Ayer me llegó el mensaje: Antonio Romero había fallecido. Llevaba muchos años en la cuerda floja de la salud y, pese a ello, supo resistir. Cosa lógica en él: era un luchador. Por la vida en el amplio sentido de la palabra. Por su vida propia, como persona, pero también desde su manera de entender el mundo. Nacido en el seno de una familia humilde, característica de ese campo andaluz atestada de latifundismo, se forjó desde joven como jornalero y, casi en paralelo, como comunista. Destacó por su valentía y verbo fácil, capaz de transmitir a la gente lo que quería con claridad, optimismo y gracia. Dueño de una sonrisa cuasi permanente, a finales de los 80 y principios de los 90 era frecuente verlo en el Congreso batallando contra ese felipismo que se llenó desde el primer momento de neoliberalismo, terrorismo de estado, atlantismo y corrupción. Y fue ese felipismo el que no dudó impedir que en 1995 se convirtiera en alcalde de Málaga. Lástima, porque desde entonces el PP no ha soltado el mando de una ciudad que ha cogido una deriva al servicio de la especulación en su más sórdida expresión. Lo saludé en dos ocasiones -1999 y 2000-, la segunda de las veces con un sabor amargo por culpa de un malentendido. Pero nunca dudé de él. Por lo que hizo y por lo que quiso hacer. La estocada de la muerte le llegó temprano en su vida, lo que no impidió que hiciera todo lo posible para que se fuera retrasando lo más posible. Y es que comunista tenía que ser.