viernes, 4 de diciembre de 2015

La singularidad política de Argentina (1)




















Argentina es para mí un país extraño en lo político. Su rareza deriva de la presencia del peronismo en la vida política. Un movimiento que atraviesa a la sociedad a lo largo de dos ejes: en la jerarquía social y en el espectro político, es decir, de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Eso da como resultado combinaciones raras y curiosas a la hora de expresarse políticamente. 


Sin pretender profundizar en los orígenes del peronismo, lo cierto es que ha quedado en la conciencia colectiva de amplios sectores populares como el momento en que salieron a la superficie, formando parte del escenario político y siendo reconocidos sus componentes como personas con derechos. Esto supuso una mejora sustancial de sus condiciones de vida, pero ante todo una forma de expresar el orgullo de sus orígenes sociales. Mucho se ha hablado de la naturaleza política del peronismo, habiéndose llegado a identificarlo con frecuencia con el fascismo. Algunos aspectos de su discurso y determinadas prácticas lo recordaban. De hecho, el propio Juan Domingo Perón nunca escondió sus simpatías por ese movimiento, acogió a bastantes nazis en su país tras la derrota militar y no le faltó su acercamiento al régimen franquista. 

En la conciencia popular se ha tendido a venerar a su mujer, Eva Duarte, como la expresión de la pureza del movimiento. Proveniente de estratos humildes, no tanto por parte de padre, como por tener el estigma de ser hija de madre soltera, su práctica política, sin cargo institucional, pero desde una poderosa fundación paraoficial, caló profundamente en los corazones de quienes por entonces no tenían nada ni eran nadie. Una práctica que aunaba la caridad con el estímulo de una conciencia de clase tamizada por la ideología peronista. Las mujeres de condición humilde, que encontraron en Evita (como la llamaban cariñosamente) su principal referente simbólico, cumplieron una papel importante en todo esto, como transmisoras de esa forma de entender la vida.

El peronismo es, pues, un movimiento contradictorio en lo político, pero también en lo social. Si arraigó profundamente en los sectores populares, no le faltaron apoyos, aunque menos, en los sectores intermedios, ya más divididos por la competencia del tradicional radicalismo, de corte más urbano y en la línea de los partidos europeos. En cuanto a la burguesía, si la oligarquía terrateniente se vio profundamente afectada, lo que llevó desde el primer momento a un enfrentamiento directo, el peronismo sí fue capaz de conseguir apoyos en parte de la llamada burguesía nacional. Ésta, más ligada a la transformación de materias primas y la creación de un mercado interior propio, compitió con la oligarquía propietaria de latifundios, tradicionalmente orientada a la exportación de su recursos agropecuarios y ligada por ello a intereses extranjeros. Esta contradicción actuó como una línea divisoria entre el peronismo y EEUU, aquél con un tamiz de tímido antiimperialismo. 

En cuanto al ejército y a la Iglesia católica, su posicionamiento fue claro, dada su ligazón con la oligarquía y los sectores de la población más retrógrados. El primero fue siempre la espoleta para luchar contra los gobiernos peronistas, la guardia pretoriana de la oligarquía terrateniente y protagonista de los sucesivos golpes de estado durante entre los años cincuenta y setenta. La segunda, dolida por los aspectos laicistas del peronismo, como la introducción del divorcio, sirvió, como en tantos otros lugares, de argamasa ideológica para sus oponentes.

En este contexto el peronismo se convirtió en eje vertebrador de la política argentina durante las décadas siguientes, porque acabó configurando, como señalé al principio, un rompecabezas que atravesaba vertical y horizontalmente a la sociedad.

Considero que los límites de Perón y el peronismo se pusieron a prueba en dos momentos: uno, entre 1973 y 1976, tras el fin de la dictadura del general Alejandro Lanusse; y el otro, entre 1989 y 1999, durante la presidencia de Carlos Menem. En el primero de ellos se fueron sucediendo distintos episodios que culminaron, tras el fallecimiento de Perón en 1974, con el triunfo de la opción conservadora. Y en ello jugó un papel básico el propio líder: primero, condenando a los sectores más radicales el mismo día de su regreso a Buenos Aires; después, desplazando de la presidencia del país a Héctor Cámpora, líder del sector progresista; y por último, una vez que asumió de nuevo la presidencia, dando entrada en el gobierno a personas vinculadas al sector conservador, nucleadas en torno a la figura de José López Rega, que tenía relaciones directas con el grupo fascista Triple A y estaba protegido a su vez por la segunda mujer de Perón, María Estela Martínez. Paralelamente se fue conformando un sector peronista muy radicalizado, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, que fundió el nacionalismo y el guevarismo, creando el Movimiento Peronista Montonero y el grupo armado Montoneros.

El segundo momento tuvo lugar después del fracaso de los gobiernos de Raúl Alfonsín (1983-1989), el político del radicalismo que protagonizó la transición desde la dictadura. Tras él emergió la figura de Carlos Menem, presidente entre 1989 y 1999, que fue aupado por la conjugación del elemento popular, muy movilizado por los dirigentes sindicales peronistas de corte conservador, y su propuesta de conciliación con los otros sectores sociales y políticos, incluidos los que provenían de la dictadura. La realidad fue que su acción política perjudicó duramente al electorado popular, aplicando con contundencia las medidas económicas que estaban fomentando las instituciones internacionales del capitalismo neoliberal en ascenso, en la línea de la financiarización, la dolarización de la moneda, las privatizaciones y un ajuste social sin precedentes. Precisamente donde había fracasado durante la dictadura el ministro José Alfredo Martínez de Hoz. Menem, a su vez, cerró el círculo con los responsables de la represión, indultando a los principales jerarcas, una vez que Alfonsín se había encargado previamente de hacer hecho lo propio con sus subordinados (leyes de punto final y de obediencia debida). 

Las consecuencias negativas principales de todo ello no se hicieron esperar. De un lado se produjo una bancarrota del país y con ella de los sectores intermedios y populares, arruinados y degradados socialmente los primeros y desarmados los últimos en sus derechos. Y de otro, afloró de nuevo, quizás con mayor intensidad, la división del país en torno al cierre en falso de las heridas ocasionadas de la represión. Las madres y las abuelas de las víctimas empezaron a recobrar un nuevo impulso.