lunes, 21 de diciembre de 2009

Un homenaje a Víctor Jara
























31 de octubre de 1976. Otoño estaba en su plenitud. La sala no era grande, pero en ella cabían sentadas sobre unas butacas sencillas y cómodas más de cien personas. En el fondo había un escenario con cortinas y demás aperos para las representaciones de teatro. Era el salón de actos de los Trinitarios. Las instalaciones de la Iglesia disponían de buenos medios. Una señal de que disponía de dinero. Fueron providenciales en esos años para quienes nos movíamos por las alcantarillas de la sociedad para ver si lográbamos derribar al régimen franquista. Sus templos, despachos parroquiales, salones de actos, habitaciones de las residencias y tantos otros lugares fueron un refugio seguro para reunirnos, esconder material, proyectar películas, organizar charlas, hacer carteles, escribir panfletos, agitar, captar… Y los Trinitarios del barrio de Salas Pombo no fueron una excepción.

Ese día se llenó el salón de actos. Estaba a rebosar y lo más sorprendente fue la reacción de la gente, los chicos y las chicas del club juvenil, que acudieron en tropel y con un gran júbilo. Sobre el escenario estábamos, siguiendo el dibujo que tengo delante y las anotaciones escritas que conservo, Javi, Jacinto, yo mismo, Óscar, Benigno, Javi “el cura” y Juanín. Jacinto, Óscar, Javi “el cura” y Juanín estaban de pie. El resto, sentados. Habíamos colocado en la pared frontal tres carteles. En el centro estaba el retrato de Víctor Jara, el homenajeado. Era un póster que trajo Óscar de su casa, la de una familia humilde, obrera, de rojos. Era un póster de su hermano Emilio, entonces del Pecé. Luego a los pocos años lo abandonó, se acercó a la estela del mayor, Juan José, que fue siempre del Pesoe y de la Ugeté, para acabar siendo, el dueño del póster, el incombustible dirigente provincial psocialista. Siguiendo con el escenario, a la derecha del retrato de Víctor Jara colocamos un mapa de Chile, que dibujamos y coloreamos sobre un papel para embalar. Y a la izquierda, también sobre un papel del mismo tipo y rotulado a mano, el título del acto: HOMENAJE A VÍCTOR JARA. Sobre el suelo colocamos varios tiestos con sus plantas verdes, algunos aperos metálicos y hasta un tronco seco.

En septiembre la directiva del club me había nombrado coordinador de las actividades. Era una figura nueva, al margen de los cargos propios de cualquier asociación, que en la nuestra eran los de presidente, creo que vicepresidente, secretario y tesorero. Los directivos habían notado que el club no funcionaba como consideraban que debía ser. No sé si por su cuenta, por la del padre Arrinda, el párroco, o por las dos partes. Es cierto que el interés de la mayoría hacía que el club derivara en la práctica hacia el baile de la tarde de los domingos. Buen lugar y buen momento para bailar y ligar casi gratis, pues sólo costaba una pequeña cuota mensual. Si a eso le añadimos que el baile se convertía en la ocasión para unir los deseos de quienes decidían ser cómplices del placer, el horror debía de estar presente en las mentes de los religiosos trinitarios, a los que pertenecía el párroco. Pobrecitos ellos, que en su día abrieron un club juvenil para acercar a la gente joven al redil de la Iglesia a cambio de unos bailes inocentes, un mal menor que permitiría ir trenzando futuras parejas aleccionadas dentro de los cánones de la Santa Madre Iglesia.

Presidía el club Paco. Era mayor que los demás y su carácter era el de una persona tranquila. Lo era y tenía que serlo. Sus problemas de riñón le obligaban a tener que dializarse tres veces por semana. Años después consiguió un trasplante gracias a la generosidad de una hermana. Yo lo conocía del colegio, el de primaria, donde coincidimos. Mi padre llegó a ser su maestro y de algún hermano más. Su familia, humilde, era generosa. Su padre con frecuencia me ponía comida en un plato cuando iba a la casa. Paco supo ser un buen intermediario entre la institución y el club. Católico practicante, fue sensible a los cambios que se estaban dando en esos días.

Ramiro creo que era el vicepresidente y si no, al menos era directivo. Poseía un carácter fuerte y tenía una ideología conservadora en lo político, que no en la moralidad sexual. Lo primero le llevó a chocar mucho conmigo, aunque pasados unos años llegó a apoyar al Peté en las municipales, quizás como correspondencia a tanto trabajo juntos y el reconocimiento de que, al menos, un rojo entregado a la vida del barrio era consecuente. Como estudiante universitario, que lo era de Medicina, ejercía en esos momentos de principal asesor de Paco, una función que con el tiempo fue pasando a mí.

El padre Arrinda era vasco. Creo que vizcaíno, pero tampoco lo recuerdo. No intervenía directamente en los asuntos del club, sino a través de la directiva. En el mes de junio siguiente, en plenas elecciones generales, las primeras después de cuarenta y un años de sequía electoral, me confesó sus simpatías peneuvistas. Tenía un llavero de su partido y por eso se lo pregunté y me lo confesó. No resultaba discordante. Estoy seguro que descubrió, no sé si enseguida, quién era yo y qué hacía allí. Desde luego ese curso, sí. No creo que descubriera mi presencia en toda su dimensión, pero sí en lo fundamental. Nunca me lo reprochó. Mantuvimos una especie de statu quo. Cada uno en su sitio, consecuentes con la labor que desarrollábamos. No hablamos mucho, pero sí lo suficiente. Cada cual mandaba sus mensajes y cada uno los recibía.

Luego, pasado el tiempo, quizás un año, el jefe supremo del convento de los Padres Trinitarios nos comunicó que se iba a cerrar el club juvenil para abrir un centro para personas mayores. Fue muy explícito: el club había degenerado moralmente y además era lugar de actividades políticas de diverso tipo, incluidos grupos de extrema izquierda. Resultaba claro que era más fácil y útil domeñar a los ancianitos y las ancianitas del barrio que a la gente joven. Fue el inicio del fin. Pero eso fue después.   

Con mi nueva condición de coordinador de actividades me puse manos a la obra desde el primer momento. Uno de los grupos era el de religión, el tributo que había que pagar a la parroquia. Planificar sus actividades fue fácil, pues había un grupito que se encargó de ello y de organizarlas. Ni me acuerdo cuáles fueron, pero seguramente serían charlas sobre temas concretos. Otro grupo era el de las actividades deportivas, donde nunca faltaba gente para organizarlas y menos para llevarlas a cabo. El tercero era el cultural, del que yo mismo cogí las riendas. Era lo mío, lo que me gustaba, lo que veía más útil y además, en mi condición de agitador, lo ideal para desarrollar mi labor política. El homenaje al cantante chileno fue la primera de las actividades, a la que siguieron otras más, como las dedicadas a Antonio Machado o Miguel Hernández, y sobre todo el grupo de música folk, con el que acabamos recorriendo la ciudad.

El grupo de música lo formamos ex profeso para el homenaje a Víctor Jara. Como instrumental contábamos con tres guitarras y unos bongos. Los seis componentes cantábamos, aunque Óscar y Javi “el cura” hicieron de solistas en algunas canciones. Contaba Óscar con una voz grave para la edad, rotunda, aunque sin pulir, lo que a veces le creaba dificultades para entonar bien. Tenía, pese a ello, la voz adecuada para algunas canciones. Javi “el cura” era tenor y tenía una voz más educada. Como vivía interno en un piso para seminaristas claretianos, no pudo participar después en todas las actuaciones. Benigno era un buen percusionista, hábil en los ritmos y buen complemento para el tipo de música que interpretábamos. De los tres guitarristas, Juanín era primerizo en su práctica, pero muy permeable a las indicaciones que le daba, de rápido aprendizaje y con buen sentido del ritmo. Del otro Javi no recuerdo nada. Aparece en el dibujo sentado a la izquierda y sé que nunca más volvió a coger la guitarra. Me imagino que sería un desastre con ella. A Jacinto le encargamos que presentara el acto. Tenía una imagen de tranquilo, de persona templada. Dedicó unas palabras hacia la figura de Víctor Jara, su vida, sus canciones y su muerte. Yo, por mi parte, hacía una labor doble. Además de tocar la guitarra y cantar, hacía de director del grupo.

Todos, excepto Javi “el cura”, éramos jóvenes del barrio. En su mayoría eran trabajadores que habían cursado sólo los estudios primarios. Vivían en las casas de las últimas fases de la Obra Sindical del Hogar, que se construyeron en los años finales de los 50 y principios de los 60. Sus habitantes tenían en general una condición humilde y estaban ligados a la parroquia de los Trinitarios, creada a mediados de esta última década. Yo vivía en un piso de las primeras fases, construidas en los 50. Era miembro de una familia de clase media y estaba vinculado territorialmente a otra parroquia, céntrica y antigua: la Purísima. En su conjunto era un barrio típico de esos años, que se puede ver reproducido en otras ciudades.

Óscar fue el que más entusiasmo puso en lo que hacíamos. Era también el que estaba más politizado. Era evidente que le influyó el rojerío que había en su familia. Tenía un carácter primario, en cierta medida era “un cabra loca”, pero era muy buena gente. Su excesiva tranquilidad para algunas cosas le obligó a tener que trabajar como chico de los recados en un despacho administrativo. Con su novia, de la que apenas se separaba, era muy efusivo. Cuestión de hormonas. Javi “el cura” había llegado al club con otros dos seminaristas para conocer mejor a la gente joven y tratar de hacer el apostolado correspondiente. Era mañico e hice buenas migas con él durante el curso en que estuvo en el club. De lo mucho que hablamos, capté que estaba lleno de dudas. Pasado un tiempo, lo vi bien amarrado a una buena moza y libre ya de las ataduras del seminario. Resultaba claro que el apostolado le puso en contacto con la realidad y ésta acabó destrozando su vocación religiosa. No sé que pudo pensar el director del seminario, una persona que, por cierto, fue ganando peso en la jerarquía eclesiástica, siendo hoy obispo de Pamplona. Benigno era de buen parecer, gustando de tener siempre alguna muchacha a su lado. Durante un tiempo fue capaz de simultanear dos gardenias a la vez, lo que era una muestra de la habilidad que fue adquiriendo en esos manejos. Habilidad compartida con los bongos y el teatro, pues no se me olvida el llanto que echó un día porque, dijo, le había dejado su novia. Era una mezcla de impulso, simpatía e indisciplina, por lo que sus instrumentos le ayudaban a desfogarse. No recuerdo dónde trabajaba, pero sé que pasados unos meses acabó siendo representante de un comercio. Juanín era simpático, fiel y tozudo. Quizás por eso nunca falló en sus actuaciones y fue capaz de superarse como lo hizo. Trabajaba como montador de electrodomésticos. Jacinto tenía una imagen de joven tranquilo. En gran medida lo era y me imagino que lo necesitaría para su trabajo, que era el de electricista. Yo, por mi parte, había empezado a estudiar ese año en la Universidad y llevaba un año en el club. Llegué allí para hacer trabajo de masas, en el argot del Peté y de la Joven. Y desde luego que lo hice.

Habíamos previsto empezar el recital con las luces apagadas y las cortinas cerradas, mientras unos arpegios de guitarra, primero, y la voz de Óscar, después, entonarían la primera estrofa de “A desalambrar”, para que después, en el momento en que el grupo empezara a cantar el estribillo, se encendieran las luces. El efecto que buscábamos era atraer al público en un doble sentido. Primero, centrando su atención en la oscuridad y las palabras directas “Yo pregunto a los presentes…”. Después, en el contraste que se produciría cuando de un modo cuasi explosivo y con las luces encendidas cantáramos al unísono “¡A desalambrar, a desalambrar…!”. El mayor problema no estuvo en la actuación en sí misma, sino en poder mantener a la gente en silencio. Nos costó un poco acabar con los gritos, los silbidos y las risas que se suelen dar en esas situaciones. Tuvo que intervenir el mismo presidente, Paco, una persona respetada por su talante tranquilo y el hecho de que fuera de mayor edad que el resto.

Tras la primera canción, gratificada con una gran ovación, Jacinto aprovechó para hablar sobre Víctor Jara, como estaba previsto. Poco, porque no era el momento de romper el ritmo del acto, pero lo suficiente para que la mayoría, si no la totalidad, de la gente que allí estaba escuchara hablar por primera vez del cantante chileno. Continuó el recital con diez canciones más: “Plegaria a un labrador”, “El aparecido”, “Preguntas por Puerto Montt”, “Camilo Torres”, “Obreras del telar”, “Te recuerdo Amanda”, “A la molina no voy más”, “El niño yuntero”, “Juan Sintierra” y “El derecho de vivir”. No recuerdo apenas los detalles de las mismas. Sólo que Óscar fue otra vez el solista de las estrofas de “Preguntas por Puerto Montt” y que Javi “el cura” hizo lo propio, con gran devoción, con “Camilo Torres”, dedicada el cura colombiano guerrillero muerto en combate contra el ejército.

La actuación fue un éxito. Salió mucho mejor de lo esperado. Los ensayos habían sido un desastre, con frecuentes confusiones a la hora de armonizar las voces y los instrumentos, y sobre todo de cerrar las canciones. Durante el recital apenas se notaron lo errores. El entusiasmo fue grande entre la mayor parte del público. Abundaron las felicitaciones, las palabras de ánimo y las peticiones de entrada en el grupo. No faltó quien dijo que lo habíamos hecho muy mal y que no valíamos nada. Es cierto que se trataba de un grupo formado por gente modesta, muy limitada en todo, salvo en ilusión. Ésta nunca nos faltó, lo que nos permitió seguir, aumentar en el número de componentes, ampliar el repertorio, actuar en bastantes sitios y mejorar en las interpretaciones. Eso fue el después de un primer momento, el del 31 de octubre de 1976.