viernes, 5 de febrero de 2016

Acerca del fracaso de la democracia en España, según Emmanuel Rodríguez López

La historiografía sobre la Transición española es extensa, aunque su tratamiento es diferente según se haya trabajado el tema. Grosso modo, se puede establecer una divisoria clara entre quienes han tendido a mitificar esa etapa, resaltando a los protagonistas que acabaron pactando, y entre quienes ponen más el acento en el papel jugado por los sectores populares, como verdaderos motores de las distintas situaciones que se fueron sucediendo. 

Entre estos últimos libros se encuentra uno reciente de Emmanuel Rodríguez López, titulado Por qué fracasó la democracia en España. La Transición y el régimen del '78 (Traficantes de Sueños, Madrid, 2015). Lo he estado leyendo estos días con sumo interés y mucha atención. No he seguido el orden de los capítulos y he tenido a releer algunas partes, buscando entender aspectos que no me quedaban claros. 

La tesis principal del libro es que la Transición supuso el paso de un régimen autoritario, el  tardofranquismo del desarrollismo, a otro de democracia liberal (no distinto al de otros países europeos), sin que el bloque social dominante se modificara. El título alude a una interpretación del autor sobre el contenido de la democracia: la forma que acabó triunfando desde 1978 sería la liberal, muy distinta de la democracia que representaban las formas de organización, participación y lucha que surgieron a lo largo de los años sesenta desde las fábricas, los barrios y las universidades, con la clase obrera como actor principal, acompañada de otros que se fueron sumando, como determinados sectores profesionales, el estudiantado universitario e incluso el bajo clero disidente con su jerarquía y con el régimen.


En la Presentación llaman la atención dos cosas: una es la analogía que el autor hace de la estructura del libro con respecto a las partes que conforman la tragedia griega (prólogo, episodios y éxodo); y la otra se refiere al proceso de elaboración del propio libro.

Sobre lo primero, los tres primeros capítulos se dedican, dentro del prólogo de las tragedias, a una descripción del héroe colectivo principal, la clase obrera, y los personajes principales, también colectivos, que representaban los reformistas del régimen franquista y las izquierdas. En los seis capítulos restantes, ya como episodios, se analizan las distintas etapas del proceso histórico, donde no faltan los desafíos contra el poder que el héroe principal llevó a cabo en esos años y el papel que el resto de protagonistas representó, en un juego de pasiones donde no faltó la desmesura (el hybris trágico) con que el poder actuó cuando no pudo controlar la situación. Y cuanto a la última parte, la del éxodo, esto es, la catarsis que supondría que el héroe reconociera sus errores, el autor nos dice, sin embargo, que no se reconoce en su libro. Esto es algo que, desde mi punto de vista, sí lleva a cabo y, además, explícitamente: porque ¿acaso no lo es reconocer que en su derrota el héroe acabó siendo castigado (paro, escoramiento hacia diversas formas marginalidad que con frecuencia conllevaban a la drogadicción o la delincuencia...) o asimilado (la desaparición de su medio natural con la expansión urbana y el consumismo)?

En relación al proceso de elaboración del libro parece claro. Todo lo que se refiere al movimiento obrero de los años sesenta y setenta se corresponde con el trabajo realizado a caballo entre los dos siglos y que se reflejó en su tesis doctoral. Esto le llevó a profundizar en las entrañas de dicho movimiento, indagando en la memoria de sus protagonistas en base a entrevistas personales, y la lectura de archivos y pasquines elaborados en el fragor de la lucha clandestina y las movilizaciones. Los siguientes seis capítulos se corresponden con los otros protagonistas, esto es, las élites reformistas del franquismo y las de los distintos grupos de la oposición antifranquista y de las izquierdas que acabaron pactando y dando lugar a un nuevo régimen. Y aquí el autor nos dice que se ha centrado en las memorias escritas de los personajes más relevantes y con ello en el juego de conciliábulos y componendas que llevaron a cabo en espacios como los restaurantes, los pasillos parlamentarios y los despachos.  

Una obra importante, que profundiza en una lectura de la Transición alejada de la canónica tan extendida y, por ello, hagiográfica. Una lectura oficial que resalta hasta la mixtificación el papel jugado por las élites del reformismo franquista y de los grupos antifranquistas, minimizando, cuando no invisibilizando, a los sectores populares que, organizados, retaron al poder y le obligaron a recular continuamente hasta que consiguieron triunfar.


Rodríguez diferencia tres generaciones de militantes obreros que vivieron durante esos años, dotando a la que surgió al fragor del desarrollismo de un mayor protagonismo y de ser la centralidad en las luchas sociales y políticas. No tiene miedo en atribuir a la clase obrera ser el principal sujeto de cambio, pero sin conseguir ser finalmente el vehículo que acabó consiguiéndolo. 

Hay, así lo creo, cierto sobredimensionamiento de la creatividad de los movimientos populares, un poco en la línea del espontaneísmo luxemburguista de hace un siglo o en la que, más recientemente, se desarrolló preferentemente en Italia desde finales de los sesenta y a lo largo de los setenta bajo la denominación de autonomía obrero.

Resalta el papel jugado por los distintos grupos de izquierda, en especial el PCE y los variados y pequeños grupos radicales que fueron surgiendo desde principios de los sesenta. Considera que a ellos corresponde la principal responsabilidad en el fracaso de la democracia de base que surgió y fue desarrollándose en el seno del tardofranquismo en los ámbitos de las fábricas y los barrios, y que tenían su base en las asambleas. Una responsabilidad que evita calificarla como traición, sino más bien de incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo y, derivado de ello, una sobremesura de sus propias posibilidades. 

El PCE sería la mejor expresión de esto último, hasta el punto que en su estrategia política fue liquidando la base social en la que actuaba y desde la que se alimentaba. Y en cuanto a los grupos de extrema izquierda la crítica se centra en su fraccionamiento, como expresión de las distintas familias ideológicas, el subjetivismo y el autenticismo.        

Resulta interesante la forma que tiene de explicar el papel jugado por el PSOE, un partido lánguido  y con escasa relevancia durante el franquismo, pero que acabó recogiendo el caudal de luchas sociales acumuladas para domesticarlas, a la vez que se nutrió de un capital humano donde aunó militantes de todas las facciones de izquierdas y dirigentes de movimientos sociales.

Lo que resulta más discutible, desde mi punto de vista, es la identificación de los componentes del bloque social de poder que permaneció. Rodríguez nos dice que el régimen del 78 "no respondió tanto a la oligarquía o al capitalismo familiar (...), como a las clases medias que crecieron al calor del último franquismo". Creo que confunde el origen social de la mayor parte de los miembros de las élites que acabaron pactando con la naturaleza de clase del régimen franquista en general y lo que le siguió. Y es que la oligarquía económica que se fue renovando con el paso del tiempo nunca perdió su poder. Otra cosa es identificar a quiénes se convirtieron en los gestores de sus intereses y ahí sí que hay que situar a quienes, desde distintos ámbitos, coparon los puestos políticos con los que han gobernado, por ahora, durante cuatro décadas.   

El libro acaba con un Epílogo que hace la función de síntesis del conjunto. Muy bien realizado, tiene entidad en sí mismo y su sola lectura permite adentrarse en lo que los capítulos anteriores ha desarrollado profundamente y con eficacia.

Por último, no está de más recordar que existe una entrevista en vídeo a Emmanuel Rodríguez, realizada por el periódico digital Diagonal. En ella habla de las líneas principales de su libro, lo que puede suponer una introducción al mismo o un complemento.