
Su libro Yo creo en la esperanza, que leí a retazos en casa durante mi adolescencia, fue motivo de su ruptura institucional con los jesuitas. El padre Arrupe, su General, amigo, el hombre que hizo de esa orden un espacio más abierto al mundo, no pudo impedir que Díez-Alegría decidiese publicar el libro en 1972. La razón de estado no fue capaz de convencer a un teólogo que a partir de entonces decidió acompañar a José Mª Llanos, otro jesuita, que había sido confesor de Franco y que desde 1955 había decidido irse a vivir al Pozo del Tío Raimundo. Al barrio de chabolas madrileño que en la España de los años sesenta y setenta fue uno de los símbolos de la injusticia social y también una de las manifestaciones más claras de las cloacas sociales que el régimen franquista había creado en los cinturones de las grandes ciudades en pleno desarrollismo del turismo y la pandereta.
Fue uno de los teólogos que supieron ver la compatibilidad de sus creencias con la necesidad de un mundo igualitario, lo que le puso en contacto con la militancia y los autores malditos del marxismo y demás ralea. Al fin y al cabo esta gente no era tan demonio ni tan "extrínsecamente mala", como rezaba uno de los libros de texto de mi infancia. Otros jesuitas lo hicieron también, como Ellacuría, que bien caro lo pagó, y Sobrino, que sigue en la brecha. Hasta su muerte Díez-Alegría ha seguido reafirmando su consecuencia, incluido su Yo todavía creo en la esperanza.