Hace un año, durante la campaña electoral en la Comunidad de Madrid, se hizo famoso el mensaje dicotómico "comunismo o libertad", pronunciado hasta la saciedad por la candidata del PP, Isabel Díaz Ayuso, y sus huestes mediáticas. En medio de una pléyade de propuestas, con la bajada de los impuestos como sustrato para encubrir el deterioro de los servicios públicos, y de unas formas entre desafiantes y chulapas, lo que acabó convirtiéndose en el fetiche electoral fue la cerveza y sus entornos de consumo callejero. Con ello mucha gente se sintió atraída, deseosa e ilusionada de recuperar la normalidad de la vida basada en el consumo de masas. Y llegó tan alto, que caló extraordinariamente en buena parte del electorado madrileño, que le concedió un buen porrón de votos, arramplando por su derecha y su izquierda. Unos votos (44'8%) que fueron suficientes para superar con holgura a la suma de los tres grupos de izquierda (41%), haciendo innecesario el apoyo de Vox (9'2%) y enviando a Ciudadanos a la papelera (3'4%).
Con algo parecido fue con lo que soñaron hace un par de meses Pablo Casado y Manuel Fernández Mañueco en Castilla y León. De nuevo haciendo trizas el pacto con Ciudadanos, se lanzaron hacia una mayoría absoluta. Para ello hicieron uso de todo tipo de recursos, argucias incluidas: desde las mentiras hasta las poses, pasando por el desembarco de las principales figuras del partido. Y en una Comunidad de tradición agraria, las vacas se convirtieron en el eje de la campaña, a las que se fueron uniendo el vino y finalmente la remolacha. El problema se presentó cuando, a medida que pasaban los días, las previsiones se iban desinflando. La derecha en su conjunto ganó, pues sólo PP y Vox sumaron el 49% de los votos, mientras la izquierda se quedó en el 35'1%, Ciudadanos conservó el 4'5% y un diputado, el leonesismo mostró su fortaleza en León con el 28'5% (el 4'3% en la Comunidad) y Soria Ya se apropió de la mitad de los votos en su provincia. Pero lo cierto es que el mapa político se ha alterado de tal manera, que el PP ahora mismo depende de Vox.
Y es en ese nuevo escenario donde se encuentra la clave de lo que está ocurriendo en el PP, con un estallido sin igual desde el jueves pasado. El triunfo arrollador de Díaz Ayuso de hace diez meses la llevó a querer más. Pretendió por ello el control inmediato del partido en su Comunidad, vía adelanto del Congreso, a lo que Pablo Casado, su fiel muñidor Teodoro García Egea y su gente se opusieron. Tras el fracaso en Castilla y León, aderezado con lo ocurrido en el Congreso por el voto erróneo del diputado Casero, encontró la ocasión para retomar sus pretensiones. Y la cosa estalló cuando Casado y García Egea decidieron, para cortarlas, hacer uso de una bomba guardada desde hace tiempo: hacer públicas las irregularidades cometidas en las adjudicaciones de fondos públicos a empresas donde opera el hermano de la presidenta madrileña, incluidos los cobros de generosas comisiones. Un bombazo al que le siguió otro en forma de contraofensiva: lo del espionaje, por parte de la dirección del PP, a familiares de Díaz Ayuso. Es suma, una guerra civil a toda regla.
Pasados cinco días, en las alturas del PP Casado y García Egea se han quedado solos, acompañados de sus más fieles. Ha visto cómo en poco tiempo ha perdido el apoyo de sus barones territoriales, se ha escondido el portavoz del partido y alcalde de Madrid, se han lanzado sobre su yugular varias estrellas del pasado, se producen concentraciones ante la sede central y, sobre todo, es martilleado impenitentemente por prácticamente todos los medios de comunicación de la derechona.
Anoche Casado anunció un nuevo movimiento táctico: la convocatoria de la numerosa Junta Directiva Nacional, formada por más de medio millar de personas. A su favor tiene, de entrada, que está integrada en buena parte por representantes de ámbitos territoriales y de representación más vinculados a las provincias y los municipios, donde la acción del aparato del partido ha ido tejiendo sus redes. En su contra, que será dentro de una semana, tiempo suficiente para que las presiones prosigan, si es que no se intensifican.
Lo dicho: remolacha o libertad.