Hace un par de meses recibí de Pepe Gilabert el poema "La luz del calendario", incluido en su poemario Geografía de la fragilidad (Granada, Támesis, 2024). Eso me llevó, casi de inmediato, a responderle con otro mío, "La luz que no olvida", publicándolos en mi cuaderno dentro de la entrada "Dos poemas sobre la luz". Al poco, gracias a su generosidad, me llegó un ejemplar del libro, que me entregó el buen amigo común Paco Malia.
No estamos ante un trabajo largo en extensión, pero sus poemas están llenos de intensidad, tratando de "buscar la luz que acompaña nuestras vidas". Tal como ha declarado en el periódico Ideal en clase, ha querido "que la fragilidad sea la gran metáfora que atraviese todos los poemas del libro".
Dividido en cuatro partes, sus títulos también aparecen en sendos poemas homónimos: "La luz del calendario", "Lugar de residencia", "Otoño en las aceras" y "Geografía de la fragilidad".
Con ésta ya son cuatro las ocasiones que le he dedicado una entrada a este vejeriego, criado en Barbate, que es José Gilabert Ramos. En abril de 2022 lo hice con Nacen las claridades y siete meses después, en noviembre, con Lo que susurra el agua.
He aquí algunos de los poemas de Geografía de la fragilidad.
La mano del tiempo
¡Ay!, quién pudiera hacer que el sueño
fuese la vida.
Juan Ramon Jiménez
El tiempo nos engaña con sus trucos
haciéndonos creer que hemos vivido
eso que ayer era tan solo sueño.
Fantasmales amigos de la infancia,
personajes varados en los libros,
lluvias que regresan como pájaros,
hijos que huyeron lamentablemente.
El sueño es un camino en la memoria
como una flor abierta sin perfume
que se nos vuelve ortiga y alacranes
cuando toca el tiempo en su mano.
Promesa
La luz se vuelve parda y resignada
por detrás de los muros de la sierra.
Mírala, amor mío, acariciando
la dura gravedad de los tejados.
El día fue suave y placentero,
pero la tarde cae lentamente.
Te llevaré a París, amada mía,
antes de que la noche nos sorprenda.
Granada
Esta ciudad me recibió una tarde
de otro siglo,
ya hace muchos años.
Yo llegaba,
ingenuo e inocente,
a la ciudad de las puertas cerradas
y nadie se asomó
detrás de los visillos
a mirar la emoción
que cargaban mis ojos.
Luego, más tarde,
se confabularon todos
para herirme la voz
y ensuciarme de barro
la mirada.
Pero yo, cada tarde,
buscaba el mar
por detrás de los bloques
de las casas baratas
y aprendía a perdonar
la altivez de las torres,
el desdén de sus ríos
y la herida constante
de su luz avanzando
a la par de mis pasos.
Yo soñaba encontrar
el olor a salitre
y la arena caliente
y sus calles me daban
bofetadas de asfalto
y semáforos rojos.
Eso fue en otro tiempo...
ahora ya no me duele
el oscuro desprecio
de sus patios cerrados
ni la lenta agonía
de sus viejos palacios.
Ahora paso las tardes
contemplando en sus ojos
mi alegría perdida
y aceptando la paz
de su extraña belleza.
La guerra y el exilio
La vida es una guerra y un exilio.
Marco Aurelio
Marginal, fronterizo,
como los matorrales
que no alcanzan a ser árboles,
sobrevivo la noche
abrazado al hastío
en los amaneceres
que siempre llegan tarde.
Aunque sé que esta guerra
está perdida,
salgo a pelear mi batalla
cada día,
en el fragor del tráfico,
tratando vanamente
de tropezar conmigo
cuando cruzo enajenado
por los pasos de cebra.
Atempero mis pasos
al compás de la música
que me impone la vida,
sin renegar de nada,
aceptando en silencio
esta guerra
y este exilio
que no me pertenecen.
La fragilidad
Nadie logra tocar
con sus propias manos
la fría plenitud del universo.
La inconsciente solidez
de nuestra carne
es el pan nuestro de cada día,
la única piel que puede
cubrir la desnudez del alma.
Es vana pretensión
la resistencia.
Flaquear es un arte
y la vulnerabilidad
un instrumento.
Somos esta carne que se apaga,
este desvalimiento del deseo.
Nuestra fragilidad nos hace humanos.