jueves, 8 de julio de 2010

Educación democrática y cultura de paz

El pasado mes de junio envié el trabajo que aquí reproduzco al profesor Eulogio García Vallinas, dentro del curso Gestión democrática de la convivencia en contextos socioeducativos, el penúltimo de los catorce que realizado en el máster Cultura de Paz. Su título, el mismo que he puesto en la entrada. Espero que resulte interesante leerlo, pese a su extensión. 


Educación y democracia

La palabra democracia, como una categoría política referida a una forma de administrar los asuntos públicos, alude etimológicamente al gobierno del pueblo, algo que ha tenido en distintos contextos históricos concreciones diferentes. Incluso en la actualidad es motivo de divergencia a la hora de caracterizar los distintos regímenes políticos, tanto los habidos en los dos últimos siglos como los de nuestros días. Y esa falta de acuerdo quizás refleje dónde ha de ponerse el acento principal a la hora de definirla. La ONU considera que su esencia está en “las elecciones nacionales periódicas libres, justas y transparentes”, para a continuación enunciar otros elementos como la existencia de procesos parlamentarios, justicia e imperio de la ley, derechos humanos, incluida la libertad de expresión y de asociación, participación de la sociedad civil, existencia de partidos políticos, acceso a la información y la transparencia, y administraciones ejecutiva y pública transparentes (UNDEF, 2005: 5-6).

Referirse a la educación como la entendemos en nuestros días es hacerlo en el doble sentido de proceso e institución. De esta manera puede haber un acuerdo de que es una práctica social surgida a lo largo del siglo XIX con el fin de moldear la formación de las futuras generaciones en el contexto de formación de los estados liberales. Si durante el periodo jacobino de la revolución francesa se abrió un camino que buscaba en la educación un instrumento de emancipación para conseguir “la igualdad de goces”, a lo largo del siglo XIX y parte del XX los estados harán “suya la idea de la educación como factor de integración política y de control social” (Puelles: 1993). Frente a esta concepción, que se fue plasmando en la creación de los distintos sistemas escolares en cada país, fueron surgiendo nuevas prácticas y teorías que pretendieron dar un enfoque diferente.

Las diferentes formas de concretar la práctica educativa quizás derivan en parte de la confusión existente sobre su etimología: ¿educere, es decir, hacer salir, conducir fuera de? ¿o educare, es decir, formar, instruir, guiar, criar, alimentar, producir…? Esa falta de acuerdo quizás refleje su correspondiente en el sentido que tiene que tener la educación, donde el papel que deben jugar quienes son educados o educadas resulta primordial. Para la UNESCO la educación es entendida como “el proceso global de la sociedad, a través del cual las personas y los grupos sociales aprenden a desarrollar conscientemente en el interior de la comunidad y en el beneficio de ellas, la totalidad de sus capacidades, aptitudes y conocimientos” (UNESCO, 1974: 154).

Entre los pioneros de las nuevas teorías y prácticas educativas se encuentra el estadounidense J. Dewey, para quién la práctica debe centrarse en los niños y las niñas. Para él “nunca educamos directamente” (Dewey, 1995: 28), sino en contextos concretos, como pueden ser las familias, las escuelas y la sociedad en su conjunto. La escuela constituye un “medioambiente especial”, al tener como finalidad expresa el influir en las disposiciones mentales y morales de sus miembros” (Dewey, 1995: 28). Su idea de la democracia no es sólo la de un sistema de gobierno, sino también la de “un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada” (Dewey, 1995: 82). Es así como considera que el aprendizaje se debe basar en la experiencia y que la educación en sí misma “debe ser un proceso democrático de actividad guiado por el método científico” (Domínguez, 2005: 67).

La escuela se convierte, de esta manera, en un microcosmos donde sus protagonistas deben aprender todo aquello que le sirva para su formación intelectual y ciudadana. Algo que desde la conocida como Escuela Nueva (Dalton, Freinet, Montessori, Luzuriaga…) se fue desarrollando durante las primeras décadas del siglo XX en los distintos países occidentales. Influida por la teoría de Dewey, en su conjunto aportó y desarrolló nuevas teorías y prácticas según las cuales “la escuela debería ser una sociedad viva y sus planteamientos básicamente sociales” (Domínguez, 2005: 72). Desde esta concepción de la educación se empieza a trazar una línea de separación en relación al pasado, al que definieron como escuela tradicional. La influencia que estas teorías y personas tuvieron en los sistemas educativos que se fueron desarrollando en los países occidentales después de la Segunda Guerra Mundial fue importante. En las últimas décadas y en nuestros días el debate sobre la cuestión escolar sigue presente y donde se suceden y entremezclan en diferentes contextos culturales los cambios económicos y sociales, las demandas desde la sociedad, las políticas educativas de los estados, las teorías educativas que van emergiendo y las prácticas docentes.

En los años sesenta Paulo Freire planteó el dilema “la educación debe ser liberadora o domesticadora”. Para este pedagogo, inserto en las corrientes socialistas y comunitarista de América Latina, sólo una sociedad justa, “sin opresores y sin oprimidos”, es la que puede garantizar de partida una democracia plena. Su propuesta pedagógica busca la liberación de las personas oprimidas, pero advirtiendo de que esa liberación sólo puede obtenerse “en comunión”. Así se entiende su concepto de dialogicidad, como esencia “de la educación como práctica de la libertad”. Lo contrario, la antidialogicidad, se encontraría en la base de prácticas educativas manipuladoras y colonizadoras, que no dejan de ser la semilla de la opresión y de la injusticia.

En 1996 la UNESCO constataba como realidad cruda que “la educación básica tiene que llegar, en todo el mundo, a los 900 millones de adultos analfabetos, a los 130 millones de niños sin escolarizar y a los más de 100 millones de niños que abandonan la escuela antes de tiempo” (Delors, 1996: 19). Diez años después, en 2005, los datos seguían siendo más que preocupantes según un nuevo informe de la UNESCO (2006: 16-17), en el que se exponía que, pese a los progresos habidos, el número de personas adultas que no sabían leer ni escribir en todo el mundo era de 771 millones, de los cuales un 64% eran mujeres; o que “unos 100 millones de niños siguen sin estar escolarizados en primaria”, representado la niñas el 55% del total. Una realidad que el propio informe delimita de la siguiente manera: “El problema de la alfabetización tiene una dimensión absoluta y otra relativa, afecta en especial a los pobres, las mujeres y los grupos marginados, y es de mayor envergadura de lo que indican las mediciones convencionales”.

Las preocupaciones en los países más desarrollados se dirigen hacia la optimización de la formación de las personas a lo largo de toda su vida, dentro de un nuevo lenguaje y discurso centrado en la adquisición de las competencias. Presente cada vez más en los informes que vienen elaborando en los últimos años organizaciones supranacionales de diverso tipo (OCDE, UE, UNESCO…), su formulación se está presentando como la principal forma de afrontar los retos del nuevo siglo.

La democratización de las sociedades y con ellas la de la educación es un reto de gran envergadura, tanto en los países donde existen regímenes autoritarios como en los que disponiendo de instituciones y mecanismos democráticos, aún necesitan resolver contradicciones importantes que hacen que persistan violaciones de derechos fundamentales como desigualdades entre las personas.

La importancia que la educación tiene en los procesos de democratización resulta primordial. Igual que hace más de un siglo planteara Dewey, recientemente Edgar Morin (1999) ha hecho lo propio cuando dice que “la democracia es, más que un régimen político, la regeneración continua de un bucle complejo y retroactivo: los ciudadanos producen la democracia que produce los ciudadanos”. Pero ese mismo autor alerta de un riesgo, el que procede de lo que denomina tecnoburocracia, sobre la que dice que “los ciudadanos son rechazados de los asuntos políticos cada vez más acaparados por los “expertos” y la dominación de la “nueva clase” impide, en realidad, la democratización del conocimiento”.

En los países occidentales los principios democráticos están presentes en la formulación de los textos legales y de los centros educativos, aunque en la realidad dichos principios se pueden considerar más un envoltorio que un contenido (Carbonell, 2001: 94). Existen grandes contradicciones que se concretan en las prácticas llevadas a cabo en las aulas y los centros, donde están presentes los comportamientos autoritarios o se da una escasa participación del alumnado y de los distintos sectores de la comunidad educativa. En las aulas debería haber una mayor comunicación e interrelación entre el alumnado y el profesorado, un mayor desarrollo de la cooperación en el aprendizaje, un impulso de los debates, una valorización de las asambleas… En la gestión de los centros debería contarse con equipos directivos coordinadores y dinamizadores de prácticas democráticas, a la vez se debería tener en cuenta una elaboración democrática de los currículos. Los centros educativos, así mismo, deberían propiciar una mayor y mejor inserción en los entornos socioculturales, potenciando la participación en los consejos escolares y promocionando formas innovadoras como las comunidades de aprendizaje.

En esta misma línea resultan oportunas las propuestas de nuevas prácticas docentes que superen el individualismo a favor de una comunidad de profesionales, que pongan el aprendizaje en el centro del proceso educativo, que sustituyan el trabajo técnico por la indagación, que pasen del control a la responsabilidad, del trabajo dirigido al liderazgo, de las preocupaciones del aula a las preocupaciones de toda la escuela… (García Vallinas: 12-14).

Ya en los años 80 Willfred Carr y Stephen Kemmis desarrollaron las ideas de Dewey en la línea de la conocida como teoría crítica de la educación. Para ellos la racionalidad y la democracia deben ser los componentes básicos de la teoría y práctica educativas, lo que conllevaría “la participación de la investigación por parte de aquellos cuyas prácticas constituyen la educación” (1988, p.186). Unos años más tarde el propio Carr ha desarrollado esta idea desde la propuesta de una ciencia crítica de la educación basada en la creación de “comunidades teóricas de profesionales de la educación comprometidos con el desarrollo racional de su valores y prácticas a través de un proceso público de discusión, argumentación y crítica” (1996: 155). De esta manera la ciencia de la educación estaría basada en una moral donde los valores racionales y los principios democráticos serían la base.

En el contexto de una economía capitalista globalizada más que nunca las organizaciones supranacionales, como la OCDE o el Banco Mundial, se han introducido de una manera directa en el núcleo de debate de las políticas educativas. La UNESCO ha quedado desplazada como el referente internacional de promoción de dichas políticas, dando paso a un nuevo lenguaje que se expresa mediante conceptos como “control, competitividad, libertad de elección de los consumidores, fijación del currículum en unos contenidos básicos, (…) educación subordinada a las demandas del mercado laboral o al éxito a los mercados abiertos” (Gimeno, 2009: 21). A lo largo de las últimas décadas se ha ido conformando todo un bagaje de términos con una clara orientación ideológica que ha ido asentando nuevos discursos para legitimar las políticas educativas. Es lo que se ha denominado también “una progresiva economización” de dichas políticas y “una notable empresarialización de la formación universitaria y de la investigación” (Torres, 2009: 163).

Los retos que tenemos por delante no deben extrapolarse de la realidad tan compleja en que vivimos. Una complejidad que se manifiesta en los distintos países según los niveles de desarrollo y los contextos culturales, y dentro de cada país, en los contextos concretos como pueden ser la diversidad espacial (región, medio urbano y medio rural, barrio) y socio-cultural (clase, grupo étnico, género…).

El horizonte que se ha abierto en la educación del siglo XXI está condicionado por todos los factores antes señalados. Mientras en los países más pobres el reto que sigue planteando es el de la escolarización universal, manteniéndose la gran falla económica y social resultado del desigual reparto de la riqueza, en los países desarrollados o los que están en vías de desarrollo, pese a haberse logrado un nivel de universalización de la escolarización aceptable, aunque en niveles y edades diferentes, lo cierto es que se sigue manteniendo esa falla social. Aun cuando el acceso a la escolarización desde los estratos sociales más desfavorecidos a niveles por encima de los obligatorios va en aumento, lo cierto es que “los estudios sobre la educación dejan en evidencia que los propósitos de asegurar la enseñanza universal, democrática y de calidad para todos los alumnos y las alumnas representan grandes desafíos, y que, salvo excepciones, estamos muy lejos de alcanzar esas metas” (Rodríguez Zidán, 2006: 1).

Paz y cultura de paz

Como punto de partida puede ser un referente útil, si bien es preciso tener en cuenta cuatro aspectos que están íntimamente relacionados: paz, conflicto y violencia.

El término paz se ha definido frecuentemente como un estado de quietud, donde existe ausencia de violencia y, por extensión, de guerra. De esta manera la paz sería el reverso de la moneda de violencia o guerra. En el imaginario social se equipara a una situación deseada que conlleva inevitablemente la felicidad. Así lo vio, por ejemplo, Erasmo de Roterdan en el siglo XVI.

En las tres religiones monoteístas no se utiliza un solo término, sino muchos, para referirse a distintas situaciones. En el judaísmo se encuentran palabras como shalom (paz), shalam (hacer la paz), shaqat (calmarse), sheqet (silencio, calma), shiqitat (reposo, calma)… (Cano: 1998). El Corán contempla la idea de paz con distintas acepciones, distinguiendo, por ejemplo, salam (paz), aslaha (llegar a un acuerdo, mejorar), salihat (buenas acciones), islah (concordia, educación) o sulh (reconciliación) (Molina: 2010). Sentidos diferentes, algunos de los cuales coinciden con el significado que va unido a realidades políticas concretas, como los términos koiné eirené, griego, pax romana, latino, y el actual pax americana, que aluden a situaciones de paz en las que, por encima de una hipotética ausencia de guerras, lo que existe en realidad es una ausencia de las mismas sólo en el interior de los mundos o imperios correspondientes.

El término paz es tan ambiguo que su contenido ha cambado en las últimas décadas, desde que la investigación para la paz se ha convertido en una disciplina científica. Las aportaciones de Sorokin, Richardson, Whright o Parker en los años 30 y 40 del siglo pasado abrieron un camino que han seguido en las décadas siguientes Boulding, Burton, Schelling, Galtung, Touzard, Curle, Lederach, Dugan…

Siguiendo la línea de investigación y de tratamiento de la paz, se ha empezado a distinguir dos formas de interpretarla: como paz positiva y como paz negativa. La primera, más vinculada al mundo europeo continental, tiene a Johan Galtung como uno de sus principales exponentes. La segunda, más influyente en el mundo anglosajón, tiene al Grupo de Michigan como centro. Si la primera hunde sus raíces en la idea y práctica de la no violencia, que a lo largo del siglo XX ha tenido exponentes muy relevantes (Gandhi, Luter King, Pérez Esquivel, Menchú, Haidar…), la concreción más creativa ha sido lo que se ha denominado como cultura de la paz, entendida como la superación de todo tipo de violencia desde formas no violentas.

Más recientemente Muñoz (2007), vinculado al Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada, ha acuñado el concepto de paz imperfecta como una forma de reconocerla “como elemento constitutivo de las realidades sociales”, pero también como proceso en construcción y, por tanto, inacabado. Desde esta perspectiva “la paz, las paces, no se muestran palpablemente, está sigilosamente -yo diría que hasta celosamente, como un gran tesoro- guardada en infinidad de pequeños acontecimientos que muchas veces, con criterios erróneos, ni siquiera son dignos de ser mostrados (…) [y] “forman parte irrenunciable e imprescindible de nuestro acervo cultural y existencial”.

Entramos así en el segundo de los términos a tener en cuenta, el de conflicto. Su frecuente caracterización como algo negativo no ha evitado su consideración actual como algo que encierra una gran potencialidad creativa y, por tanto, generadora de relaciones de convivencia desde su resolución. Se puede entender como la confrontación, disputa o divergencia de posiciones, intereses o necesidades entre al menos dos partes, lo que no necesariamente tiene por qué conllevar un final negativo y, dentro de ello, violento. Así lo entiende Lederach (1984: 23), para quien “es esencialmente un proceso natural en toda sociedad y un fenómeno necesario para la vida humana, que puede ser un factor positivo en el cambio y en las relaciones, o destructivo, según la manera de regularlo”. Considerado como algo intrínseco de la condición humana, lo importante es tener conciencia de que se requiere un compromiso de todos los sectores afectados para su resolución y, lo que es más importante, y puede ser el punto de partida para su transformación. Dentro de los distintos paradigmas de resolución de conflictos, el de la transformación tiene el potencial de “un cambio sistémico”, al basarse en cambios personales, estructurales y culturales con el fin de conseguir una paz positiva o proactiva (Farré, 2004: 52 y ss.).

Superar los conflictos es una forma de alejarse de la violencia, que difiere como acto humano en su carácter intencionado. Galtung ha desarrollado su teoría del triángulo de la violencia partiendo de la distinción de tres tipos: directa, estructural y cultural, siendo la primera material y las otras dos invisibles. Según él la construcción de un modelo de relaciones entre personas y estados se ha de basar en la colaboración, la mediación, la democratización y hasta la creatividad. Esto le llevó a sugerir “en el conflicto de Ecuador y Perú que, después de cuatro guerras consecutivas, se planteara una frontera con un parque natural, y ésa fue la solución” (Galtung, 2001).

Educación y cultura de paz

El mundo de la educación ha ido adquiriendo progresivamente todo el bagaje relacionado con la cultura de la paz, en consonancia con la consideración, teorización y puesta en práctica de valores democráticos en los centros y en las aulas. Teniendo en cuenta que la escuela es un microcosmos dentro del conjunto de la sociedad y las enormes posibilidades que tiene a la hora de formar a quienes pasan por ella dentro de los valores democráticos, la cultura de paz se se convierte de esta manera en un componente primordial en la democracia y en la educación. Teniendo en cuenta lo señalado en el primer apartado, resulta congruente que vaya unida a esas dos categorías. Una definición de cultura de paz puede ser el “conjunto de valores, actitudes, hábitos, prácticas sociales y personales que suponen ausencia la violencia cultural, estructural y directa de la que nos habla Galtung” (Binaburo Y Muñoz, 2007: 251), lo que no abre un abanico grande de posibilidades de actuación.

La convivencia en los centros se considera en la actualidad, al menos en los países occidentales, como uno de los ejes de su funcionamiento. Su tratamiento suele hacerse más desde una vertiente negativa, relacionada con los problemas existentes, frecuentemente de carácter violento en cualquiera de sus tres formas, hasta el punto que se sigue utilizando más de lo deseado el término disciplina. Teniendo en cuenta que los conflictos son inherentes a la condición humana y que no encierran en sí mismos nada que no pueda ser solucionado, los centros escolares pueden ser considerados como espacios, si no ideales, sí de aprendizaje en su tratamiento, análisis, resolución y, desde un enfoque más atrevido, transformación.

La convivencia en los centros debe ser uno de los pilares sobre los que descanse su funcionamiento, atendiendo todos los aspectos que contiene, especialmente el de la prevención y/o provención, y el de la intervención en los conflictos. Y en los dos casos, atendiendo el fuerte componente didáctico que conlleva en su práctica diaria, en la medida que aporta elementos claves en la adquisición de competencias sociales. La cultura de paz está, pues, en la base de la convivencia y de la democracia.

A la hora de analizar los problemas de convivencia es importante situarlos en los contextos socioculturales donde se inscriben (desde el más próximo hasta el general de la sociedad) y diagnosticarlos. En una clasificación de los conflictos escolares Binaburo y Muñoz han distinguido tres tipos: los interpersonales, los de adaptación al centro y los de sentido de la educación (2007: 29). Entre sus propuestas de estrategias para prevenirlos está la realización de actividades que ayuden a elevar la autoestima del alumnado, que fomenten el trabajo cooperativo y que potencien la adquisición de habilidades sociales. A las se podrían añadir otras relacionadas con la ayuda entre iguales, como puede ser el alumnado ayudante. Y entre las propuestas de resolución de conflictos, se encuentra la mediación. Relacionado con las aportaciones de Johan Galdung y Marie Gugan, para quienes el conflicto puede ser superado y transformado, las experiencias que se están llevando a cabo en varios centros de Andalucía permiten constatar que existe un campo de actuación muy extenso y fructífero en los centros educativos desde el que se puede afrontar el reto de la convivencia.

El término prevención suele ir asociado, a veces confundido, con el de provención. Si el primero tiene el significado, aceptado dentro del campo de la intervención social, de programar acciones con el fin de mejorar una situación evitando que puedan surgir otras problemáticas, la provención busca salirse de la connotación negativa del conflicto para darle una explicación adecuada, incluyendo “un conocimiento de los cambios estructurales necesarios para eliminar sus causas, una promoción de condiciones que creen un clima adecuado y favorezcan un tipo de relaciones cooperativas que disminuyan el riesgo de nuevos estallidos, aprendiendo a tratar y solucionar las contradicciones antes de que lleguen a convertirse en antagonismos” (Cascón, 2000: 62). De esto se desprende que lejos de la connotación negativa que tiene el conflicto, educar sobre él permite el desarrollo de una serie de habilidades y estrategias que nos permitirán afrontarlo mejor y poner en práctica el desarrollo de competencias sociales que puede ser de una gran utilidad para el futuro.

Tener en cuenta la cultura de la paz supone abrir grandes posibilidades a la educación. Está relacionada con una educación no en valores a secas, sino en valores democráticos, entendidos con la carga ética que conllevan. Se trata de valores compartidos como la libertad, el derecho a la vida, la justicia, la democracia o el diálogo pueden ser ejemplos; y de valores que, no teniendo que ser compartidos, “responden a opciones personales o culturales restringidas, que no concitan un amplio consenso social, aunque suelen ser compatibles casi siempre con los anteriores”, como las opciones religiosas, políticas, de orientación sexual, etc. (García Vallinas: 7). O siguiendo a Binaburo y Muñoz (2007: 94) de valores irrenunciables para una vida digna, para la solidaridad y para la convivencia.

A modo de conclusión

La Constitución de la UNESCO de 1945 situó la consecución de la paz en la esfera de la educación desde la consideración “que, puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”. A lo largo de este trabajo se ha intentado un acercamiento a la comprensión de la cultura de la paz, que, además de una herramienta, no deja de ser también una manifestación de lo que pueden hacer las personas por conseguir un bienestar para todas, sin excepción, y poder “construir la casa de la paz” de la que habla Lederach (1998: 185).

Ya para acabar, puede resultar oportuno recordar a Bourdieu. Es cierto que vincula a la educación a un proceso de reproducción del orden social y de las relaciones de fuerza entre las clases que conforman la sociedad. Pero pese a su aparente pesimismo sobre el papel que juega la educación, en el fondo lo que está es advirtiendo sobre los riesgos que conllevan sus prácticas desde el momento que están a la vez controladas institucionalmente e inmersas en las relaciones sociales. En definitiva, no se trata de ahogar la esperanza que la educación alberga, sino de conocer en qué realidad están insertadas sus prácticas. Quizás así es como podremos entender el sentido de los derechos humanos en palabras de Joaquín Herrera: “la construcción de las actitudes y la aptitudes que nos permitan hacer nuestra vidas con el máximo de dignidad” (2005: 30).


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