martes, 27 de septiembre de 2011

Pura inocencia































Era verano. Había salido temprano por la mañana, un momento agradable del día en que todavía no había llegado el calor agobiante. No sé qué hacía solo y por qué no había todavía amigos en la calle, pero el caso es que deambulaba por la trasera de mi casa. Me acompañaba el sonido de fondo de los pardales, de esos trinos que diariamente emitían desde las ramas de los árboles. De pronto, procedente de una de las ventanas del bloque situado frente al que yo vivía, oí la voz estridente que una mujer lanzaba contra mí –“¡ése es, ése es!”-, a la vez que me topé con otra que estaba situada por debajo de ella en la misma acera. No recuerdo cómo logré zafarme de su presencia ni qué recorrido hice hasta llegar a casa, aunque sí qué inicié una carrera veloz. Mientras huía, seguí oyendo las voces, ya de las dos mujeres, a las que no conocía pese a la cercanía. Ya en mi casa, asustado, pero seguro, volví a la rutina de las vacaciones jugando con mis indios y platillos en el pequeño espacio del balcón que precisamente daba a la trasera. No le conté lo ocurrido a mi madre y, por más vueltas que le di a la cabeza, no logré entender nada de lo que me había pasado. Todo me resultó extraño. A mis amigos tampoco les conté lo sucedido y conseguí, no sé cómo, que ese día no estuviéramos en la trasera para evitar encontrarme con quienes me habían metido tanto miedo en el cuerpo a base de gritos. Fue al día siguiente, poco antes de comer, cuando mi madre me dijo que había hablado con una de esas mujeres, a la que conocía como vecina. Se había disculpado por lo ocurrido. También me tranquilizó diciendo que no pasaba nada. Por lo que le contó, al principio creyeron que había sido yo quien había lanzado una piedra contra la jaula de pájaros -¿de un jilguero?, ¿de un canario?- que una de ellas tenía colgada en una de las ventanas de su casa. Luego, al parecer, averiguaron quién había sido. Escuché a mi madre entre atento y aliviado, y cuando acabó se me ocurrió decirle que yo había visto a unos niños tirar piedras contra la jaula. No sé por qué lo hice, cuando resultaba claro que yo no había hecho nada. En mi vida había lanzado una piedra contra un pájaro. Fue mi madre la que me lo inculcó. Nunca vi a nadie lanzar una piedra contra la jaula de la ventana de la mujer del bloque de enfrente. Lo que dije quizás fuera una forma inocente de reforzar mi absolución en un acto que no había cometido.