A finales del año pasado se inauguró en la plaza del Corrillo de Salamanca una escultura dedicada al poeta Remigio González "Adares". Obra del artista, también salmantino, Agustín Casillas, se recuperaba así la presencia de quien desde décadas había ocupado ese bello rincón de la ciudad castellana como un espacio dedicado a la poesía.
Sentado entre columnas y bajo dinteles, cuando no yendo de un lado para otro de la pequeña plaza, era donde vendía sus numerosas obras, pero también donde conversaba con la gente, trasmitiendo cálidamente su manera de entender la vida y la literatura. Fue el espacio donde construyó lo que él mismo denomino su cátedra de poesía.
Bohemio por excelencia, pasó a ser un elemento casi natural del paisaje urbano, ataviado con sus ropas sencillas, su poblada barba blanca y, por supuesto, su gorra campera. Nacido en un pueblo del este salmantino, cercano al río Tormes, siempre mantuvo el aire de quienes han retozado por la tierra que se labra para que broten sus frutos. El aire de la imagen, pero también de las palabras y de los versos.
Fue protagonista de una vida que construyó entre sus orígenes rurales, el trasiego de la emigración por otras provincias e incluso Francia y su definitiva estancia en la capital de la piedra dorada. Fue por ello un hombre de oficios variados, lo que no le impidió que su afición por la poesía acabara siendo su razón de ser en la vida.
Pocas veces hablé con él, pero en muchas ocasiones pude sentir el goce de sus poemas. Primero, cuando aparecían en las páginas de El Adelanto, casi siempre con motivo del Día de la Poesía, acompañados de otros escritos por poetas locales (Josefina Verde, Aníbal Núñez, Félix Grande García, Jesús García Ledesma...). Uno de ellos, con título "Primavera descuidada (El hombre)", quizás de finales de la década de los setenta, reza así:
El hombre, su mano
y su propio asesino
Entrada ya la noche en la crisma del hombre
más allá de la calle
puñada del humo.
Se acerca así el que llega
miserable a ser preso
lo vano del poder.
Pero no hagáis tampoco más la calavera
con el puño de la estrella.
Acribillar las purgas.
Devolver vuestra mirada a ver si estáis
en el diente del verdugo
acuchillado.
Entrada ya la noche,
quizás otro traidor repita sus maracas
por aquello de que no es.
Ataca como es su flor de luto.
El hombre desafía, como se va a morir
en la brutalidad con todos sus amigos.
¡Escucha
y oye, hombre,
zapato y tierra
fría!
Mientras la tierra entierra a su manera,
el mar se bebe el fondo de otro ahogado sin noche.
El hombre que asesina vivirá en él.
El mosquito necesita una bombilla,
y Jota-R. nos regala un calambuco.
El hombre,
su mano
y su propio asesino -el hombre-
no se ayuda de la realidad a pesar de saber
que nació igual que el trigo.
También pude sentir sus poemas cuando los leía en sus propios libros, de los que poseo algunos. Vuelo de papel (1981) se lo dedicó a Carmen, y su nombre y espíritu transitan a lo largo del poemario, como ya hizo en otras de sus obras. En "Delante de tu ayer" nos cuenta:
Por los romances niños
hierbas altas
del nombre,
voy a entender tus bucles.
Dejo una huella más
encima
de la tierra.
Tu cielo participa
de lo nacido
antes.
Han sonado sirenas.
Tropiezas convencida en tus reinados.
Carmen, porque delante de tu ayer,
hay ortigas inquietas.
En Huellas que no disimulan (1997), publicado cuatro años antes de su fallecimiento, la presencia de la muerte es frecuente, como también son permanentes las alusiones a sus recuerdos, que se enhebran para ir tejiendo el panorama de su vida. "Viendo crecer a los niños", el último del libro, bien puede servir de muestra:
Lo mejor de mi vida fue vivir
lo peor de mi muerte
lo que no me ha ocurrido
La tierra diome el cuerpo
los ojos diome el sol
el camino la edad y el viento me hizo niño
la sombra el apellido y el alma que hoy resisto
me la regaló el fuego.
El camino me llevó de la mano
y cuando más frío hacía
me dejó abandonado ya sin alma.
Conocí a una mujer y no era ella.
La huella que hoy resisto me permitió bailar.
La madre que me tuvo aún me espera.
El ruido del caballo y la piedra que sufre
hoy respiro.
¡No me preguntéis
de dónde soy
llegado!
En cierta ocasión, en 1980, nos sorprendió con sus "Las coplas del cura de Galisancho". Y no sólo por lo que contaba en ellas sobre el crimen del protagonista y el ajusticiamiento de sus autores, sino, ante todo, por la forma como las difundió. Acompañado de un músico que tocaba algún instrumento -no recuerdo cuál- iba recorriendo las calles del centro histórico de la ciudad. Y mientras recitaba los versos que entonaba con una "música o tonadilla" que había "recogido y sin saber de dónde", alguien repartía la hoja de color rosa donde estaba impresos los versos. Una música conocida con ritmo de jota charra, que puedo entonar todavía. Las coplas empezaban así:
En este pueblo que cuento
pueblo de liebres carnívoras
acaeció que estos hecho
tienen ya fechas antiguas.
Para acabar, hasta completar el total de 48 estrofas, con cuatro versos lapidarios:
Y aquí remato lo dicho
dicho así para el más majo
que el que la hace la paga
como ocurrió en GALISANCHO.
No puedo olvidarme tampoco de su participación en uno de los primero de mayo habidos durante los años de la Transición. Concretamente el de 1978, cuando hizo de presentador de un acto llevado a cabo en el parque de La Alamedilla. Entre cultural y reivindicativo, su versos se fueron mezclando con las intervenciones de representantes sindicales y vecinales, y las diversas actuaciones musicales de artistas locales.
He sabido que murió de la enfermedad de Parkinson. Examinando la dedicatoria que me hizo en octubre 1985 en Vuelo de papel, ya estaba palpable en su escritura. Pese a ello puede leerse: "Dedicado a Jesús a esta hora que solanea se dibuja sola con un toque de música".