lunes, 9 de marzo de 2015

Gestor en el mundo de la cultura y de vestir aún desenfadado



























Cuando éramos jóvenes manifestaba una gran predilección por la música y el cine. Le encantaba el jazz y ese cajón de sastre de las vanguardias más recientes del momento. Era, por supuesto, un asiduo empedernido de las salas de cine. Pero por lo que sentía una atracción especial era por la fotografía, algo que a mí me resultaba extraño, más atraído por las artes plásticas más convencionales de la pintura y la escultura. 

La cultura y la política siempre estaban presentes en nuestras conversaciones, algo que cultivábamos unos cuantos compañeros de clase muy asiduamente y de la forma más natural. Acabada la carrera llegamos a formalizar durante un tiempo una tertulia, que abrimos a otras personas para enriquecerla.  En lo que respecta a la cultura solía perderme cuando hacía valer su devoradora cinefilia y su amor por la fotografía. A ello se unía el que en su casa nunca faltaban revistas que le ponían al día de lo habido y por haber. En cuanto a la política coincidíamos en muchas cosas e incluso en lo fundamental. Hacía valer con orgullo su origen obrero y el pedigrí de un padre luchador en las tinieblas del franquismo en su Madrid natal. Sus opiniones, sin embargo, estaban llenas de disquisiciones teóricas, en las que apenas había el lubricante de la práctica. Quizás por eso me sentía con cierta ventaja, dada mi tendencia vital de haber intentado unir siempre la praxis con la episteme. El último año de carrera llegamos a participar, con gente de varias facultades, en la creación de una revista universitaria, a la que subtitulamos como de información y debate y en la que la cultura y también la política estuvieron muy presentes. Creo que ahí fue donde el amigo se acercó más al terreno de la realidad, más allá de su cotidianeidad de las clases, el estudio, las lecturas, el cine y demás.     

Muy inteligente y primoroso en los estudios, parecía tener un futuro seguro en la senda universitaria de la docencia y la investigación, en la que se integró desde el primer momento. Pero, por circunstancias de la vida, se estancó en ese camino -así me lo confesó- y no pudo continuar. Supo, eso sí, suplirlo en la dedicación a la promoción, difusión y crítica culturales, algo que ya llevaba un tiempo compaginando y donde se le veía más a gusto. 

Fue a partir de ese momento en que nos fuimos distanciando poco a poco. No sé por qué, porque no hubo ningún cataclismo personal, pero el caso es que fue así. Seguí sabiendo de él, por supuesto, y más cuando fue responsable de uno de los eventos más importantes que ha tenido la ciudad que nos unió en los estudios y la amistad durante unos años. Luego, por los avatares políticos de la derechona castellana, le vino una etapa más dura en lo profesional, de la que, por lo que me he ido informando, se ha repuesto. 

El otro día, al verlo en una fotografía reciente en la red, me recordó a Silvio Rodríguez. El mismo que trajo a finales de los ochenta y que nos deleitó con su música -melancolía incluida- en una noche de embrujo dentro del marco incomparable de un palacio renacentista. Más que su cabeza calva -que tiene desde hace bastante tiempo-, es su perilla lo que le acerca a parecerse al cantante cubano. Hoy es un gestor experto en el mundo de la cultura. Maneja varios palos que incluyen las artes, en especial la fotografía, y hasta la literatura. Ignoro cómo respira en lo político. Quizás siga escuchando cada día su preferido jazz y hasta las vanguardias musicales de las que era tan amante e otro tiempo. En otra fotografía se le ve más envejecido, pero manteniendo su vestir desenfadado y hasta esa sonrisa que apunta un poco a socarronería.

(Imagen: fragmento de la portada de la revista Voz Universitaria, n. 0, diciembre de 1980 ó enero de 1981)