Cuando
atardece de pronto
y las
luces se duermen en las ramas
hay
que buscar a ciegas
las
lindes del camino.
Cuando
hay que volverse
aceptando
el otoño
hay
que hacerse paisaje
con
las hojas caducas
que
juegan en el aire
antes
de besar el suelo.
Toda
la luz entonces,
toda
la claridad posible,
toda
la esperanza
es un
débil candil
en la
conciencia.
Hace tres años publiqué la entrada "18 poemas en el equinoccio de otoño", ilustrada con fotografías que tomé desde la playa de la Barrosa de Chiclana en el momento en que el verano astronómico daba paso al otoño. Para quien quiera, abro la puerta para la lectura de esos versos, con la esperanza de que hacerlo será un verdadero deleite.
Ahora voy a devolverle a Pepe su regalo con el fragmento de algo que escribí bastantes años atrás en Salamanca. Esa ciudad, de ese otro lugar, donde la delimitación de las estaciones es más clara que donde vivo. Y, además, cuando los signos del cambio climático apenas se dejaban ver. He aquí lo que escribí en 1982:
Es otoño. Hace días que llovió. Bastante, incluso. Ahora estamos en tiempo de sol, tiempo seco, tiempo agradable. Es otoño, cuando mueren la hojas, que caen irremediablemente al suelo, muertas, inertes, amarillas. Se las ve caer todos los días. Y lo hacen de día y de noche. El viento, cuando bate, las lleva de un lado a otro. Verde sólo están la hierba y los arbustos. Los árboles y el suelo que los rodea se han tornado en tonalidades de color amarillento. El sol de la tarde da al ambiente una sensación de agradabilidad, e incluso de conformidad, después del verano que se va alejando y a la espera de lo que vendrá. Resignación natural. Esto, que algunos lo llaman amablemente, benignamente, "veranillo", es una especie de último aviso para quienes aún no se hacen a la idea de que el tiempo de calor ya pasó y que se inicia en poco su antítesis. El otoño es para muchos un símbolo de vejez, de lo caduco, de lo que se va, de lo que muere. En realidad no es otra cosa que estamos ante un nuevo tiempo.