quejas y denuestos.

 

Enseguida, abrió su maleta.

 

Sus compañeras de huida se inclinaron sobre aquella cosa, medio velada por la oscuridad: era un niño muerto. Tenía los ojos abiertos y la ropita blanca enrojecida por la sangre.

 

La mujer impasible había cruzado los brazos y se mecía a sí misma. Sus ojos, clavados en el niño muerto, en el centro ya del camino que buscara en el fuego y en la carretera oscura, habían derretido su hielo.

 

A su alrededor sobrevino un silencio denso. De todas partes fueron afluyendo borrosas figuras de fugitivos.

 

A las cuatro esquinas de la maleta le brotaron cuatro hogueras.

 

Y ningún niño asesinado por el fascismo fue llorado por más llanto…