Ayer falleció Mario Camus, director de cine y televisión. A lo largo de su extensa carrera ha tratado temas diversos y, a su vez, muy interesantes. Se prodigó en la adaptación de obras literarias, de las que extrajo lo mejor, respetando su espíritu y aportando una maestría que, en ocasiones, estimulaba su lectura o relectura. Por su mundo cinematográfico desfilaron José de Espronceda, Benito Pérez Galdós, Federico García Lorca, Arturo Barea, Ignacio Aldecoa, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Antonio Gala, Eduardo Mendoza... Y como común denominador en casi todas sus obras, al menos en las que he podido ir viendo a lo largo de los años, se encuentra la dureza de la vida.
De niño vi por televisión algunos trabajos suyos, aunque sin saber por entonces que detrás de ellos estaba Mario Camus como su director. Es el caso de la serie Cuentos y leyendas (1968 y 1969), de la que recuerdo el capítulo El estudiante de Salamanca, basada en un poema narrativo de José de Espronceda. Fui fiel seguidor de Curro Jiménez, de cuya serie dirigió algunos de sus capítulos. Y en menor medida lo fui de Paisaje con figuras (1976 y 1977), cuyos capítulos tenía como guionista a Antonio Gala y que fue motivo de polémica durante el gobierno del "reformista" Carlos Arias Navarro. No me faltó tampoco el haber visto en el cine del colegio, en mis años del bachillerato elemental, la película en blanco y negro Young Sánchez (1964), con Ignacio Aldecoa como inspirador literario.
Luego, ya de joven, le siguieron varias películas, que tenían también títulos homónimos de otras tantas obras literarias: Los pájaros de Baden-Baden (1975), basada en un relato de Ignacio Aldecoa; La colmena (1982), en la famosa novela de Camilo José Cela; y Los santos inocentes (1984), en la de Miguel Delibes. En medio, Fortunata y Jacinta (1980), de nuevo en forma de serie televisiva y con Benito Pérez Galdós como referente literario. Y años después vi algunos capítulos de La forja de un rebelde (1990), que recientemente volví a visionarla en su totalidad, después de que hubiera leído la trilogía homónima que Arturo Barea escribió durante los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando se encontraba exiliado en Gran Bretaña.
Ayer recordaron en distintos medios de comunicación algunas de esas obras y otras que no he logrado verlas todavía. Es el caso, por ejemplo, de La casa de Bernarda Alba (1987) o La ciudad de los prodigios (1999), basadas en sendas obras de Federico García Lorca y Eduardo Mendoza.
En mi memoria de aficionado al cine he podido retener numerosas imágenes y secuencias de esas películas y series. Algunas, incluso, de las que son memorables. No puedo olvidar la escena de la derrota por k.o. con que acaba la película que protagonizó Ángel Mateos. Tampoco, a Catherine Spaak, interpretando a una chica cultivada y de bien, en medio de sus dudas amorosas. ¿Qué podemos decir del ambiente entre angosto e hipócrita de los años de la Restauración, con una Ana Belén y una Maribel Martín representando dos mundos socialmente antagónicos? ¿O de los sinsabores de la vida más que gris que se vivió durante la postguerra española, reflejados en los semblantes y los gestos de Paco Rabal, José Sacristán, Ana Belén, Rafael Alonso, Concha Velasco y el resto de habitantes de la colmena madrileña? El infierno del latifundismo ha quedado como una huella permanente a través de la humillación sistémica y la humanidad inocente de los personajes que interpretaron Alfredo Landa y Paco Rabal. Lo ocurrido entre la guerra del Rif y la Guerra Civil está presente en la sucesión de vicisitudes vividas por el personaje encarnado por Antonio Valero...
Todo un trabajo, el de Mario Camus, que se ha caracterizado por una pulcritud y una corrección formal exquisitas, y del que no tengo duda en calificarlo como excelente.