lunes, 17 de julio de 2017

El miedo a la autodeterminación (desde la izquierda)

Llevo varios días dando vueltas a esta entrada. La idea la tengo clara, no así la forma de concretarla: defiendo el derecho de autodeterminación y también, en lo fundamental, el proceso soberanista que se está llevando a cabo actualmente en Cataluña. 

He escrito unas cuantas entradas en este cuaderno donde pueden leerse mis apreciaciones. Me atreví a escribir un artículo en 2013, publicado también en Rebelión, que titulé "A propósito de 'España y Cataluña': trescientos años de historia', de Josep Fontana", donde coincidía con los planteamientos del prestigioso historiador, aportando por mi parte lo que conocía del tema desde mis humildes lecturas.

También he leído mucho, sobre todo artículos de opinión de personas que considero que aportan argumentos serios. En su mayoría, del campo de la izquierda e indistintamente si son o no de Cataluña. Hay quienes defienden las dos cosas (resumiendo, la autodeterminación y el procés), quienes  las rechazan o quienes, defendiendo la primera, rechazan la segunda. 

En los periódicos Público, Rebelión y eldiario.es, o en las revistas sinpermiso El viejo topo, por poner sólo unos pocos ejemplos, van apareciendo reflexiones muy interesantes. En esta ultima hay una entrevista de de Salvador López Arnal a Martín Alonso, "Para saber más y por qué, en la que se rechaza de lleno no sólo el procés, sino el mismo nacionalismo catalán, y se plantea además que la izquierda se ha dejado secuestrar por él, dejando al lado la opción federal. Ayer mismo pude leer otros, a  modo de debate: uno, de Pau Llonch, "Una brizna de concreta realidad (carta a Alberto Garzón)", militante de la CUP; y otro, de Alberto Garzón, "La abstracta independencia de Cataluña: repuesta a Pau Llonch", coordinador federal de IU. Y hoy mismo lo he hecho con otro no menos interesante, esta vez de Alberto Arregui, miembro del Consejo Federal de IU, que lo ha titulado "Las gafas de Iglesias y Garzón y el 1-O: sobre el referéndum de Cataluña". Repito, le he dado muchas vueltas a este escrito, aunque finalmente me he decidido a publicarlo. 

La autodeterminación es un derecho que tienen los pueblos para que libremente decidan sobre su futuro. Conlleva la opción de seguir dentro de un estado o separarse de él, unirse o no a otro estado, o conformar con otros territorios un nuevo estado. Se trata de un ejercicio democrático, porque permite que una colectividad de personas -además de pueblo, también se utiliza el término de nación e incluso nacionalidad- tome una decisión, viendo, así, satisfecho un derecho legítimo. La autodeterminación es una vieja reivindicación de los grupos socialistas y, en mayor medida, de los comunistas, estando en la base de las aspiraciones de movimientos revolucionarios y de liberación de las antiguas colonias. 

En España, un estado muy diverso en su conformación, donde existen sentimientos nacionales de diverso tipo, este derecho se ha convertido desde hace décadas en uno de los ejes reivindicativos de buena parte de los grupos que buscan o bien la independencia o bien la construcción de un modelo de estado no centralista, cuando no federal.  


La difícil soldadura territorial del estado español, consecuencia de un pasado muy complejo, sigue presente, porque las tendencias centrípetas han estado ligadas a la imposición de un estado centralizado por la fuerza y la negación incluso de la diversidad. Si la Segunda República supuso el primer intento real por solucionar ese problema desde una óptica claramente descentralizadora, el régimen franquista fue el summum de lo contrario. 


Durante los últimos años de la dictadura y la transición los grupos de izquierda en general asumieron el derecho de autodeterminación como una de las reivindicaciones fundamentales. Una forma de recuperar los logros, aunque fueran insuficientes, y el espíritu vivido de los años treinta del siglo XX, pero con la mención explícita a la autodeterminación. En una parte de los grupos de izquierda también se contemplaba la decisión de una consulta sobre la forma de la jefatura de estado, lo que, unido a la conformación de un gobierno provisional y la convocatoria de unas Cortes constituyentes, creaba el corpus político de lo que se denominó como ruptura democrática sobre el régimen franquista. 


El problema es que al final no hubo ni gobierno provisional, ni consulta sobre la forma de jefatura de estado ni consultas territoriales. Fue el mismo gobierno heredero de la dictadura el que acabó convocando unas elecciones que no fueron del todo libres (pues hubo grupos que aún no estaban legalizados: republicanos y algunos comunistas) y que ni siquiera al principio tenían el carácter de ser constituyentes. Si lo primero se resolvió de inmediato, lo segundo se hizo a través de lo que llamó consenso.


Es cierto que la Constitución del 78 asumió un estado descentralizado en su Título VIII,  permitiendo por distintas vías el acceso a la autonomía de los territorios que lo demandasen, y reconociendo en la segunda disposición transitoria la especificidad catalana, vasca y gallega (por haber votado durante la Segunda República sus respectivos estatutos de autonomía). Pero también lo es que este proceso se vio condicionado en 1979 por el intento de freno impulsado por el gobierno de UCD con su célebre LOAPA, y que el mismo PSOE lo asumió en gran medida y aplicó cuando accedió al gobierno en 1982. 


No es menos cierto que los partidos que han apoyado la Constitución de 1978 han hecho uso del Título VIII como una forma de mantenerse en el poder en el ámbito territorial en el que han actuado. Desde el gobierno central UCD, PSOE y PP lo han hecho para garantizar su estabilidad. Y desde Cataluña y País Vasco, donde la mayor parte del tiempo han gobernado los partidos nacionalistas conservadores CiU y PNV, lo han hecho para conseguir ventajas económicas y el aumento de las competencias. Eso sin entrar, como ha ocurrido en Cataluña durante los gobiernos ininterrumpidos de Jordi Pujol y CiU, en la tolerancia que hubo hacia la corrupción, entre otras cosas, porque, por lo que estamos sabiendo, ha sido compartida. 


Cuando en Cataluña  y País Vasco se han planteado nuevos retos, bien en la vía de convertirse en un estado libre asociado (en el País Vasco, durante el gobierno de Juan José Ibarretxe) o bien en la aprobación de un estatuto con un mayor grado de reconocimiento de la especificidad catalana (durante el gobierno del tripartito formado por PSC, ERC e IC-EUiA), desde el poder central se han puesto cortapisas. En el caso del País Vasco, consecuencia de la oposición del PP, que además tenía mayoría absoluta en el Congreso, y del PSOE. Y en el caso de Cataluña, primero, por las reticencias del gobierno del PSOE presidido por José Luis Rodríguez Zapatero al primer estatuto presentado durante la presidencia de Pasqual Maragall; y luego, ya con José Montilla en la presidencia, por los recursos presentados por el PP ante el Tribunal Constitucional y que fueron aceptados por éste.


Desde entonces las cosas ya no son iguales en Cataluña. Que aumentado el número de personas que quieren la independencia, es una clara realidad. También lo es el deseo mayoritario (algunas encuestas llegan al 80%, pero no bajan del 70%) de que se decida en referéndum sobre su relación con España. La actitud del gobierno central y del PP en nada están ayudando a resolver las cosas. Han encontrado en este asunto un caladero de votos fuera de Cataluña que le está permitiendo mantenerse como primera fuerza, pese a los graves daños  que está provocando con la política económica de carácter neoliberal. El PSOE tampoco ha ayudado, sobre todo desde los sectores que protagonizaron hace un año la defenestración de Pedro Sánchez. 


En el seno de algunos sectores de la izquierda hay miedo a la hora de afrontar este tema. De hecho minimizan su naturaleza democrática ante lo que consideran que fuera de Cataluña puede conllevar la pérdida de votos. Y magnifican que en la apuesta independentista se encuentre también el PDeCAT, heredero del CDC y principal partido de la coalición CiU, del que resaltan su naturaleza de clase y su orientación conservadora. 


Los intentos del gobierno catalán por organizar una consulta para el próximo 1 de octubre están siendo boicoteados por el gobierno central y el PP, lo que no deja de ser una actitud claramente antidemocrática. Alegar falta de garantías no es más que una excusa para negar un derecho. Alegar la ausencia de legalidad no deja de ser otra excusa, porque, encontrándonos ante un hecho de naturaleza política, la legalidad se puede cambiar (¿acaso no lo hizo el régimen franquista en su travestismo durante la Transición?, ¿no es algo que se hace en Canadá o el Reino Unido?) o simplemente se impone por la fuerza de los hechos, como ha ocurrido en todas las revoluciones, incluidas la burguesas. Sin que esto último tenga que significar el uso de la fuerza bruta, algo que reiteradamente niegan quienes están impulsando el procés, defensores de una vía pacífica y democrática, en la medida que su avance se basa en el debate libre y la consecución de mayorías. Justamente lo contrario de lo que desde determinados sectores del españolismo mediático y político centralista se está lanzando.


Podemos e IU deben atreverse a defender la consulta. Rechazarla, además de negar lo que tiene de democrático, es ayudar a consolidar al gobierno del PP y el nacionalismo españolista con todo lo que conlleva. Rechazarla los condenaría en su futuro en Cataluña, porque su defensa de un modelo federal podría verse superada por el malestar de quienes, queriendo votar en la consulta, acabarían buscando otras opciones, incluso independentistas. Y, ante todo, perderían la oportunidad de la coherencia democrática, la misma que te permite poder tener la cabeza levantada de la dignidad.