
Estas elecciones han supuesto, además, una derrota de la oposición, que llevaba meses preparando un escenario de crisis. Una oposición profundamente reaccionaria. Y muy dolida. Por dos motivos. Uno, por lo que representa en sí, expresión de las fuerzas que dominaron a su antojo el país durante tanto tiempo hasta que llegó Chávez. La otra, por la frustración de las dos últimas elecciones presidenciales: las de diciembre de 2012, aprovechando la enfermedad de Chávez, al que intentaron neutralizar con una careta de progresismo, asumiendo incluso conquistas revolucionarias; y las de abril, cuando creyeron que Maduro era una presa fácil de derrotar. Pese a ello buscaron deslegitimar los procesos mediante burdas acusaciones. Como la supuesta inconstitucionalidad de la situación creada tras el agravamiento de la enfermedad de Chávez. O la acusación de fraude en favor de Maduro, lo que fue desmentido por los organismos que supervisaron los recuentos.
En esta ocasión se ha centrado en lo que se ha llamado "guerra económica". Meses fomentando el desabastecimiento de la población en productos básicos o de un importante valor simbólico. Meses de acaparamiento para impedir que lleguen a su destino o simplemente encarecerlos para hacerlos inaccesibles a mucha gente. El pulso ha sido fuerte, intenso. Los resultados de las elecciones del domingo, sin embargo, han demostrado que por ahora la oposición lo tiene difícil. Que el gobierno y quienes defienden la revolución disponen de mecanismos de defensa suficientes para frenar los continuos actos de desestabilización y hasta sabotaje. El escenario creado en gran medida ha recordado lo que ya ocurrió en Chile hace cuatro décadas. Sectores militares, sociales y políticos, bajo el amparo del imperio, que aunaron sus esfuerzos contra el gobierno de la Unidad Popular. Entonces la revolución acabó derrotada y ahogada en sangre. En Venezuela, quizás porque se haya aprendido la lección, todavía pervive. Y parece que con brío.