sábado, 27 de octubre de 2012

Una mirada de Asila












































Estuve en Asila (Arzila, Arcila, Asilah...) el último día de febrero. En uno de los salientes de su muralla vi sentado a un hombre. Me llamó la atención su pose y su mirada. Exhalaba tranquilidad. Más que una mirada perdida, me pareció estar como ausente. ¿O meditaba quizás? Al lado se encuentra un antiguo, aunque pequeño, cementerio. ¿Mostraba el respeto debido? No lo sé, son sólo  suposiciones. No estaba solo. Mucha gente iba y venía por ese saliente de la muralla desde donde pude contemplar el océano. Era un día soleado de invierno y el oleaje manso apenas rompía contra las rocas. Fue un día de asueto para mí y quienes me acompañaban (José Manuel, Tere, Felisa). Asila es una ciudad rancia. Me suena su tradición vinculada al mar por los marineros de Barbate que por allí han pasado y hasta pernoctado. Arcila es como la llaman. Ahora también es una ciudad volcada al turismo. Me pareció diferente a otras y bella a la vez. Un lugar donde se mezclan diferentes y milenarias huellas. La más presente y la más evidente, la de quienes la llevan morando desde siglos. Una mezcla, a su vez, de lo bereber y lo árabe. La morería. Está también la huella portuguesa, con sus moles amuralladas. Más recientemente hay quienes desde el otro lado del Estrecho han encontrado un lugar para retirarse. No faltamos quienes participamos del trasiego diario para visitarla fugazmente. Una ciudad donde la calle es la sala de estar de la mayoría y de ahí el trasiego continuo de gentes. El paseo que dimos estuvo lleno de luz y de colores. Vimos hombres y mujeres con sus chilabas. Algunas, pocas, cubriendo su rostro y temerosas de ser retratadas. Vimos niños y niñas que salían de la escuela con gritos y sonrisas. Comerciantes que mostraban todo lo que podían ofrecer en sus tiendas o en sus carros ambulantes. El panadero que fabricaba en su horno de arcilla los kobs que probamos y compramos. Restaurantes donde comer -y acabamos comiendo- kus-kus y tayín. O teterías donde beber -y bebimos- el té con hierbabuena, acompañado de pastas.  La voz intensa del almuecín llamando a la oración marcó casi el final de nuestra estancia. Presuroso vimos correr hacia la mezquita al chófer que debía llevarnos de regreso a Tánger. Mientras le esperamos, el guía ultimaba el encargo que le había hecho una pareja para disfrutarlo en la Península. ¿Dónde estaría en ese momento el hombre que vimos por la mañana en uno de los salientes de la muralla? ¿Era su mirada -la que me pareció como de ausente- la del tiempo que permanece y busca seguir manteniéndose?