Se cumplen 90 años de la llegada de Federico García Lorca en Nueva York y de la elaboración de la mayor parte del poemario que tituló Poeta en Nueva York. No voy a entrar en el detalle de lo ocurrido en el proceso de elaboración, entre 1929 y 1930, y de edición, que culminó en 1940, cuatro años después de su muerte. Remito por ello al estudio muy interesante de María Clementa Millán (1), quien nos cuenta que nos encontramos "tal vez [con] la creación de García Lorca que mayores problemas textuales plantea".
Obra muy conocida internacionalmente, ha sido motivo de múltiples ediciones, estudios y tratamientos. De entre tantas cosas, remito a un precioso disco aparecido en 1986, Poetas en Nueva York (2), con motivo del 50 aniversario del asesinato del poeta. Con una presentación de Ian Gibson, el escritor irlandés nos dice que "reúne, en plurilingüe homenaje a Federico y su obra de inspiración americana, el trabajo de catorce grandes exponentes de las nuevas generaciones de cantantes y músicos populares". Ahí están Leonard Cohen, Lluis Llach, Angelo Branduardi, Víctor Manuel, David Broza, Paco de Lucía y Pepe de Lucía, Chico Buarque y Raimundo Fagner, George Moustaki y Mikis Theodorakis, Donovan, Manfred Maurenbrecher y Patxi Andión.
Para esta ocasión he seleccionado varios de los poemas del libro, no elegidos al azar, que considero representativos del espíritu que llevó a García Lorca a escribirlos, a lo que no es ajeno un "tono general (...) de oscura y caótica angustia", cuyos poemas "son como un solo grito de impotencia sostenido" (3). José Bergamín, que recibió en 1936 el manuscrito del poeta para publicarlo y se encargó por ello de algunas de las primeras ediciones, escribió: "una voz que apaga como pasos, verso a verso, el fulgor de un mundo entrevisto como a su pesar, íntimamente muerto. El poeta se auto-retrata de ese modo como un suicida" (4). Unas vivencias, ricas en relaciones humanas, que le permitieron captar las enormes contradicciones del mundo tan diferente que conoció. Lo suficientemente intensas, que le dejaron huella. El poeta contó en una carta a su familia lo que era el corazón de ese mundo opulento: "Es el espectáculo del dinero del mundo en todo su esplendor, su desenfreno y su crueldad". Para acabar recordando unas palabras suyas pronunciadas ante un amigo: "Estábamos rodeados de millones y sin embargo los dos únicos verdaderos caballeros que hay aquí somos tú y yo" (5).
"Norma de paraíso y negros" (de Sección II, "Los negros"), como evocando a los gitanos de Andalucía y su cultura honda, es un canto de solidaridad y un grito de denuncia de quienes habitaban (y siguen haciéndolo) en el barrio del Harlem. De esas personas que odian y aman a la vez, pero que aún recuerdan ese paraíso perdido "donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba".
"La danza de la muerte" (de Sección III, "Calles y sueños") contiene un sentido amenazante hacia quienes dominan la ciudad e incluso el mundo. La amenaza que expresa en los versos con los que inicia el poema: "El mascarón. ¡Mirad el mascarón! / ¡Cómo viene del África a New York!". Y amenaza que advierte, a modo de premonición (no olvidemos que estamos en el inicio de la gran crisis): "Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos, / que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas, / que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, / que ya vendrán lianas después de los fusiles / y muy pronto, muy pronto, muy pronto. / ¡Ay, Wall Street!
En "La aurora" (de Sección III, "Calles y sueños") expresa el sentimiento de desolación por lo que está viendo. El impacto que sufre por duro contraste entre el mundo de donde viene y al que ha llegado. Una ciudad, centro económico del mundo, con "cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas de una ciudad". La misma en la que "no hay mañana ni esperanza posible", en la que "A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños" o donde en "los barrios hay gentes que vacilan insomnes / como recién salidas de un naufragio de sangre".
En "Poema doble del lago Eden" (de Sección IV, "Poemas del lago Eden Mills") estamos ante un paralelismo de situaciones: el pasado de "mi voz antigua" y la dura realidad del presente que está viviendo. La búsqueda de "mi libertad, mi amor humano" y ese grito que clama "¡Oh voz antigua, quema con tu lengua / esta voz de hojalata y de talco!".
En "Nueva York (oficina y denuncia)" (de Sección VII, "Vuelta a la ciudad") hace una descripción del gigantismo de números que sostiene la ciudad, para intercalar también sus denuncias: la de "toda la gente / que ignora la otra mitad, / la mitad irredimible / que levanta sus montes de cemento"; o "la conjura / de estas desiertas oficinas / que no radian las agonías".
"Oda a Walt Whitman" (de Sección VIII, "Dos odas") nos lleva al amor, retratado en la persona del poeta estadounidense. Una reivindicación de lo explícitamente homosexual, señalado con "¡También ese!" o, entre tantas veces más, con la presencia de "los maricas / turbios de lágrimas, carne para fusta, / bota o mordisco de los domadores". Su deseo final no puede ser más nítido: "Quiero que el aire fuerte de la noche más honda / quite flores y letras del arco donde duermes / y un niño negro anuncie a los blancos del oro / la llegada del reino de la espiga".
Un amor que llega a su clímax, ya en lo personal, en "Pequeño vals vienés" (de Sección IX, "Huida de Nueva York"). Expresado desgarrada y emotivamente en versos como "Porque te quiero, te quiero, amor mío", / en el desván donde juegan los niños". Aun cuando Viena tenga que ser el lugar donde "Dejaré mi boca entre tus piernas, / mi alma en fotografías y azucenas, / y en las ondas oscuras de tu andar / quiero, amor mío, amor mío, dejar, / violín y sepulcro, las cintas del vals".
El libro acaba con el poema "Son de negros en Cuba" (de Sección X, "El poeta llega a La Habana"), dedicado a lo que fue la estación de tránsito a su regreso a España. La antítesis de lo que ha dejado atrás, una isla cargada de alegría, ritmo y humanidad: "Cuando llegue la luna llena / iré a Santiago de Cuba, / iré a Santiago, / en un coche de agua negra (...). ¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro! / Iré a Santiago".
He aquí, pues, los poemas que ofrezco, cargados de una enorme belleza.
Norma y paraíso de los negros
Odian la
sombra del pájaro
sobre el
pleamar de la blanca mejilla
y el
conflicto de luz y viento
en el salón
de la nieve fría.
Odian la
flecha sin cuerpo,
el pañuelo
exacto de la despedida,
la aguja
que mantiene presión y rosa
en el
gramíneo rubor de la sonrisa.
Aman el
azul desierto,
las
vacilantes expresiones bovinas,
la
mentirosa luna de los polos.
la danza
curva del agua en la orilla.
Con la
ciencia del tronco y el rastro
llenan de
nervios luminosos la arcilla
y patinan
lúbricos por aguas y arenas
gustando la
amarga frescura de su milenaria saliva.
Es por el
azul crujiente,
azul sin un
gusano ni una huella dormida,
donde los
huevos de avestruz quedan eternos
y deambulan
intactas las lluvias bailarinas.
Es por el
azul sin historia,
azul de una
noche sin temor de día,
azul donde
el desnudo del viento va quebrando
los
camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Es allí
donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.
Allí los
corales empapan la desesperación de la tinta,
los
durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles
y queda el
hueco de la danza sobre las últimas cenizas.
Danza de la muerte
El
mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene
del África a New York!
Se fueron
los árboles de la pimienta,
los
pequeños botones de fósforo.
Se fueron
los camellos de carne desgarrada
y los
valles de luz que el cisne levantaba con el pico.
Era el
momento de las cosas secas,
de la
espiga en el ojo y el gato laminado,
del óxido
de hierro de los grandes puentes
y el
definitivo silencio del corcho.
Era la gran
reunión de los animales muertos,
traspasados
por las espadas de la luz;
la alegría
eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de la
gacela con una siempreviva en la garganta.
En la
marchita soledad sin honda
el abollado
mascarón danzaba.
Medio lado
del mundo era de arena,
mercurio y
sol dormido el otro medio.
El
mascarón. ¡Mirad el mascarón!
!Arena,
caimán y miedo sobre Nueva York!
Desfiladeros
de cal aprisionaban un cielo vacío
donde
sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo
mondado y puro, idéntico a sí mismo,
con el bozo
y lirio agudo de sus montañas invisibles.
Acabó con
los más leves tallitos del canto
y se fue al
diluvio empaquetado de la savia,
a través
del descanso de los últimos desfiles,
levantando
con el rabo pedazos de espejos.
Cuando el
chino lloraba en el tejado
sin
encontrar el desnudo de su mujer
y el
director del banco observando el manómetro
que mide el
cruel silencio de la moneda,
el mascarón
llegaba al Wall Street.
No es
extraño para la danza
este
columbario que pone los ojos amarillos.
De la
esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que
atraviesa el corazón de todos los niños pobres.
El ímpetu
primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes
en su frenesí de la luz original.
Porque si
la rueda olvida su fórmula,
ya puede
cantar desnuda con las manadas de caballos:
y si una
llama quema los helados proyectos,
el cielo
tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
No es
extraño este sitio para la danza, yo lo digo.
El mascarón
bailará entre columnas de sangre y de números,
entre
huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que
aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje
Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en
la frontera de la nieve!
El
mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de
fango y luciérnaga sobre Nueva York!
***
Yo estaba
en la terraza luchando con la luna.
Enjambres
de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos
bebían las dulces vacas de los cielos.
Y las
brisas de largos remos
golpeaban
los cenicientos cristales de Broadway.
La gota de
sangre buscaba la luz de la yema del astro
para fingir
una muerta semilla de manzana.
El aire de
la llanura, empujado por los pastores,
temblaba
con un miedo de molusco sin concha.
Pero no son
los muertos los que bailan.
Estoy
seguro.
Los muertos
están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los
otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los
otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,
los que
crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que
buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que
beben en el banco lágrimas de niña muerta
o los que
comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.
¡Que no
baile el Papa!
¡No, que no
baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el
millonario de dientes azules,
ni las
bailarinas secas de las catedrales,
ni
constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este
mascarón,
este
mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este
mascarón!
Que ya las
cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las
ortigas estremecerán patios y terrazas,
que ya la
Bolsa será una pirámide de musgo,
que ya
vendrán lianas después de los fusiles
y muy
pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!
El mascarón. ¡Mirad
el mascarón!
¡Cómo escupe
veneno de bosque
por la
angustia imperfecta de Nueva York!
La aurora
La aurora
de Nueva York tiene
cuatro
columnas de cieno
y un
huracán de negras palomas
que chapotean
las aguas podridas.
La aurora
de Nueva York gime
por las
inmensas escaleras
buscando
entre las aristas
nardos de
angustia dibujada.
La aurora
llega y nadie la recibe en su boca
porque allí
no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las
monedas en enjambres furiosos
taladran y
devoran abandonados niños.
Los
primeros que salen comprueban con sus huesos
que no
habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que
van al cieno de números y leyes,
a los
juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es
sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico
reto de ciencia sin raíces.
Por los
barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién
salidas de un naufragio de sangre.
Poema doble del lago Eden
Nuestro ganado
pace, el viento espira
(Garcilaso)
Era mi voz
antigua
ignorante
de los densos jugos amargos.
La adivino
lamiendo mis pies
bajo los
frágiles helechos mojados.
¡Ay voz
antigua de mi amor,
ay voz de mi
verdad,
ay voz de
mi abierto costado,
cuando
todas las rosas manaban de mi lengua
y el césped
no conocía la impasible dentadura del caballo!
Estás aquí
bebiendo mi sangre,
bebiendo mi
humor de niño pesado,
mientras
mis ojos se quiebran en el viento
con el
aluminio y las voces de los borrachos.
Déjame
pasar la puerta
donde Eva
come hormigas
y Adán
fecunda peces deslumbrados.
Déjame
pasar, hombrecillo de los cuernos,
al bosque
de los desperezos
y los
alegrísimos saltos.
Yo sé el
uso más secreto
que tiene
un viejo alfiler oxidado
y sé del
horror de unos ojos despiertos
sobre la
superficie concreta del plato.
Pero no
quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi
libertad, mi amor humano
en el
rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
¡Mi amor
humano!
Esos perros
marinos se persiguen
y el viento
acecha troncos descuidados.
¡Oh voz
antigua, quema con tu lengua
esta voz de
hojalata y de talco!
Quiero
llorar porque me da la gana
como lloran
los niños del último banco,
porque yo
no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un
pulso herido que sonda las cosas del otro lado.
Quiero
llorar diciendo mi nombre,
rosa, niño
y abeto a la orilla de este lago,
para decir
mi verdad de hombre de sangre
matando en
mí la burla y la sugestión del vocablo.
No, no, yo
no pregunto, yo deseo,
voz mía
libertada que me lames las manos.
En el
laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe
la luna de
castigo y el reloj encenizado.
Así hablaba
yo.
Así hablaba
yo cuando Saturno detuvo los trenes
y la bruma
y el Sueño y la Muerte me estaban buscando.
Me estaban
buscando
allí donde
mugen las vacas que tienen patitas de paje
y allí
donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.
Nueva York (oficina y denuncia)
A Fernando Vela
Debajo de
las multiplicaciones
hay una
gota de sangre de pato.
Debajo de
las divisiones
hay una
gota de sangre de marinero.
Debajo de
las sumas, un río de sangre tierna;
un río que
viene cantando
por los
dormitorios de los arrabales,
y es plata,
cemento o brisa
en el alba
mentida de New York.
Existen las
montañas, lo sé.
Y los
anteojos para la sabiduría,
lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
He venido
para ver la turbia sangre,
la sangre
que lleva las máquinas a las cataratas
y el
espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los
días se matan en New York
cuatro
millones de patos,
cinco
millones de cerdos,
dos mil
palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón
de vacas,
un millón
de corderos
y dos
millones de gallos
que dejan
los cielos hechos añicos.
Más vale
sollozar afilando la navaja
o asesinar
a los perros en las alucinantes cacerías
que
resistir en la madrugada
los
interminables trenes de leche,
los
interminables trenes de sangre,
y los
trenes de rosas maniatadas
por los
comerciantes de perfumes.
Los patos y
las palomas
y los
cerdos y los corderos
ponen sus
gotas de sangre
debajo de
las multiplicaciones;
y los
terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de
dolor el valle
donde el
Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio
a toda la gente
que ignora
la otra mitad,
la mitad
irredimible
que levanta
sus montes de cemento
donde laten
los corazones
de los
animalitos que se olvidan
y donde
caeremos todos
en la
última fiesta de los taladros.
Os escupo
en la cara.
La otra
mitad me escucha
devorando,
cantando, volando en su pureza
como los
niños en las porterías
que llevan
frágiles palitos
a los
huecos donde se oxidan
las antenas
de los insectos.
No es el
infierno, es la calle.
No es la
muerte, es la tienda de frutas.
Hay un
mundo de ríos quebrados y distancias inasibles
en la
patita de ese gato quebrada por el automóvil,
y yo oigo
el canto de la lombriz
en el
corazón de muchas niñas.
óxido,
fermento, tierra estremecida.
Tierra tú
mismo que nadas por los números de la oficina.
¿Qué voy a
hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar
los amores que luego son fotografías,
que luego
son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo
denuncio,
yo denuncio
la conjura
de estas
desiertas oficinas
que no
radian las agonías,
que borran
los programas de la selva,
y me
ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
cuando sus
gritos llenan el valle
donde el
Hudson se emborracha con aceite.
Oda a Walt Whitman
Por el East
River y el Bronx
los
muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la
rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil
mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños
dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero
ninguno se dormía,
ninguno
quería ser el río,
ninguno
amaba las hojas grandes,
ninguno la
lengua azul de la playa.
Por el East
River y el Queensborough
los
muchachos luchaban con la industria,
y los judíos
vendían al fauno del río
la rosa de
la circuncisión
y el cielo
desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de
bisontes empujadas por el viento.
Pero
ninguno se detenía,
ninguno
quería ser nube,
ninguno
buscaba los helechos
ni la rueda
amarilla del tamboril.
Cuando la
luna salga
las poleas
rodarán para tumbar el cielo;
un límite
de agujas cercará la memoria
y los
ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
Nueva York
de cieno,
Nueva York
de alambres y de muerte.
¿Qué ángel
llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz
perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el
sueño terrible de sus anémonas manchadas?
Ni un solo
momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado
de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus
hombros de pana gastados por la luna,
ni tus
muslos de Apolo virginal,
ni tu voz
como una columna de ceniza;
anciano
hermoso como la niebla
que gemías
igual que un pájaro
con el sexo
atravesado por una aguja,
enemigo del
sátiro,
enemigo de
la vid
y amante de
los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo
momento, hermosura viril
que en
montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser
un río y dormir como un río
con aquel
camarada que pondría en tu pecho
un pequeño
dolor de ignorante leopardo.
Ni un sólo
momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo
en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por
las azoteas,
agrupados
en los bares,
saliendo en
racimos de las alcantarillas,
temblando
entre las piernas de los chauffeurs
o girando
en las plataformas del ajenjo,
los
maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También
ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu
barba luminosa y casta,
rubios del
norte, negros de la arena,
muchedumbres
de gritos y ademanes,
como gatos
y como las serpientes,
los
maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de
lágrimas, carne para fusta,
bota o
mordisco de los domadores.
¡También
ése! ¡También! Dedos teñidos
apuntan a
la orilla de tu sueño
cuando el
amigo come tu manzana
con un leve
sabor de gasolina
y el sol
canta por los ombligos
de los
muchachos que juegan bajo los puentes.
Pero tú no
buscabas los ojos arañados,
ni el
pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la
saliva helada,
ni las
curvas heridas como panza de sapo
que llevan
los maricas en coches y terrazas
mientras la
luna los azota por las esquinas del terror.
Tú buscabas
un desnudo que fuera como un río,
toro y
sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu
agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera
en las llamas de tu ecuador oculto.
Porque es
justo que el hombre no busque su deleite
en la selva
de sangre de la mañana próxima.
El cielo
tiene playas donde evitar la vida
y hay
cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía,
agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el
mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos
se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra
pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos
dan a sus queridas
pequeños
moribundos iluminados,
y la vida
no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el
hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de
coral o celeste desnudo.
Mañana los
amores serán rocas y el Tiempo
una brisa
que viene dormida por las ramas.
Por eso no
levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el
niño que escribe
nombre de
niña en su almohada,
ni contra
el muchacho que se viste de novia
en la
oscuridad del ropero,
ni contra
los solitarios de los casinos
que beben
con asco el agua de la prostitución,
ni contra
los hombres de mirada verde
que aman al
hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí
contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne
tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de
lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor
que reparte coronas de alegría.
Contra
vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de
sucia muerte con amargo veneno.
Contra
vosotros siempre,
Faeries de
Norteamérica,
Pájaros de
La Habana,
Jotos de
Méjico,
Sarasas de
Cádiz,
Apios de
Sevilla,
Cancos de
Madrid,
Floras de
Alicante,
Adelaidas
de Portugal.
¡Maricas de
todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de
la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en
las plazas con fiebre de abanico
o
emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya
cuartel! La muerte
mana de
vuestros ojos
y agrupa
flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya
cuartel! ¡Alerta!
Que los
confundidos, los puros,
los
clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren
las puertas de la bacanal.
Y tú, bello
Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la
barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla
blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas
que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no
queda nada.
Una danza
de muros agita las praderas
y América
se anega de máquinas y llanto.
Quiero que
el aire fuerte de la noche más honda
quite
flores y letras del arco donde duermes
y un niño
negro anuncie a los blancos del oro
la llegada
del reino de la espiga.
Pequeño vals vienés
En Viena
hay diez muchachas,
un hombro
donde solloza la muerte
y un bosque
de palomas disecadas.
Hay un
fragmento de la mañana
en el museo
de la escarcha.
Hay un
salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este
vals con la boca cerrada.
Este vals,
este vals, este vals,
de sí, de
muerte y de coñac
que moja su
cola en el mar.
Te quiero,
te quiero, te quiero,
con la
butaca y el libro muerto,
por el
melancólico pasillo,
en el
oscuro desván del lirio,
en nuestra
cama de la luna
y en la
danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este
vals de quebrada cintura.
En Viena
hay cuatro espejos
donde
juegan tu boca y los ecos.
Hay una
muerte para piano
que pinta
de azul a los muchachos.
Hay
mendigos por los tejados.
Hay frescas
guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este
vals que se muere en mis brazos.
Porque te
quiero, te quiero, amor mío,
en el
desván donde juegan los niños,
soñando
viejas luces de Hungría
por los
rumores de la tarde tibia,
viendo
ovejas y lirios de nieve
por el
silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este
vals del "Te quiero siempre".
En Viena
bailaré contigo
con un
disfraz que tenga
cabeza de
río.
¡Mira qué
orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi
boca entre tus piernas,
mi alma en
fotografías y azucenas,
y en las
ondas oscuras de tu andar
quiero,
amor mío, amor mío, dejar,
violín y
sepulcro, las cintas del vals.
Son de negros en Cuba
Cuando
llegue la luna llena
iré a
Santiago de Cuba,
iré a
Santiago,
en un coche
de agua negra.
Iré a
Santiago.
Cantarán
los techos de palmera.
Iré a
Santiago.
Cuando la
palma quiere ser cigüefla,
iré a
Santiago.
Y cuando
quiere ser medusa el plátano,
iré a
Santiago.
Iré a
Santiago
con la
rubia cabeza de Fonseca.
Iré a
Santiago.
Y con la
rosa de Romeo y Julieta
iré a
Santiago.
¡Oh Cuba!
¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a
Santiago.
¡Oh cintura
caliente y gota de madera!
Iré a
Santiago.
¡Arpa de
troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a
Santiago.
Siempre he
dicho que yo iría a Santiago
en un coche
de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y
alcohol en las ruedas,
iré a
Santiago.
Mi coral en
la tiniebla,
iré a
Santiago.
El mar
ahogado en la arena,
iré a
Santiago,
calor
blanco, fruta muerta,
iré a
Santiago.
¡Oh bovino
frescor de calaveras!
¡Oh Cuba!
¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a
Santiago.
Notas
(1) Responsable de la edición del libro de Federico García Lorca, publicado en 1996 por la editorial Cátedra, y autora de la Introducción que precede al poemario y del Apéndice en el que se lleva a cabo una explicación/interpretación de cada uno de los poemas. Contiene, así mismo, 18 ilustraciones del propio García Lorca, siguiendo las indicaciones hechas por Holfen Humphries en su traducción del poemario.
(2) Poetas en Nueva York (Madrid, CBS/Sony, 1988), con la portada realizada por Eduardo Úrculo y la presentación de Ian Gibson.
(3) Blanco Aguinaga, Carlos, Rodríguez Puértolas, Julio y Zavala, Iris M. (1977): Historia social de la Literatura española (en lengua española), Madrid, Castalia, p. 320.
(4) Sorel, Andrés (1977): Yo, García Lorca. Madrid, Zero, p. 91.
(5) Gibson, Ian (1997): Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (1898-1936). Barcelona, Plaza y Janés, p. 299.