Contrasta la valoración que se hace desde determinados ámbitos de la Iglesia sobre la violencia que sufren las mujeres, a la que despojan de su naturaleza heteropatriarcal por considerarla ideologizada, para dejarla en el terreno de su moral religiosa. La violencia sobre las mujeres lo sería como expresión de la maldad humana y ésta, a su vez, de la ausencia de pautas alejadas de los principios religiosos cristianos.
Sorprende, de esta manera, que cuando la violencia procede del clero -como ocurre en los casos de pederastia y también en los de abusos y agresiones a mujeres-, se minimice, se oculte, se niegue o se haga recaer sobre las propias víctimas, que habrían tentado o provocado a los infractores.
Sorprende también, por las palabras vertidas por el obispo de Burgos, que no tenga reparos en invitar a la muerte a quienes se resistan en una violación, pero lancen diatribas tan duras contra la eutanasia o en el aborto. La vida humana, se dice en la Iglesia, sólo le pertenece a Dios. ¿Qué ocurre entonces en el martirio al que son invitadas las mujeres cuando se encuentren frente a un varón o una manada de ellos en disposición de violentarlas?
Sorprende también que se ignore las circunstancias que viven las víctimas en una situación de violencia, donde la percepción de la realidad se altera hasta el máximo. El miedo, el sentimiento de sumisión o lo que se pueda vivir en esas circunstancias son reacciones que resultan ajenas a su voluntad. Estamos ante la enajenación de la propia personalidad, lo que no tiene que conllevar a que todo el mundo reaccione de la misma manera o que surjan actitudes de heroicidad.
Sorprende, en fin, la frecuencia con la que la Iglesia colisiona con la legalidad vigente, en especial con aquella que defiende los derechos humanos. Desde éstos se entiende que las relaciones humanas, independientemente del ingrediente religioso o no que puedan tener, han de basarse en principios éticos que permitan el desarrollo de las personas y su felicidad desde la libertad y la igualdad.