Se contó con la colaboración del grupo de teatro La Aurora, tres de cuyos componentes leyeron los textos literarios, y con Manolo Relinque, que diseñó el cartel anunciador.
La portada de la presentación de imágenes es un guiño al profesor y artista Luis Valverde Luna, autor del cartel del acto que IU organizó en 2006. Su recuerdo, por tanto, honra la trayectoria de un grupo de personas que lleva más de tres décadas de presencia en Barbate, aportando con su esfuerzo lo mejor que tiene.
Haciendo un poco de historia
La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 fue un acto político extraordinario, después que se fuera tomando conciencia por amplios sectores de la población de lo ocurrido en las elecciones municipales del día 12: el triunfo de las candidaturas republicanas y socialistas en la mayoría de las capitales y ciudades más pobladas del país, precisamente donde la influencia del caciquismo estaba menos presente. Fracasó, así, lo que había sido una operación política por parte de quienes habían gobernando tras el golpe militar de septiembre de 1923. Agotada la dictadura, y con ella la monarquía, la oligarquía buscaba legitimarse de nuevo para seguir ostentado el poder.
Éibar, de madrugada, fue la primera ciudad donde el Ayuntamiento proclamó la República y desde ese momento se fue haciendo lo mismo de una manera sucesiva en las ciudades y pueblos de buena parte de la geografía española. La alegría popular se erigió en uno de los rasgos más llamativos de la jornada, con una presencia masiva de la gente en las calles y plazas, que gritaban y cantaban para hacer valer que comenzaba un nuevo tiempo.
La audición de la copla “Chiclanera”, interpretada por Carlos Cano, ilustró musicalmente ese ambiente. Como en su día nos recordó el artista granadino, que reivindicó ese género en el álbum Quédate con la copla, esa canción se convirtió en una especie de himno republicano popular en muchos lugares de Andalucía y, sobre todo, en la provincia de Cádiz.
En el proceso de elaboración de la Constitución no faltaron contradicciones, como el comportamiento de amplios sectores del republicanismo, que se opusieron al voto de las mujeres argumentando que "no era el momento", ya que se corría el peligro -decían- que votaran en masa a los grupos monárquicos. Una postura que, sorprendentemente, también mantuvieron Victoria Kent, del Partido Republicano Radical-Socialista, y Margarita Nelken, del PSOE. Kent, que como Directora General de Prisiones se había convertido en la primera mujer que ostentó un alto cargo en el gobierno, mantuvo un arduo debate con Clara Campoamor, del Partido Republicano Radical, que defendió el derecho de voto. Suyas fueron las palabras que se reproducen en la imagen siguiente:
La incorporación de las mujeres a la vida pública, fuera política, profesional o cultural, se fue haciendo una realidad cada vez más palpable. Fueron aflorando más que nunca como diputadas, dirigentes políticas, escritoras, artistas, enseñantes, periodistas, deportistas, estudiantes universitarias etc. Y, a la vez que aumentó la escolarización en general, lo hizo de una manera especial la de las mujeres, tradicionalmente las más castigadas por el analfabetismo.
La creación literaria en el año 1935
La segunda parte del acto se centró en la lectura de varios textos literarios que, en forma de poesía y teatro, se escribieron o publicaron en 1935. Obras de la historia literaria española que, en su mayoría, son bastante conocidas.
A la vez, se hizo un homenaje a Salvador Bacarisse, músico contemporáneo de la generación de escritores y escritoras de esos años, y que sufrió el exilio, uno de los dramáticos sinos con que se castigó a partir de 1939 a buena parte de esos hombres y mujeres. Fruto de su trabajo fue la musicación de poemas de, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti o Luis Cernuda. En el acto escuchamos la "Romanza", del Concertino para guitarra y orquesta en la menor, opus 72, que, aunque compuesta en 1957, deja constancia de su recuerdo de lo que fueron esos años.
La lectura de los textos literarios, declamados magníficamente, corrió a cargo de Sergio Román, Cati Díaz y José Versaci.
Se fueron sucediendo, así, Vicente Aleixandre, con su poema "Hija del mar", de La destrucción o el amor. Alejandro Casona, con fragmentos de la obra de teatro Nuestra Natacha, cuya protagonista, la primera doctora en Pedagogía, emprende con valentía la ardua tarea de dirigir el Reformatorio de Damas Azules. Rafael Alberti, con el fragmento final de "Yo también canto a América", tan cargado de actualidad, incluido en Bandas y 48 estrellas. Poema del mar Caribe; un libro escrito con motivo del viaje que ese mismo año realizó junto a María Teresa León a los países del entorno del mar Caribe. Federico García Lorca, con fragmentos de Doña Rosita, la soltera, o El lenguaje de las flores, una reflexión sobre la forma idealizada y alienada de concebir el amor para las mujeres; ese prolífico escritor granadino que en ese mismo año nos dejó Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Sonetos del amor oscuro y Seis poemas galegos, este último escrito en gallego y castellano. Luis Cernuda, con unos versos de su poemario Invocaciones: "Las estatuas de los dioses". Concha Méndez, con fragmentos de su bella pieza de teatro infantil El carbón y la rosa, en la que se plantea la necesidad de aceptar las diferencias, romper con lo establecido, abrirse al mundo… Y Miguel Hernández, con la emotiva "Elegía" que dedicó a su amigo Ramón Sijé, "a quien tanto quería", y que en el año siguiente incluyó en El rayo que no cesa).
No se leyeron, por la limitación del tiempo, textos de otras dos obras: "Liberación de octubre", de María Teresa León, incluido en el libro Cuentos
de la España actual; y el fragmento final de la novela Mr. Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender, con la Cartagena del año 1873 como trasfondo. Los dos textos, no obstante, pueden leerse en el anexo final de la entrada.
Un recuerdo de los barbateños asesinados por el fascismo
No faltó dedicar un momento a aquellas personas que sufrieron la represión fascista en cualquiera de sus formas, con una especial dedicación a aquellos vecinos de Barbate, Zahara de los Atunes y San Ambrosio que perdieron la vida entre 1936 y 1937: los hermanos Juan y Manuel Caro Marín, Francisco Braza Basallote, Manuel Abel Romero, Francisco Tato Anglada, Antonio Oliva Ramírez, Juan Porta Crespo, Francisco Domínguez Benítez, Francisco López Ramírez, José Melero Ladrón de Guevara, y los hermanos Francisco y José Utrera Rivera.
Para ello se leyó el poema “La tumba de Tato”, que el poeta barbateño Francisco Malia Sánchez dedicó a uno de ellos.
La despedida se hizo con la audición del Himno de la República, que en esta ocasión pudimos ver a través de la interpretación llevada a cabo en 2013 por la Banda Municipal de Tolosa.
Un nuevo homenaje, en fin, a unos años en los que, más allá de las contradicciones habidas, se pusieron de manifiesto cosas como la emancipación, la autoestima o la conciencia de sentirse como personas, sobre todo entre quienes hasta entonces habían sido olvidadas.
"Hija del mar"

Muchacha, corazón o sonrisa,
caliente nudo de presencia en el día,
irresponsable belleza que a sí misma se ignora,
ojos de azul radiante que estremece.
La barbarie, la sinrazón, la oscura
negrura de lo vil y lo perverso,
lo atroz a contraluz y a contraverso,
lo contrahumano y lo contranatura.
Allí, a ras de suelo -solo, inmerso-;
quedaron sus huesos y su figura
en la desangelada sepultura
desafiando ella sola el universo.
Un grito de rabia y de lacerio,
de furia contenida y de arrebato,
el ánimo abatido y el gesto serio.

Balbuceaba de tal modo, que no acertaba a sentarse en sus propias sillas y en su propia casa. ¿Quién le mandaba meterse en todo aquello? La vista de Rosa le había vuelto al electricista sin importancia que hace instalaciones por su cuenta y cobra comisión por los conmutadores y el flexible.
—¿Adónde vas? ¿Adónde vamos? Habla.
Él no quería decir que era un compromiso de café. Compromisos de 5 de octubre. ¿Sería posible que tomasen el Poder los proletarios?
—¿Qué es esto que ocurre que no entiendo?
Ramón tampoco entendía bien. Se había comprometido a cortar las conducciones eléctricas. Por algunas casas debían suceder escenas parecidas. La vela de los trisagios seguía ardiendo.
—Nos han engañado y nos la tienen que pagar.
—¿Quién?
—Ellos, el Gobierno, ese que engaña siempre a los que tienen hambre.
Ramón no sabía muy bien adónde iba. Pero delante de Rosa tenía que aparentar. El timbre de la puerta les sorprendió como el silbido de una bala. Abrieron y entraron tres hombres y luego otros tres.
—Aquí nos han dicho que dejemos esto.
A la luz del cirio, brillaron los cargadores y las culatas. Rosa dio un grito agudísimo. Alguien se precipitó a cerrar el balcón. Ramón bajó la cabeza.
—Bueno, vamos.
—Camarada, ¿comprendes? Estos sacrificios se hacen solo un día. Tú eres un obrero desorganizado. No puedes comprender muchas cosas. Estamos unidos.
—Los anarquistas de Gijón mandan dos mil hombres.
—Los de la cuenca minera, veinte mil.
—Los de la fábrica de Trubia, cañones.
Solo Ramón no comprendía bien. Los jóvenes bromeaban al sujetarse las pistolas. Ramón hubiera dado algo por comprender mejor lo que sucedía aquella noche espesa como légamo. Parecía como si la aurora no pudiese llegar nunca.
—Estamos por la República. ¿No?
—Estamos por nuestra libertad.
¡Nuestra libertad quería decir tantas cosas para Ramón!
Cuando todos estuvieron preparados, besó a Rosa.
—¿Comprendes? Si toman el Poder, no está bien que nosotros nos quedemos sin nada.
Los más jóvenes marchaban, sin vacilar, a la muerte. Él, Ramón el electricista, no acertaba a seguirlos.
—Creo que debo ir.
Si Ramón no comprendía y la tibieza de su casa le volvía blando, si estaba aguardando que Rosa se interpusiese entre él y los fusiles, si le acariciaba la cabeza y se sentía atado a su pelo y a sus ojos pasivos y obedientes, Rosa comprendía muy bien. Rosa se precipitó en la revolución. Adivinaba que libertad quiere decir liberarse de la angustia del jornal miserable, de la espera de la muerte con los brazos cruza dos, día a día; el padre, de la azada; la madre, de los largos partos de las vecinas de su pueblo. Rosa adivinó que el hombre sentía miedo, notó que pretendía rescatarse en ella y por ella del gran silencio de la noche de octubre, deberle la vida. Ramón aguardaba una palabra para librarse de aquellos muchachos decididos que repetían a media voz consignas como jaculatorias al final de sus párrafos. Esperaba que Rosa lo hiciera nacer con un grito de sus entrañas sordas. Pero la mujer ni contestó. Ya no volvería a esperarle, ni se miraría al espejo, ni oiría el ruido de los cuchillos al guardarse, ni el agua última perdiéndose desaguada en la tierra. Alcanzó al camarada que llevaba los fusiles.
—Dame uno. Los revolucionarios no comprenden lo insólito.
—Ten.
La puerta se cerró tras ellos. Sobre la cómoda ardía siempre en la botella la vela de las tempestades. El grupo se perdió entre la tensión amarilla del amanecer. Era el 5 de octubre lo que clareaba. Debajo del farol, el borracho seguía tendido con una bocanada de vino tinto a la altura de la cabeza, como si fuera el primer muerto.
(María Teresa León, Cuentos de la España actual).
Y sin esperar la respuesta, salió; preparó un baúl, y encargando a su marido que no aludiera para nada a la muerte de Yuste —que se enterara la muchacha por sí sola después—, esperó que llegara la tartana que había contratado ella misma. En el instante de comenzar la tregua, en medio de un silencio que hacía meses ignoraban los vecinos de la ciudad, llegó el vehículo. Salieron hacia las murallas. Milagritos no había hecho el menor comentario. En su expresión no se advertía sino una tranquilidad a veces afectada. Mister Witt se dejaba llevar. Su mujer se dio cuenta de que bajo el paletó Mister Witt llevaba el revólver amartillado. Procurando que el conductor no la viera, extendió la mano y ordenó:
—Dame eso.
Mister Witt vaciló un instante, pero por fin le dio el revólver. Ella lo ocultó en el manguito. Cuando salieron de la ciudad lo arrojó al camino. Mister Witt no acababa de comprender que todo cambiara de aquel modo, tan repentinamente. Quedaba atrás la pesadilla de Carvajal, de Colau. Iban a otra parte, lejos, donde el mundo fuera nuevo. Y lo salvaba ella, Milagritos.
—Nadie más que Bonmatí ha oído tu nombre —le dijo ella, con una mezcla de odio y de compasión en los ojos—. Nadie más lo oirá. Me ha jurado llevarse el secreto a la tumba.
Pero Mister Witt no quería hablar de aquello. Seguía haciéndose el sordo. “Se desprecia demasiado —pensó ella—, y teme hablar”. Tampoco ella volvió a hablarle. Pero veía en el fondo de Mister Witt una pasión sorda, tenaz, por ella, y una debilidad infinita. Milagritos iba a Madrid dispuesta a curarse su esterilidad. Por la tarde, en el tren, le repitió aquellas palabras que un día le había dicho:
—A la vuelta me calas hondo, ¿eh?
Mister Witt le dijo que no volverían nunca, que se irían a Londres; pero Milagritos saltó:
—Yo vuelvo a Cartagena; tú verás. Antes de llegar nosotros a Madrid se habrá acabado el Cantón.
Mister Witt fue abandonándose a la confianza con su mujer, que lo trataba como una madre. Al obscurecer, Milagritos calló, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo. Cualquiera pudo creer que dormía; pero Mister Witt observó que lloraba. Era hermosa su garganta, con una lágrima resbalando bajo la oreja. ¿Por quién lloraba? ¿Por Carvajal? ¿Por Colau? ¿Por el Cantón? ¿Por sí misma? “De todos modos —se dijo Mister Witt, con su seco y vergonzante egoísmo— estoy entrando en la vejez y es lo único que me liga a la vida”.
(Ramón J. Sender).
caliente nudo de presencia en el día,
irresponsable belleza que a sí misma se ignora,
ojos de azul radiante que estremece.
Tu inocencia como un mar en que vives
qué pena a ti alcanzarte, tú sola isla aún intacta;
qué pecho el tuyo, playa o arena amada
que escurre entre los dedos aún sin forma.
Generosa presencia la de una niña que amar,
derribado o tendido cuerpo o playa a una brisa,
a unos ojos templados que te miran,
oreando un desnudo dócil a su tacto.
No mientas nunca, conserva siempre
tu inerte y armoniosa fiebre que no resiste,
playa o cuerpo dorado, muchacha que en la orilla
es siempre alguna concha que unas ondas dejaron.
Vive, vive como el mismo rumor de que has nacido;
escucha el son de tu madre imperiosa;
sé tú espuma que queda después de aquel amor,
después de que, agua o madre, la orilla se retira.
(Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor).

qué pena a ti alcanzarte, tú sola isla aún intacta;
qué pecho el tuyo, playa o arena amada
que escurre entre los dedos aún sin forma.
Generosa presencia la de una niña que amar,
derribado o tendido cuerpo o playa a una brisa,
a unos ojos templados que te miran,
oreando un desnudo dócil a su tacto.
No mientas nunca, conserva siempre
tu inerte y armoniosa fiebre que no resiste,
playa o cuerpo dorado, muchacha que en la orilla
es siempre alguna concha que unas ondas dejaron.
Vive, vive como el mismo rumor de que has nacido;
escucha el son de tu madre imperiosa;
sé tú espuma que queda después de aquel amor,
después de que, agua o madre, la orilla se retira.
(Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor).
Nuestra Natacha
(fragmentos)

ESCENA XI
NATACHA Y LALO
Lalo: ¿Adónde va ese loco?
Natacha: ¡Hacia la vida!
Lalo: ¿Hacia la vida? Pues con esas gafas y esa manera de correr, como se le ponga un árbol delante, no llega.
Natacha: La que se le ha puesto delante es Flora.
Lalo: Ah, ya...
Natacha: ¡Otro que se nos va! (Pausa).
Lalo: Y tú... ¿cuándo?
Natacha: Yo tengo que terminar aquí mi obra. Les he prometido a estos muchachos una vida libre, y lo cumpliré. Cuando puedan tenerla, cuando esta granja sea suya, yo buscaré también mi camino.
Lalo: ¿Y si esa vida libre la tuvieran ya?
Natacha: ¿Qué quieres decir?
Lalo: Tengo una cosa que entregarte como despedida (Saca un documento de su cartera). Es el acta de cesión a nombre de ellos. La granja es suya.
Natacha: ¡No!
Lalo: ¿Qué era para mí esta tierra? Una ruina abandonada. La doy a los que han sabido trabajarla.
Natacha: Pero eso no puede ser... ¡No lo harás! ¿No ves que sería echarlo todo a rodar? Yo he venido aquí a hacer una obra de educación. No quieras reducirla a una obra de misericordia. Piénsalo bien, Lalo; un esfuerzo más, y ganarán por sí mismos lo que tú ibas a darles hecho. ¿Has visto la emoción que han sentido hoy al comer su pan? Nunca lo habían sentido con el pan del Reformatorio. Dame. (Toma el documento). Hagamos hombres libres, Lalo. Los hombres libres no toman nada ni por la fuerza, ni de limosna. ¡Que aprendan a conseguirlo todo por el trabajo! (Rompe el documento).
Lalo: Está bien, Natacha..., está bien. Pero si ellos lo supieran, ¿les parecería lo mismo?
Natacha: Hoy, quizás no; están empezando. Algún día me lo agradecerán.
Lalo: Entonces... ¿hasta cuándo?
Natacha: ¿Os vais ya? Despídeme de todos... yo no podría ahora. Y que no haya tristeza delante de los muchachos. Vosotros erais el alma... Que no sepan qué amargo va a ser el trabajo a partir de mañana.
Lalo: ¿Y cómo dejarte así? ¡No, Natacha! Di una palabra y me quedo.
Natacha: No puedo todavía. Espera. Vosotros tenéis vuestra vida lejos. Yo tengo aquí la mía.
Lalo: ¿Tan poca cosa soy para ti?
Natacha: Más de lo que piensas. ¿A qué vendría ocultarlo ahora? Aquí he aprendido a conocerte; aquí te he visto el alma hasta el fondo. Te he visto luchar como lucha un hombre delante de una mujer... Te quiero, Lalo.
Lalo: ¡Natacha!...
Natacha: Pero déjame terminar mi obra. Necesito todas mis fuerzas para ella. Estos muchachos irán encontrando su camino, y volarán libremente. Aquí quedará Marga. (Marga, acompañada de Juan, pasa por la ventana de fondo). Mírala... Tampoco Marga quedará sola. Cuando esta granja sea suya, y para ese niño que ha nacido en ella, entonces seré yo la que vaya humildemente a tu puerta a preguntarte: ¿Me quieres todavía?
Lalo: ¡Te esperaré siempre!
Natacha: Gracias, Lalo... Hasta entonces. (Le besa las manos. Sale. Pausa. Entra don Santiago).
ESCENA XII
NATACHA Y DON SANTIAGO. LUEGO, MARIO.
Don Santiago: Va a arrancar el automóvil. ¿No sales?
Natacha: Lalo me despedirá de todos...
Mario: Perdóname... Te había prometido quedarme... Pero yo entonces no sabía...
Natacha: No tienes que decirme nada. Quiérela mucho, Mario. Es una gran muchacha.
Mario: ¿Pero tú sabes? ¡Soy feliz! Te regalo los escorpiones rubios. Vigílalos de noche, y escríbeme lo que haya. ¡Don Santiago!... Adiós, Natacha... Soy feliz, feliz... (Sale.)
Don Santiago: ¿También Mario se va?
Natacha: También. ¿Usted?...
Don Santiago: Yo no; ya lo saben. ¿No me necesitas ahora contigo?
Natacha: (Le estrecha las manos). Gracias. ¡Qué amargo es esto, tío Santiago! Sentir cómo el amor estalla a nuestro alrededor por todas partes, y cuando una vez nos llama, tener que responderle: espera, no he terminado todavía...
Don Santiago: Lalo sabrá esperar. Lo recordaremos juntos... (Se oye, lenta y triste, la canción de los estudiantes). ¡Ya se van! (Se asoman los dos y responden con un gesto de despedida. La voz de Lalo llega desde lejos).
Voz de Lalo: ¡Natacha! (Ella, en una repentina crisis de llanto, se retira escondiendo el rostro entre las manos).
Don Santiago: Natacha, hija...
Natacha: No puedo... Creí que era más fuerte.
Don Santiago: Pobre pequeña..., estás temblando...
Natacha: Temblando, tío Santiago. Con lágrimas y son gloria... ¡Pero estoy en mi puesto!
TELÓN FINAL
(Alejandro Casona).

NATACHA Y LALO
Lalo: ¿Adónde va ese loco?
Natacha: ¡Hacia la vida!
Lalo: ¿Hacia la vida? Pues con esas gafas y esa manera de correr, como se le ponga un árbol delante, no llega.
Natacha: La que se le ha puesto delante es Flora.
Lalo: Ah, ya...
Natacha: ¡Otro que se nos va! (Pausa).
Lalo: Y tú... ¿cuándo?
Natacha: Yo tengo que terminar aquí mi obra. Les he prometido a estos muchachos una vida libre, y lo cumpliré. Cuando puedan tenerla, cuando esta granja sea suya, yo buscaré también mi camino.
Lalo: ¿Y si esa vida libre la tuvieran ya?
Natacha: ¿Qué quieres decir?
Lalo: Tengo una cosa que entregarte como despedida (Saca un documento de su cartera). Es el acta de cesión a nombre de ellos. La granja es suya.
Natacha: ¡No!
Lalo: ¿Qué era para mí esta tierra? Una ruina abandonada. La doy a los que han sabido trabajarla.
Natacha: Pero eso no puede ser... ¡No lo harás! ¿No ves que sería echarlo todo a rodar? Yo he venido aquí a hacer una obra de educación. No quieras reducirla a una obra de misericordia. Piénsalo bien, Lalo; un esfuerzo más, y ganarán por sí mismos lo que tú ibas a darles hecho. ¿Has visto la emoción que han sentido hoy al comer su pan? Nunca lo habían sentido con el pan del Reformatorio. Dame. (Toma el documento). Hagamos hombres libres, Lalo. Los hombres libres no toman nada ni por la fuerza, ni de limosna. ¡Que aprendan a conseguirlo todo por el trabajo! (Rompe el documento).
Lalo: Está bien, Natacha..., está bien. Pero si ellos lo supieran, ¿les parecería lo mismo?
Natacha: Hoy, quizás no; están empezando. Algún día me lo agradecerán.
Lalo: Entonces... ¿hasta cuándo?
Natacha: ¿Os vais ya? Despídeme de todos... yo no podría ahora. Y que no haya tristeza delante de los muchachos. Vosotros erais el alma... Que no sepan qué amargo va a ser el trabajo a partir de mañana.
Lalo: ¿Y cómo dejarte así? ¡No, Natacha! Di una palabra y me quedo.
Natacha: No puedo todavía. Espera. Vosotros tenéis vuestra vida lejos. Yo tengo aquí la mía.
Lalo: ¿Tan poca cosa soy para ti?
Natacha: Más de lo que piensas. ¿A qué vendría ocultarlo ahora? Aquí he aprendido a conocerte; aquí te he visto el alma hasta el fondo. Te he visto luchar como lucha un hombre delante de una mujer... Te quiero, Lalo.
Lalo: ¡Natacha!...
Natacha: Pero déjame terminar mi obra. Necesito todas mis fuerzas para ella. Estos muchachos irán encontrando su camino, y volarán libremente. Aquí quedará Marga. (Marga, acompañada de Juan, pasa por la ventana de fondo). Mírala... Tampoco Marga quedará sola. Cuando esta granja sea suya, y para ese niño que ha nacido en ella, entonces seré yo la que vaya humildemente a tu puerta a preguntarte: ¿Me quieres todavía?
Lalo: ¡Te esperaré siempre!
Natacha: Gracias, Lalo... Hasta entonces. (Le besa las manos. Sale. Pausa. Entra don Santiago).
ESCENA XII
NATACHA Y DON SANTIAGO. LUEGO, MARIO.
Don Santiago: Va a arrancar el automóvil. ¿No sales?
Natacha: Lalo me despedirá de todos...
Mario: Perdóname... Te había prometido quedarme... Pero yo entonces no sabía...
Natacha: No tienes que decirme nada. Quiérela mucho, Mario. Es una gran muchacha.
Mario: ¿Pero tú sabes? ¡Soy feliz! Te regalo los escorpiones rubios. Vigílalos de noche, y escríbeme lo que haya. ¡Don Santiago!... Adiós, Natacha... Soy feliz, feliz... (Sale.)
Don Santiago: ¿También Mario se va?
Natacha: También. ¿Usted?...
Don Santiago: Yo no; ya lo saben. ¿No me necesitas ahora contigo?
Natacha: (Le estrecha las manos). Gracias. ¡Qué amargo es esto, tío Santiago! Sentir cómo el amor estalla a nuestro alrededor por todas partes, y cuando una vez nos llama, tener que responderle: espera, no he terminado todavía...
Don Santiago: Lalo sabrá esperar. Lo recordaremos juntos... (Se oye, lenta y triste, la canción de los estudiantes). ¡Ya se van! (Se asoman los dos y responden con un gesto de despedida. La voz de Lalo llega desde lejos).
Voz de Lalo: ¡Natacha! (Ella, en una repentina crisis de llanto, se retira escondiendo el rostro entre las manos).
Don Santiago: Natacha, hija...
Natacha: No puedo... Creí que era más fuerte.
Don Santiago: Pobre pequeña..., estás temblando...
Natacha: Temblando, tío Santiago. Con lágrimas y son gloria... ¡Pero estoy en mi puesto!
TELÓN FINAL
(Alejandro Casona).
"Yo también canto a América"
(fragmento final)

Yo también canto a América, viajando
con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores.
Que desde el golfo mexicano suene
de árbol a mar, de mar a hombres y fieras
como oriente de negros y mulatos,
de mestizos, de indios y criollos.
Suene este canto, no como el vencido
letargo de las quenas moribundas,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas.
Tu venidera órbita asegures
con la expulsión total de tu presente.
Aire libre, mar libre, tierra libre.
Yo también canto a América futura.
(Rafael Alberti, Bandas y 48 estrellas. Poema del mar Caribe).

con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores.
Que desde el golfo mexicano suene
de árbol a mar, de mar a hombres y fieras
como oriente de negros y mulatos,
de mestizos, de indios y criollos.
Suene este canto, no como el vencido
letargo de las quenas moribundas,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas.
Tu venidera órbita asegures
con la expulsión total de tu presente.
Aire libre, mar libre, tierra libre.
Yo también canto a América futura.
(Rafael Alberti, Bandas y 48 estrellas. Poema del mar Caribe).
Doña Rosita, la soltera, o El lenguaje de las flores
(fragmentos)

Rosita (arrodillada delante de su tía): Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que él se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y todo este tiempo he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aún a mí misma me asombraba. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie: muchachos y muchachas me dejan atrás porque me canso, y uno dice: “ahí está la solterona”; y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: “a esa ya no hay quien le clave el diente”. Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos y no moverme más, nunca más, de mi rincón.
Tía: ¡Hija! ¡Rosita!
Rosita: Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía… ¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?. Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez.
(…)
Tía: Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir
Rosita: Soy como soy. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola.
(…)
Yo sé que los ojos los tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado les ha pasado a mil mujeres.
(Federico García Lorca).

Hermosas y vencidas soñáis,
vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
mirando las remotas edades
de titánicos hombres,
cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
y la olorosa llama se alzaba
hacia la luz divina, su hermana celeste.
Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
adictas y libres como el agua iban;
aún no había mordido la brillante maldad
sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros crecían y vosotros existíais;
la vida no era un delirio sombrío.
La miseria y la muerte futuras,
no pensadas aún, en vuestras manos
bajo un inofensivo sueño adormecían
sus venenosas flores bellas,
y una y otra vez el mismo amor tornaba
al pecho de los hombres,
como ave fiel que vuelve al nido
cuando el día, entre las altas ramas,
con apacible risa va entornando los ojos.
Eran tiempos heroicos y frágiles,
deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.
Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,
entre los grises jardines de las ciudades,
piedra inútil que el soplo celeste no anima,
abandonadas de la súplica y la humana esperanza.
La lluvia con la luz resbalan
sobre tanta muerte memorable,
mientras desfilan a lo lejos muchedumbres
que antaño impíamente desertaron
vuestros marmóreos altares,
santificados en la memoria del poeta.
Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la plaga
una triste humanidad decaída;
impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el copero solícito
la cólera de vuestro poder que despierta.
En tanto el poeta, en la noche otoñal,
bajo el blanco embeleso lunático,
mira las ramas que el verdor abandona
nevarse de luz beatamente,
y sueña con vuestro trono de oro
y vuestra faz cegadora,
lejos de los hombres,
allá en la altura impenetrable.
(Luis Cernuda, Invocaciones).

Tía: ¡Hija! ¡Rosita!
Rosita: Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía… ¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?. Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez.
(…)
Tía: Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir
Rosita: Soy como soy. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola.
(…)
Yo sé que los ojos los tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado les ha pasado a mil mujeres.
(Federico García Lorca).
"Las estatuas de los dioses"

Hermosas y vencidas soñáis,
vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
mirando las remotas edades
de titánicos hombres,
cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
y la olorosa llama se alzaba
hacia la luz divina, su hermana celeste.
Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
adictas y libres como el agua iban;
aún no había mordido la brillante maldad
sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros crecían y vosotros existíais;
la vida no era un delirio sombrío.
La miseria y la muerte futuras,
no pensadas aún, en vuestras manos
bajo un inofensivo sueño adormecían
sus venenosas flores bellas,
y una y otra vez el mismo amor tornaba
al pecho de los hombres,
como ave fiel que vuelve al nido
cuando el día, entre las altas ramas,
con apacible risa va entornando los ojos.
Eran tiempos heroicos y frágiles,
deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.
Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,
entre los grises jardines de las ciudades,
piedra inútil que el soplo celeste no anima,
abandonadas de la súplica y la humana esperanza.
La lluvia con la luz resbalan
sobre tanta muerte memorable,
mientras desfilan a lo lejos muchedumbres
que antaño impíamente desertaron
vuestros marmóreos altares,
santificados en la memoria del poeta.
Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la plaga
una triste humanidad decaída;
impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el copero solícito
la cólera de vuestro poder que despierta.
En tanto el poeta, en la noche otoñal,
bajo el blanco embeleso lunático,
mira las ramas que el verdor abandona
nevarse de luz beatamente,
y sueña con vuestro trono de oro
y vuestra faz cegadora,
lejos de los hombres,
allá en la altura impenetrable.
(Luis Cernuda, Invocaciones).
El carbón y la rosa
(fragmentos)

El Duende 1 (amigo del carbón, dirigiéndose al público): Duermen. Cuando alguien duerme yo vengo en busca del secreto de su sueño. Para mí no hay puertas cerradas, ni oscuridad, ni silencio. Puedo atravesar todos los muros, ver en todas las tinieblas, escuchar los menores sonidos. El sueño de la rosa lo siento en su perfume, y el sueño del carbón en su fuego. He venido para conocer otra vez el misterio del olor de una rosa y el misterio del calor de una llama.
(…)
Carbón: Si el jardinero se confunde y vierte el agua en la estufa y no en la maceta…
Rosa: Te hubieses apagado.
Carbón: Te equivocas. Me hubiese mantenido ardiendo porque en un descenso en la temperatura te hubiese perjudicado y yo sé todo lo que vales y lo que para mí eres para consentir tal cosa. Sí. Me hubiese mantenido ardiendo. La voluntad puede mucho. (La rosa ríe y coquetea, girando por la escena) ¿Te causa risa lo que dije?
Rosa: Me divierten tus pretensiones. Poco menos me has venido a decir que te debo la vida, o por lo menos mi salud. (Vuelve a reír]).
Carbón: Sí, ríe, ríe, ¿pero qué harías sin mi calor en este invernadero?
Rosa: ¿Y tú, siendo carbón, qué otra cosa puedes hacer que quemarte por mí?
Carbón: En el mundo hay muchos niños que tienen frío.
Rosa: ¡Pues vete con ellos!
(…)
Rosa: Yo vivía en el invernadero dejándome servir, llena de orgullo, de vanidad. Ahora esto ha de acabarse. ¡Todos a vivir al aire libre, sin encantamiento, en donde haya luz y flores, compañeras, y las brisas lleven música y olores!
(Concha Méndez).

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería).
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
(…)
Carbón: Si el jardinero se confunde y vierte el agua en la estufa y no en la maceta…
Rosa: Te hubieses apagado.
Carbón: Te equivocas. Me hubiese mantenido ardiendo porque en un descenso en la temperatura te hubiese perjudicado y yo sé todo lo que vales y lo que para mí eres para consentir tal cosa. Sí. Me hubiese mantenido ardiendo. La voluntad puede mucho. (La rosa ríe y coquetea, girando por la escena) ¿Te causa risa lo que dije?
Rosa: Me divierten tus pretensiones. Poco menos me has venido a decir que te debo la vida, o por lo menos mi salud. (Vuelve a reír]).
Carbón: Sí, ríe, ríe, ¿pero qué harías sin mi calor en este invernadero?
Rosa: ¿Y tú, siendo carbón, qué otra cosa puedes hacer que quemarte por mí?
Carbón: En el mundo hay muchos niños que tienen frío.
Rosa: ¡Pues vete con ellos!
(…)
Rosa: Yo vivía en el invernadero dejándome servir, llena de orgullo, de vanidad. Ahora esto ha de acabarse. ¡Todos a vivir al aire libre, sin encantamiento, en donde haya luz y flores, compañeras, y las brisas lleven música y olores!
(Concha Méndez).
"Elegía"

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería).
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(Miguel Hernández, El rayo que no cesa).
"La tumba de Tato"
A Francisco Alvarado Tato, nieto, y familia.
Y a Jesús Montero Barrado.La barbarie, la sinrazón, la oscura
negrura de lo vil y lo perverso,
lo atroz a contraluz y a contraverso,
lo contrahumano y lo contranatura.
Allí, a ras de suelo -solo, inmerso-;
quedaron sus huesos y su figura
en la desangelada sepultura
desafiando ella sola el universo.
Un grito de rabia y de lacerio,
de furia contenida y de arrebato,
el ánimo abatido y el gesto serio.
Vierte la sombra de un asesinato
el pálido ciprés del cementerio
sobre la tumba de Francisco Tato.
el pálido ciprés del cementerio
sobre la tumba de Francisco Tato.
(Francisco Malia Sánchez, Azul y verde).
Liberación de octubre
(fragmento final)

Balbuceaba de tal modo, que no acertaba a sentarse en sus propias sillas y en su propia casa. ¿Quién le mandaba meterse en todo aquello? La vista de Rosa le había vuelto al electricista sin importancia que hace instalaciones por su cuenta y cobra comisión por los conmutadores y el flexible.
—¿Adónde vas? ¿Adónde vamos? Habla.
Él no quería decir que era un compromiso de café. Compromisos de 5 de octubre. ¿Sería posible que tomasen el Poder los proletarios?
—¿Qué es esto que ocurre que no entiendo?
Ramón tampoco entendía bien. Se había comprometido a cortar las conducciones eléctricas. Por algunas casas debían suceder escenas parecidas. La vela de los trisagios seguía ardiendo.
—Nos han engañado y nos la tienen que pagar.
—¿Quién?
—Ellos, el Gobierno, ese que engaña siempre a los que tienen hambre.
Ramón no sabía muy bien adónde iba. Pero delante de Rosa tenía que aparentar. El timbre de la puerta les sorprendió como el silbido de una bala. Abrieron y entraron tres hombres y luego otros tres.
—Aquí nos han dicho que dejemos esto.
A la luz del cirio, brillaron los cargadores y las culatas. Rosa dio un grito agudísimo. Alguien se precipitó a cerrar el balcón. Ramón bajó la cabeza.
—Bueno, vamos.
—Camarada, ¿comprendes? Estos sacrificios se hacen solo un día. Tú eres un obrero desorganizado. No puedes comprender muchas cosas. Estamos unidos.
—Los anarquistas de Gijón mandan dos mil hombres.
—Los de la cuenca minera, veinte mil.
—Los de la fábrica de Trubia, cañones.
Solo Ramón no comprendía bien. Los jóvenes bromeaban al sujetarse las pistolas. Ramón hubiera dado algo por comprender mejor lo que sucedía aquella noche espesa como légamo. Parecía como si la aurora no pudiese llegar nunca.
—Estamos por la República. ¿No?
—Estamos por nuestra libertad.
¡Nuestra libertad quería decir tantas cosas para Ramón!
Cuando todos estuvieron preparados, besó a Rosa.
—¿Comprendes? Si toman el Poder, no está bien que nosotros nos quedemos sin nada.
Los más jóvenes marchaban, sin vacilar, a la muerte. Él, Ramón el electricista, no acertaba a seguirlos.
—Creo que debo ir.
Si Ramón no comprendía y la tibieza de su casa le volvía blando, si estaba aguardando que Rosa se interpusiese entre él y los fusiles, si le acariciaba la cabeza y se sentía atado a su pelo y a sus ojos pasivos y obedientes, Rosa comprendía muy bien. Rosa se precipitó en la revolución. Adivinaba que libertad quiere decir liberarse de la angustia del jornal miserable, de la espera de la muerte con los brazos cruza dos, día a día; el padre, de la azada; la madre, de los largos partos de las vecinas de su pueblo. Rosa adivinó que el hombre sentía miedo, notó que pretendía rescatarse en ella y por ella del gran silencio de la noche de octubre, deberle la vida. Ramón aguardaba una palabra para librarse de aquellos muchachos decididos que repetían a media voz consignas como jaculatorias al final de sus párrafos. Esperaba que Rosa lo hiciera nacer con un grito de sus entrañas sordas. Pero la mujer ni contestó. Ya no volvería a esperarle, ni se miraría al espejo, ni oiría el ruido de los cuchillos al guardarse, ni el agua última perdiéndose desaguada en la tierra. Alcanzó al camarada que llevaba los fusiles.
—Dame uno. Los revolucionarios no comprenden lo insólito.
—Ten.
La puerta se cerró tras ellos. Sobre la cómoda ardía siempre en la botella la vela de las tempestades. El grupo se perdió entre la tensión amarilla del amanecer. Era el 5 de octubre lo que clareaba. Debajo del farol, el borracho seguía tendido con una bocanada de vino tinto a la altura de la cabeza, como si fuera el primer muerto.
(María Teresa León, Cuentos de la España actual).
Mister Witt en el Cantón
(fragmento final)
Y sin esperar la respuesta, salió; preparó un baúl, y encargando a su marido que no aludiera para nada a la muerte de Yuste —que se enterara la muchacha por sí sola después—, esperó que llegara la tartana que había contratado ella misma. En el instante de comenzar la tregua, en medio de un silencio que hacía meses ignoraban los vecinos de la ciudad, llegó el vehículo. Salieron hacia las murallas. Milagritos no había hecho el menor comentario. En su expresión no se advertía sino una tranquilidad a veces afectada. Mister Witt se dejaba llevar. Su mujer se dio cuenta de que bajo el paletó Mister Witt llevaba el revólver amartillado. Procurando que el conductor no la viera, extendió la mano y ordenó:
—Dame eso.
Mister Witt vaciló un instante, pero por fin le dio el revólver. Ella lo ocultó en el manguito. Cuando salieron de la ciudad lo arrojó al camino. Mister Witt no acababa de comprender que todo cambiara de aquel modo, tan repentinamente. Quedaba atrás la pesadilla de Carvajal, de Colau. Iban a otra parte, lejos, donde el mundo fuera nuevo. Y lo salvaba ella, Milagritos.
—Nadie más que Bonmatí ha oído tu nombre —le dijo ella, con una mezcla de odio y de compasión en los ojos—. Nadie más lo oirá. Me ha jurado llevarse el secreto a la tumba.
Pero Mister Witt no quería hablar de aquello. Seguía haciéndose el sordo. “Se desprecia demasiado —pensó ella—, y teme hablar”. Tampoco ella volvió a hablarle. Pero veía en el fondo de Mister Witt una pasión sorda, tenaz, por ella, y una debilidad infinita. Milagritos iba a Madrid dispuesta a curarse su esterilidad. Por la tarde, en el tren, le repitió aquellas palabras que un día le había dicho:
—A la vuelta me calas hondo, ¿eh?
Mister Witt le dijo que no volverían nunca, que se irían a Londres; pero Milagritos saltó:
—Yo vuelvo a Cartagena; tú verás. Antes de llegar nosotros a Madrid se habrá acabado el Cantón.
Mister Witt fue abandonándose a la confianza con su mujer, que lo trataba como una madre. Al obscurecer, Milagritos calló, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo. Cualquiera pudo creer que dormía; pero Mister Witt observó que lloraba. Era hermosa su garganta, con una lágrima resbalando bajo la oreja. ¿Por quién lloraba? ¿Por Carvajal? ¿Por Colau? ¿Por el Cantón? ¿Por sí misma? “De todos modos —se dijo Mister Witt, con su seco y vergonzante egoísmo— estoy entrando en la vejez y es lo único que me liga a la vida”.
(Ramón J. Sender).