martes, 18 de septiembre de 2012

La permanente adaptación de Santiago Carrillo

El 23 de febrero de 1981 Carrillo permaneció sentado en su butaca del Congreso, frente a su amigo contrincante, el cesante jefe de gobierno que había sido golpeado. Mostró su heroicidad desde su posición de secretario general de un partido que no se había doblegado, sino todo lo contrario, durante los férreos años de la dictadura. Para Gregorio Morán (Grandeza y miseria del Partido Comunista de España, 1986: 598) “sale del Congreso de diputados como el héroe del film, compartiendo el papel estelar con Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado” y en los días siguientes en su partido “cree que acaba de demostrar su superioridad ante todos y se la va a cobrar”. Para Cercas (Anatomía de un instante, 2009: 205) es posible que “Carrillo sintiera una especie de satisfacción vengativa, como si aquel instante corroborara lo que siempre había creído, y es que Suárez y él eran los dos únicos político reales del país”.

Lo cierto es que mantuvo el tipo, pero, como Suárez, no era ya un personaje en el apogeo de su carrera política. La verdad es que ignoro cuándo lo pudo tener. Pudo ser en 1976, cuando traspasó la frontera con peluca para dirigir en la clandestinidad a su partido en la incerdidumbre de la pugna por el futuro político el país. Pudo ser en 1977, cuando fue reconocido por el elenco de personas de la política y los medios de comunicación como el gran estratega que soldó con sus gestos, acciones y palabras la reconciliación. Lo hizo en enero con el despliegue organizativo de su partido para que la movilización por sus camaradas asesinados en el despacho de Atocha discurriera con tranquilidad. En abril, una vez legalizado, con la asunción de los símbolos de la otra España, es decir, la monarquía y la bandera bicolor. O en octubre con la firma de los Pactos de la Moncloa, como remedo del compromiso histórico que Enrico Berlinguer pretendía en Italia, que rebajaron el nivel de inestabilidad política y, en mayor medida, social que iba in crescendo. También pudo serlo en 1978, con su protagonismo en la elaboración de la Constitución a través del jurista Jordi Solé Tura.

Para quienes estábamos en posiciones políticas más a la izquierda, el PCE representaba el reformismo más reciente, encarnado en la nueva estrategia del eurocomunismo y la más lejana de la reconciliación nacional. Los exiguos resultados electorales del PCE en 1977 y 1979 fueron abriendo una fuente de descontento en su partido. En 1977 preveía convertirse en la primera fuerza de la izquierda, como ya ocurría en Italia y Francia, aprovechando la legitimidad de su lucha contra dictadura y esperando el reconocimiento de la estrategia marcada por Carrillo de ser el referente contrario, por la izquierda, de Suárez y su partido. Pese al fracaso de sólo 20 diputados y no haber llegado al 10% de los votos, con los Pactos de la Moncloa, nucleados por Suárez y Carrillo, con González, Fraga y demás como comparsas, el dirigente del PCE buscó recuperar la iniciativa perdida y con ello, según creía, recoger los frutos que no pudo obtener por los pocos meses de legalización. Carrillo aparecía así como un estadista, esperando la entrada de su partido en un gobierno de concentración, a la vez que se paseaba por distintos países, incluido EEUU, como un gran renovador político a través de su  eurocomunismo.

Fue una apuesta fuerte y atrevida, del todo o nada, que a posteriori le acarreó consecuencias irreparables. Según pasaron los meses y sobre todo tras el segundo fracaso electoral de 1979, pese a la ligera subida en votos y escaños y los mejores resultados en las seguidas elecciones municipales, buena parte de la militancia del PCE empezó a impacientarse. Por su derecha, quienes lo consideraban una antigualla del pasado y aprovecharon sus fracasos para pasarle factura. Por su izquierda, quienes empezaron a cuestionar en público una estrategia política moderada que había supuesto muchas renuncias y pocos réditos. Cuando Carrillo se quedó sentado en su butaca del Congreso el 23 de febrero ya había sufrido meses antes la presión de los llamados renovadores, con Ramón Tamames a la cabeza. Y sobre todo el reciente envite del PSUC, el partido hermano de Cataluña y que mejores resultados había obtenido en todas las elecciones, incluidas las autonómicas de 1980, siempre en torno al 18% de los votos y a menor distancia con respecto al PSC.

El Carrillo que siguió fue un capitán de barco acorralado por buena parte de la oficialidad y la marinería. El estrépito de 1982 lo precipitó todo, provocando todo tipo de comportamientos: el de quienes se fueron a otros barcos más grandes; el de quienes se montaron en otros más pequeños; el de quienes se tiraron al agua para sobrevivir sin sobresaltos o acabar ahogándose; y el de quienes acabaron poniendo algo de orden e iniciando un nuevo rumbo, no sin sobresaltos, en lo que acabaría siendo Izquierda Unida. Carrillo se quedó con un reducido grupo de adeptos que finalmente condujo con el tiempo, sin entrar él personalmente, a lo que llamó la casa común: el PSOE, el mismo partido de donde partió muy joven, cuando era hijo de un dirigente socialista de nombre Wenceslao y él mismo estaba al frente de sus juventudes. El mismo partido con el que rivalizó por la hegemonía de la izquierda desde la misma guerra, ya como secretario de las Juventudes Socialistas Unificadas y el PCE, y a lo largo de las décadas siguientes, en la cúpula del PCE.

Ya anciano, siguió hablando y pontificando, utilizado como estilete para horadar a la Izquierda Unida que lideraba Julio Anguita y que, en su lento crecimiento, golpeaba la conciencia de los gobiernos de Felipe González. Todavía de anciano siguió siendo el personaje maldito de la reacción, que no ha parado de recordarle su papel en la matanza de Paracuellos.    

¿Han sido paralelas las trayectorias políticas de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo?  Para Javier Cercas, sí. Como todas líneas paralelas, que discurren entre sí, pero sin juntarse, los dos personajes se han movido en campos distintos y antagónicos, en las dos Españas que llevan helándonos en corazón. Paralelas, incluso cuando tomaron la decisión de aproximarse, sin juntarse, para hacer la cuadratura del círculo en el momento en que en España se dilucidaba el futuro a través del desigual pulso entre la maquinaria del régimen y las fuerzas diversas de la oposición.

Vidas paralelas, muy distantes, antagónicas, hasta la Transición, muy próximas entre 1977 y 1979, y unidas en la soledad del 23 de febrero. A semejanza de Suárez, Carrillo no ha sido perdonado por quienes entendieron que cometió traición a sus orígenes. A diferencia de Suárez, desde hace años sin memoria, Carrillo la ha mantenido viva para demostrar lo que sabe y también para justificarse. La indulgencia que ha recibido proviene sobre todo de quienes le acogieron tras su ruptura con el partido que dirigió hasta 1982. Y es que su vida fue la permanente adaptación.