lunes, 14 de octubre de 2024

El jueves, 17 de octubre, se presenta en Barbate Tres días del 33, de Ramón Pérez Montero


El próximo jueves, 17 de octubre se va a presentar en Barbate la novela Tres días del 33 (Libros de la Herida, 2022), cuya autoría es del escritor asidonense Ramón Pérez Montero. El tema está directamente relacionado con los sucesos de Casas Viejas acaecidos en enero de 1933. En marzo pasado el autor ya hizo lo propio en Zahara de los Atunes, donde estuvo acompañado de Carla Mintz, hija de Jerome Mintz, pionero desde los años sesenta en el estudio riguroso de lo ocurrido en 1933. 

Sobre Ramón Pérez Montero he tenido la ocasión de dedicarle una entrada por otra de sus novelas, en este caso Eras la noche. Y ahora voy a tener el honor de presentarlo, así como a su novela, en el acto del jueves. Previa intermediación de Magdalena González, no dudé en aceptar el ofrecimiento que antes del verano me hizo. Aunque por distintas razones se ha ido retrasando, lo importante es que este jueves la asistencia al acto esté acorde con la importancia de una obra literaria de calidad y que desde su salida a la luz está siendo reconocida por el público.

sábado, 12 de octubre de 2024

Federico García Lorca y su poema "Grito hacia Roma": contra el odio, por un amor universal


Hace unas semanas Luis García Montero, a la sazón director del Instituto Cervantes, se entrevistó con el papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio. Pormenores de lo ocurrido en esa visita lo ha contado el propio García Montero en el artículo que publicó el día 21 de septiembre el diario digital infoLibre. Y entre las cosas que trataron fue el contenido del poema "Grito hacia Roma", de Federico García Lorca, escrito en 1929 en Nueva York, como respuesta/reacción del poeta granadino al acuerdo firmado entre Benito Mussolini y el papa Pío XI, ambos en representación de sus respectivos estados: Italia y el Vaticano.  En ese momento, todavía lejos de lo que acabó siendo la segunda de las grandes y terribles guerras del siglo XX, aún sin Hitler y el partido nazi en el poder. Pero en la plenitud de la dictadura que Mussolini y su Partido Nacional Fascista llevaban construyendo desde 1922.

El poema fue publicado tardíamente: en 1940. Primero, en la revista España peregrina (n. 1, febrero de 1940) en solitario, para, casi de inmediato, en el mismo año, pasar a formar parte de la conocida obra Poeta en Nueva York. Habían pasado, pues, once años desde su creación y cuatro desde su vil asesinato. En el fragor de la violenta conflagración mundial salió a la luz ese libro y dentro de él, ese poema.

Leerlo supone un ejercicio de amor frente al odio. Un canto al amor universal. Sin fronteras. De amor frente a la intolerancia, el racismo, las guerras, las injusticias, el hambre, los genocidios, el sexismo, la homofobia...

Por todo eso su rabiosa actualidad está -sigue- presente en nuestros días. En medio de guerras cruentas, como las de Rusia contra Ucrania, e Israel contra el pueblo palestino en Gaza y Cisjordania, y contra Líbano. En medio de la ola de odio que es propagado por grupos que hacen de ello su razón de ser y se va extendiendo entre la gente. Lejos de lo que nos dicen versos, los últimos del poema,  como éstos: "Porque queremos el pan nuestro de cada día, / flor de aliso y perenne ternura desgranada, / porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra / que da sus frutos para todos".

Con anterioridad a la entrevista entre el Papa y el poeta, el poema había sido traducido, para su edición, a todas las lenguas de España y las oficiales de la Unión Europa por el Instituto Cervantes. Incluso se ha hecho lo propio con 28 lenguas indígenas de América Latina.

Ofrezco su lectura, que reproduzco siguiendo la edición de Poeta en Nueva York  realizada por Cátedra en 1996, a su vez bajo la supervisión de María Clementa Millán.


Grito hacia Roma (Desde la torre deL Chrysler Building)

Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos,
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares,
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparte el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elegantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas,
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes esgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación.
El amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslucidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos.
Dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita.
Dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín 
 de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música.
Porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

viernes, 11 de octubre de 2024

Un sello dedicado a Luisa Carnés (y su cuento "La mujer de la maleta")


Hace unas semanas se editó el sello de correos dedicado a la escritora Luisa Carnés. Un merecido homenaje a una figura casi desconocida de la literatura española. En cierta medida, ese desconocimiento puede deberse a dos motivos principales: ser mujer y haber muerto en el exilio. Y quizás, uno más: ser comunista. 

El otro día le dediqué una entrada en este cuaderno, después de haber leído su novela Juan Caballero (Hoja de Lata, Xixón/Asturies, 2024). En ella recordé que RTVE emitió en marzo una adaptación teatral de su novela Tea Rooms. Mujeres obreras, aprovechando que era el Día Internacional del Teatro. Una obra que, además, está inspirando la serie La Moderna, que se emite por la tardes en la misma cadena. 


Años atrás he podido ir leyendo algunos de los cuentos de Luisa Carnés, uno de los cuales, "La mujer de la maleta", me impactó. Un relato estremecedor escrito en 1940, ya en México, sobre una madre cruzando la frontera con Francia durante la Guerra Española y que, en su huida a pie hacia el exilio, cuida con esmero la maleta que contiene los restos mortales de su hijo. Aprovecho esta entrada para reproducirlo y para que pueda ser leído.  



La mujer de la maleta


Por una carretera blanca, que abría entre pinares, iban las tres mujeres. Sus codos casi se tocaban, pero nada sabían de sus vidas. Sus caminos habían coincidido en la encrucijada de la derrota. Buscaban el brazo hermano de Francia.

 

¿Qué pretendían poner a salvo? Huían del fascismo. Un bombardero las reunió a pie de un árbol, entre áspero tomillo. Después, siguieron juntas la ruta de la frontera.

 

Anochecía, y el verde ramaje de la campiña se iba tornando negro. El viento arrancaba al Pirineo partículas de hielo, que depositaba en los pechos de aquellas tres mujeres.

 

–¡Cuánto falta!

 

–¡Qué camino tan largo!

 

La carretera crecía constantemente ante ellas. A veces, se les mostraba compasiva, parecía entregarse tras de un recodo engañoso, para luego desaparecer, alejarse, formando otro sueño, ante los ojos y los pulmones cansados de las fugitivas.

 

Delante y a su espalda, grupos de evacuados repetían su estampa fatigada.

 

Una de las mujeres llevaba una maleta; otra sujetaba entre las manos un saco pendiente a su espalda; la tercera arrastraba de una cesta de mimbre, oscurecida por el tiempo.

 

Cuando la noche hubo cerrado, de la tierra negra brotaban lenguas de fuego, alrededor de las cuales se vieron caras afligidas, ojos en los que se reflejaba inquietud

 

Y las tres mujeres seguían adelante, apretándose los corazones acongojados.

 

A medida que avanzaban, el camino se hacía más difícil, se empinaba, y la carretera repetía su broma maligna.

 

Cuando las piernas se pusieron pesadas como el plomo y las plantas de los pies amenazaron partirse, las tres optaron por descansar un rato.

 

Cerca de la carretera, los restos de una hoguera brindaban temporal reposo.

 

Se sentaron cerca del fuego, al que reanimaron con unas ramas secas que había en torno.

 

Unas llamas rojas hicieron aparecer más intensa la fatiga reflejada en aquellos rostros, a los que el terror había despojado de encanto.

 

Fue entonces cuando dos de las mujeres se fijaron en la que llevaba la maleta. Su cara parecía de palo. Su mirada, perdida en los brincos risueños del fuego, carecía de luz y expresión. La nariz era recta, los labios parecían cubiertos por una delgada capa de sal. Sus manos, amoratadas por el frío, descansaban sobre la maleta de cartón.

 

¿Qué veían en las llamas aquellos ojos de cristal?

 

Las otras fugitivas, endurecidas por años de dolor, sentíanse fuertemente atraídas por aquellas pupilas fijas, tras de las cuales parecía asomarse un horrible vacío. Las dos mujeres, pequeños puntos en un inmenso paisaje de duelo, sentíanse absorber por aquellos ojos inmóviles de su compañera, por cuyas enormes cuencas parecía haber huido la vida.

 

Eran vidrios opacos, brasa convertida en ceniza.

 

La que arrastraba de la cesta trató de cortar aquel soplo helado que parecía desprenderse de la extraña mujer de la maleta, ofreciendo a sus compañeras de huida un trozo de pan y otro de chocolate.

 

–Hay que hacer por la vida –murmuró.

 

La fugitiva del saco aceptó complacida el alimento, y deshizo entre los dientes el dulce de chocolate, mientras decía:

 

–Se agradece.

 

La de la maleta no alargó la mano para tomar el pan, ni movió un solo músculo del rostro.

 

El frío era por momentos más intenso. La piel de las manos y de la cara se atirantaba dolorosamente, y escocían las puntas de los dedos.

 

La que brindaba el refrigerio sacó del seno aplastado una cartera de piel, y de ésta, el retrato de un mozo que vestía traje de soldado.

 

–Es mi hijo –suspiró–. Me lo mataron en Somosierra.

 

La del saco, sin dejar de comer, dijo:

 

–A mi padre lo fusilaron los fachas en Burgos. Era maquinista, y le cogió el Movimiento en servicio.

 

Y ambas miraron a la mujer extraña, esperando que hablara.

 

Pero aquellos labios, como cubiertos de sales amargas, permanecieron apretados uno contra el otro.

 

La del padre maquinista se estremeció por aquel silencio y dijo a su compañera:

 

–Mejor será seguir, antes de que cierre la noche.

 

–Sí, vamos –dijo la otra.

 

Cargaron de nuevo cesta y saco, y reanudaron el camino.

 

La mujer de la maleta las siguió.

 

Por la carretera rodaban carros, empujados por criaturas angustiadas. Palabras sueltas, confundidas a la agitada respiración de los que huían, llegaron hasta las tres mujeres.

 

Después de breve descanso, ellas sentían menos el peso de su cuerpo; los pies parecían más ligeros, y las piedrecillas se antojaban menos duras.

 

Pero al poco rato el camino se hizo más difícil; el declive de la carretera se acentuó, y saco y cesta se hundieron en las espaldas de las mujeres hasta hacerlas sangrar.

 

La ventisca azotaba cruelmente aquellas figuras, como de guiñapos humanos, que se arrastraban ansiosamente por la carretera que conducía a Francia.

 

***

 

Sólo la mujer aquella, de madera, no parecía sentir el peso de su maleta. Sus pies avanzaban rectos, su cuerpo flaco cortaba la niebla y su boca parecía obstinadamente cerrada.

 

Sus compañeras habían vaciado (el saco y la cesta) del pobre bagaje. Ropa y calzado cayeron sobre la carretera. Botes de leche y de carne rodaron luego hacia la cuneta… Pero la marcha seguía siendo angustiosa. Un velo helado endurecía los pies y las manos, y empapaba las pupilas.

 

Sólo la mujer extraña no se quejaba. Sólo su maleta estaba intacta y sus pulmones, enteros. Su pecho no jadeaba y sus hombros se erguían, mientras que en las gargantas de las otras la fatiga ponía un dogal y sus cabezas menudas iban desapareciendo entre los hombros.

 

¿Qué contenía aquella maleta, al parecer, leve como una pluma?

 

La muchacha cuyo padre había caído en Burgos sentía deseos de gritar a la mujer aquella, a quien la había unido el azar sólo en apariencia. “¿Para qué quiere una maleta vacía? ¿Está usted loca?”. Pero no llegó a decirlo. Los ojos de la fugitiva, antes humedecidos en el fuego y ahora dando cara al camino cortado por la niebla, la aterrorizaban.

 

Involuntariamente, se acercó a la mujer cuyo hijo había muerto en la guerra y le dijo en voz baja, refiriéndose a la otra:

 

–¿Y si estuviese loca?

 

–¡Sólo eso nos faltaba!

 

No hablaron más. El viento helado las penetraba pesando bajo su piel como un bloque de piedra. Delgadas agujas traspasaban sus gargantas y sus párpados secos.

 

Las manos de las dos mujeres habían soltado cesta y saco: buscaban su propio cuerpo; trataban de comunicarse un poco de calor. Sus figuras habían disminuido y las plantas de sus pies estaban rígidas.

 

En tanto, la mujer de la maleta parecía haber crecido. Mujer y maleta se elevaban a un lado de las otras dos fugitivas, como altivo dolmen, firmes, sin claudicar.

 

Cuando llegaron a la línea divisoria y un gendarme francés las deslumbró con su linterna, como a inocentes codornices el espejuelo cazador, sólo eran dos pequeños montones de huesos, empujados por un mar de cuerpos enflaquecidos.

 

A su lado la mujer de la maleta más endurecida y seca, totalmente madera ya, penetró en el Pirineo francés y fue a sentarse lejos, sola, ausente de quejas y denuestos.

 

Enseguida, abrió su maleta.

 

Sus compañeras de huida se inclinaron sobre aquella cosa, medio velada por la oscuridad: era un niño muerto. Tenía los ojos abiertos y la ropita blanca enrojecida por la sangre.

 

La mujer impasible había cruzado los brazos y se mecía a sí misma. Sus ojos, clavados en el niño muerto, en el centro ya del camino que buscara en el fuego y en la carretera oscura, habían derretido su hielo.

 

A su alrededor sobrevino un silencio denso. De todas partes fueron afluyendo borrosas figuras de fugitivos.

 

A las cuatro esquinas de la maleta le brotaron cuatro hogueras.

 

Y ningún niño asesinado por el fascismo fue llorado por más llanto…

martes, 8 de octubre de 2024

Juan Caballero, de Luisa Carnés: entre la guerrilla y el amor a dos congelado a través del tiempo


Luisa Carnés nació en Madrid, en 1905, y falleció en Ciudad de México, en el exilio, en 1964. Estamos ante una escritora vocacional, con una formación autodidacta. Su origen humilde no le impidió que desde joven fuera labrando una carrera en la que unió la independencia laboral y el gusto por la escritura, tanto en lo literario como en lo periodístico. Trabajó de mecanógrafa y secretaria, a la vez que fue escribiendo cuentos y novelas. Convivió durante un tiempo con el dibujante algecireño Ramón Puyol, con quien tuvo un hijo, si bien la relación acabó agotándose cuando, tras una breve estancia en Algeciras por la pérdida del trabajo de su esposo, decidió regresar a Madrid. 

Entre sus primeras novelas destacan Natacha (1930) y Tea Rooms. Mujeres obreras (1934), esta última inspirada en la experiencia que vivió como camarera en un céntrico establecimiento hostelero de la capital española. Precisamente en marzo pasado, con motivo de la celebración del Día Internacional del Teatro, pudimos ver por RTVE una adaptación de esa obra.
 
En la temática de sus obras Carnés aúna lo social y el feminismo, a lo que no es ajena su militancia en el PCE. Durante la Guerra Española intensificó su orientación política y su labor como escritora, colaborando en diversos medios hasta su marcha al exilio a México. De 1940 data uno de sus cuentos más conocidos, el estremecedor "La mujer de la maleta", en el que narra la huida de un grupo de personas hacia Francia, centrado en una mujer que protege la maleta en la que lleva el cuerpo de su hijo muerto. En el país americano Luisa Carnés siguió con esa doble labor, ya con la compañía del poeta Juan Rejano, con quien conviviría hasta su fallecimiento en 1964.    

Juan Caballero (Xixon, Asturies, Hoja de Lata, 2024) es una novela escrita a finales de los años cuarenta, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, en un contexto que podría considerarse cargado de optimismo entre los perdedores de la contienda española. Con la derrota del fascismo alemán e italiano estuvieron confiando durante un tiempo que iba a llegar también la del español: 

"Pero nosotros ganaremos la última batalla... Pronto los aliados ganarán la guerra y eros caerán, con sus amos alemanes e italianos... ¡Ay de los traidores cuando se abran los penales y bajen los guerrilleros a los llanos!...".

Pero la realidad fue otra. Esa derrota militar germano-italiana no estuvo acompañada de la subsiguiente en España cuando se inició la Guerra Fría y nuestro país se convirtió en una valiosa pieza para EEUU y sus aliados. Y a esa decepción general le acompañó otra personal para Luisa Carnés: pese a que su novela había obtenido en 1949 un premio  por parte del diario mexicano La Nación, no se publicó en ese país hasta, nada menos, que ¡siete años más tarde!  

Hace unas semanas leí la novela Eras la noche (Libros de la Herida, 2020), de Ramón Pérez Montero, cuyos  protagonistas son los guerrilleros de las sierras colindantes situadas entre las provincias de Málaga y Cádiz. Teniendo Juan Caballero la misma temática y hasta el mismo marco geográfico, en esta ocasión nos encontramos con dos diferencias. Una es  la inserción de la narración en un marco imaginario, aunque podemos decir que cuasi identificable. Así, aparecen los pueblos de Puebla del Alcor, en mayor medida y como eje principal de la historia; y La Aljama, trasunto, quizás, de Algeciras, y, en todo caso, situado en el Campo de Gibraltar. Esto nos lleva a la estancia de la autora en Algeciras durante 1931: 

"¡La Aljama!... En invierno sus calles estaban asoleadas, y el aire salobre se rasgaba con el pregón de los pescadores: '¡Sardinas mocitas!', '¡Sardinas de alba!'. Gentes sencillas recorrían sus calles; mientras en la del Jazmín se paseaban los comerciantes, los empleados y militares retirados, en el Calvario las gitanas arrancaban las liendres a sus críos. En los patios de vecindad se regateaba el pescado, y la ditera, que vendía sus mercancías a plazos, extendía ante los asombrados ojos pueblerinos los pañuelos de seda a colores y las piezas de tela blanca, sacadas de contrabando de Gibraltar".

La otra diferencia tiene que ver con el tratamiento de los personajes, en el que se tiende a mitificar la heroicidad de los guerrilleros, incluida la de un personaje femenino: Nati/Natividad BlancoLuis Carnés nos muestra una historia que puede parecer más sencilla en la construcción de los personajes, si bien es algo que puede matizarse con el doble cariz que contiene lo que se cuenta. Por un lado está el enfrentamiento entre quienes -vencedores- ocupan el poder derivado de la guerra y quienes  -perdedores- decidieron, en este caso, echarse al monte para resistir y esperar a que el signo de los tiempos cambie a su favor. Aquí no hay duda de la profunda falla existente entre las dos partes enfrentadas, así como del posicionamiento de la autora. 

Pero nos falta un aspecto importante, cual es la decisión, entre valiente y trágica, de una mujer, Nati/Natividad Blanco, que, casada con el jefe local de la Falange de Puebla del Alcor, a su vez nuera del alcalde, acaba uniéndose a la partida de guerrilleros, recuperando el amor juvenil que había quedado truncado con el golpe militar de 1936 y el estallido de la guerra. El amor,  precisamente, hacia el propio cabecilla, Juan Caballero. Un amor, en fin, que, más que diluirse, se congeló con la muerte:

"Habíase quebrado ella por el fino talle y su cabeza descansaba sobre el cuerpo de Juan Caballero.
Sus últimos gritos resonaban todavía en los oídos de sus asesinos: '¡Perderéis también la última batalla!'.
Y el eco de su voz parecía temblar en el espacio limpio, como la llamada a una batalla prodigiosa que encendería toda la tierra española y haría estremecer en su seno los blancos huesos de los héroes".

jueves, 3 de octubre de 2024

miércoles, 2 de octubre de 2024

De tú a tú, con la llegada del otoño


Hace unos días me envió Pepe Gilabert Ramos su poema “Aceptar el otoño”, que puede leerse en su cuaderno
Luz en la materia:

Cuando atardece de pronto
y las luces se duermen en las ramas
hay que buscar a ciegas
las lindes del camino.

Cuando hay que volverse
aceptando el otoño
hay que hacerse paisaje
con las hojas caducas
que juegan en el aire
antes de besar el suelo.

Toda la luz entonces,
toda la claridad posible,
toda la esperanza
es un débil candil
en la conciencia.

Hace tres años publiqué la entrada "18 poemas  en el equinoccio de otoño", ilustrada con fotografías que tomé desde la playa de la Barrosa de Chiclana en el momento en que el verano astronómico daba paso al otoño. Para quien quiera, abro la puerta para la lectura de esos versos, con la esperanza de que hacerlo será un verdadero deleite.

Ahora voy a devolverle a Pepe su regalo con el fragmento de algo que escribí bastantes años atrás en Salamanca. Esa ciudad, de ese otro lugar, donde la delimitación de las estaciones es más clara que donde vivo. Y, además, cuando los signos del cambio climático apenas se dejaban ver. He aquí lo que escribí en 1982:

Es otoño. Hace días que llovió. Bastante, incluso. Ahora estamos en tiempo de sol, tiempo seco, tiempo agradable. Es otoño, cuando mueren la hojas, que caen irremediablemente al suelo, muertas, inertes, amarillas. Se las ve caer todos los días. Y lo hacen de día y de noche. El viento, cuando bate, las lleva de un lado a otro. Verde sólo están la hierba y los arbustos. Los árboles y el suelo que los rodea se han tornado en tonalidades de color amarillento. El sol de la tarde da al ambiente una sensación de agradabilidad, e incluso de conformidad, después del verano que se va alejando y a la espera de lo que vendrá. Resignación natural. Esto, que algunos lo llaman amablemente, benignamente, "veranillo", es una especie de último aviso para quienes aún no se hacen a la idea de que el tiempo de calor ya pasó y que se inicia en poco su antítesis. El otoño es para muchos un símbolo de vejez, de lo caduco, de lo que se va, de lo que muere. En realidad no es otra cosa que estamos ante un nuevo tiempo.