lunes, 8 de octubre de 2018

América Latina, un continente que vira hacia la derecha

En pocos años el continente latinoamericano ha ido virando hacia la derecha. Atrás dejó el aire de esperanza que a lo largo de la primera década del siglo fue soplando. Estaba Cuba, sí, capaz de mantenerse contra viento y marea. Pero fue con Venezuela, tras la llegada a la presidencia en 1999 de Hugo Chávez, inicialmente sorprendente desde el continente europeo, cuando se levantó de nuevo con fuerza ese aire de esperanza. Le siguieron liego Brasil (2003), Argentina (2003), Uruguay (2004), Bolivia (2006), Honduras (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Paraguay (2008) y El Salvador (2009). 

No fue una ola homogénea ni en los objetivos, ni en los resultados y ni siquiera en las formas. En todo caso supuso un importante avance después de décadas de postergación ante el gigante del norte. Esos países miraban por sí mismos,  ganaron en autoestima, algunos se atrevieron a desafiar sin miedo al imperio y en general consiguieron logros importantes en mejoras sociales. Fueron capaces de dar los primeros pasos hacia una integración económica a través de UNASUR (2008) y la creación del SUCRE como moneda común. También, con un grado mayor de atrevimiento, crearon el ALBA (2006) o la CELAC (2011).


Los gobiernos respectivos cometieron errores graves, tanto en la gestión como en las tácticas empleadas. A veces no quisieron ir más allá de lo que hubieran podido y en otras ocasiones subestimaron lo que les ha ido minando. Y es que fuerzas poderosas, auspiciadas y financiadas por grandes potencias, con EEUU a la cabeza, y las oligarquías de cada país han estado haciendo uso permanentemente de todo tipo de estratagemas para frenar los cambios iniciados. Desde las legales hasta los ilegales, desde las institucionales hasta las provenientes de la propia sociedad. Ejército, jueces, medios de comunicación, grupos paramilitares, jerarquía católica, iglesias evangélicas..., todo ha sido utilizado para conseguir los propósitos.  


Puestos en peligro los intereses del imperio y las oligarquías nacionales, la reacción pronto empezó a dejarse notar. No dudaron en fomentar un golpe militar en Venezuela en 2002, fracasado pese a todo; o conseguir que triunfara otro en Honduras en 2009... Tampoco dudaron en romper la unidad territorial de Bolivia, cuando en 2008 fomentaron la secesión de la provincia de Santa Cruz. Dieron lugar a juicios políticos en los parlamentos que acabaron con las presidencias de Fernando Lugo en  Paraguay, en 2012, o Dilma Rousseff en Brasil, en 2016. La vía electoral tuvo éxito en el caso de Argentina, cuando en 2015 el multimillonario y ultraliberal Mauricio Macri acabó con el periodo del matrimonio Kirchner. No ha faltado nunca el propiciar situaciones económicas adversas o aprovecharse de las que surgían en contextos internacionales más amplios, para fomentar, cuando no organizar, conflictos en las calles, movilizando a los sectores sociales y políticos contrarios a los procesos de cambio o que simplemente estaban descontentos. Es lo que ha ocurrido en Venezuela, sobre todo con Nicolás Maduro, desde 2012; en Brasil con Rousseff, en 2014; en Nicaragua con Ortega, en este año... Han impedido que en Brasil se presentara como candidato presidencial Lula da Silva, el político más popular, haciendo uso para ello de condenas judiciales y su encarcelamiento, y denegando cuantas alegaciones se fueron presentando. 


Otros países han podido mantenerse dentro del marco de influencia de las potencias occidentales. Como el Chile que dejó Pinochet atado y bien atado, incapaz con los gobiernos de Michelle Bachelet de salirse de ese marco y ahora, por segunda vez, con el también multimillonario y ultraliberal Sebastián Piñera en la presidencia. Y ante todo, Colombia, el fiel aliado de EEUU que tiene al frente desde la primavera al uribista Iván Duque. Uruguay ha recobrado cierta normalidad con la vuelta del moderado Tabaré Vázquez. Y Ecuador, por su parte, está viendo cómo Lenin Moreno va desmontando los logros alcanzados por su antecesor, Rafael Correa, con quien había compartido movimiento y gobierno.  


Ayer tuvo lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Y los resultados no han podido ser peores: el candidato de la ultraderecha, Jair Bolsonaro, ha obtenido el 46,1% de los votos. Muchos, demasiados, para que el candidato de la izquierda, Fernando Haddad, con un 29,2%, pueda hacerle frente en la segunda vuelta. Un candidato, Bolsonaro, que no ha dejado de hacer una apología de la dictadura brasileña finiquitada en 1985, la homofobia, la misoginia, el belicismo, el racismo... Y paradójicamente apoyado por amplios sectores populares que parecen aceptar unas propuestas económicas ultraliberales, las mismas que llevaron al continente a la miseria desde décadas antes. 


Ignoro lo que pasará en Brasil a finales de mes cuando tenga lugar la segunda vuelta de las elecciones, pero el triunfo definitivo de Bolsonaro abriría un nuevo tiempo, esta vez de tinte oscuro, muy oscuro.