El progresivo envejecimiento de los hombres del régimen obligó a buscar fórmulas para mantener en lo fundamental los pilares del régimen. Cortado el primer intento a través de Carrero Blanco y el príncipe heredero, las cosas se fueron precipitando. El protagonismo creciente de la gente, deseosa de mejorar las condiciones de vida y conquistar derechos perdidos, y de los grupos oposición, que querían acabar con la dictadura, supuso un reto al régimen que le llevó, por un lado, a recuperar parte de su fervor represivo y, por otro, a tener que buscar nuevas soluciones.
Lo que vino después, derrotado el inmovilismo franquista y neutralizada la opción rupturista de la oposición, fue un acuerdo entre las élites políticas, con la conformidad de las económicas, para construir un nuevo edificio político. En él acabaron amoldándose los sectores provenientes del franquismo sociológico, y buena parte los que se habían resistido a la dictadura o había ido pasando a la oposición en los últimos momentos. Eso fue, en realidad, lo que se denominó como Transición, sacralizada hasta la extenuación y limpiada de cualquier atisbo que permitiera entrever que la rebeldía fue lo que aceleró el derrumbe de la dictadura.
Pero Franco tenía preparado desde hacía tiempo otra sorpresa. Por eso sigue enterrado en el valle de Cuelgamuros. ¡Qué cruz y qué losa más pesada, ay!