jueves, 4 de julio de 2013

La sal imposible de un mar cercano

Vi el otro día la película La sal al este del mar, de la directora palestina Annemarie Jacir. He leído varias críticas. Algunas son negativas, con referencias a su calidad técnica o a la inverosimilitud de algunas partes del relato. No voy a entrar en ellas. Me quedo con lo que trasmite. He leído que Jacir inició su andadura en el mundo de la cultura como poeta. En cierta medida la película parece un poema. Triste, dramático. Sus protagonistas no pueden cumplir sus sueños, aunque sean cruzados. Soraya, que ha regresado desde EEUU a la tierra de sus antepasados, y Emad, de Ramala, que quiere estudiar en Canadá. Esperan inútilmente: ella, recuperar los ahorros de su abuelo, y él, obtener el visado de salida. Al margen de las peripecias que transcurren a lo largo de la película, se puede observar la violencia que emana del entorno, sin necesidad de verla explícita en forma de sangre. Los controles, los muros o las alambradas es violencia. La segregación, el no poder adquirir una casa y hasta la invisibilidad de la presencia de la población palestina en territorio israelí también lo es. Y la imposibilidad de ver el mar, tan cercano, pero prohibido. Y el pasado. La nakba (ver en este cuaderno "El drama del pueblo palestino"). El desastre. Presente en todo momento en la mente de Soraya. La razón de su regreso a Palestina. El deseo de volver a sus raíces. De conocer la casa de su abuelo o las ruinas de Dawayima. De mantener la memoria. Sólo así se entiende la escena en que discute airadamente con la pacifista israelí que vive en la casa de su abuelo cuando le reclama el reconocimiento de su propiedad. Toda una metáfora de la realidad. Del problema. La generosidad de esa israelí que acoge al trío palestino que viaja por Israel es, en el fondo, aparente, porque mantiene la raíz del problema. Por eso se da la intransigencia de Soraya, que es sólo aparente, porque saca a la luz la raíz de ese problema. Con bombardeos, muros y alambradas resulta imposible la reconciliación. Tampoco con la generosidad meliflua. Y es que la nakba sigue existiendo.