El 14 de julio es la fiesta
nacional francesa. Fue el día, allá por 1789, en que el pueblo de París inició
su protagonismo activo en el proceso revolucionario que un mes antes se había
iniciado por las élites políticas que habían roto con el antiguo régimen. Fue una
revolución trascendente. Ha dado para escribir miles y miles de libros, así
como diversas interpretaciones históricas.
Cuando tuvo lugar el
segundo centenario se abrió en Francia un nuevo debate, donde pareció que se
impuso la tendencia liderada por François Furet, quien llegó a proclamar “La Revolución Francesa
ha terminado”. Desde esta visión se demonizó la vertiente popular de la
revolución, a la que achacaron los excesos habidos (el terror) y señalaron como
origen de los regímenes autoritarios y/totalitarios del siglo XX. Se ensalzaba,
así, a quienes dirigieron los primeros momentos de la revolución, que, desde esa
perspectiva, representaron la tendencia liberal y, por ende, democrática que se
fue desarrollando a lo largo de los siglos XIX y XX.
Furet llevaba tiempo intentando
abrir ese camino interpretativo, en especial cuando en 1978 publicó Pensar la revolución francesa. Frente a él
se había levantado una historiografía de enorme envergadura intelectual, muy
bien documentada, que se había desarrollado al abrigo del marxismo y que
entroncaba con una tradición historiográfica que hundía sus raíces en el siglo
XIX y que resaltaba ante todo el carácter social de la revolución y con ello,
de sus protagonistas. Georges Lefebvre, primero, y Albert Soboul, después,
fueron sus principales exponentes. Este último no tuvo reparos en resaltar uno
de los principales defectos de los libros de Furet, que era su escasa apoyatura
documental. También supo denunciar las “tentativas revisionistas” que previamente
a Furet se habían hecho a través de Cobban, Palmer, Godechot, etc., en cuyas obras
no faltaba la interrelación entre su contenido y la coyuntura política en que
se escribieron.
Lo que aquí voy a
desarrollar tiene como base un capítulo del texto que utilizo en mis clases de
1º de Bachillerato en la asignatura Mundo Contemporáneo, aunque con algunas
modificaciones y añadidos. Tiene, en todo caso, una enorme deuda con las obras
de Lefebvre y Soboul, aunque también la tiene con otras personas que han
trabajado en el conocimiento de un episodio histórico tan primordial. Al fin y
al cabo estoy con la manera de hacer historia desde la objetividad, lo que
obliga al rigor, pero consciente de que la neutralidad no existe.
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De la revolución francesa
Albert Soboul dijo que fue la más explosiva de las revoluciones burguesas
debido a la terquedad de la aristocracia, que se negó a hacer concesiones y al
compromiso con la burguesía. Constituyó la vía revolucionaria que destruyó el absolutismo
y el feudalismo, liberando al campesinado de los derechos señoriales y del
diezmo eclesiástico, acabando con los estamentos, aboliendo los monopolios
comerciales y corporativos, unificando el mercado nacional y liberando la mano
de obra.
Antes de 1789 Francia
estaba inmersa en una sociedad feudal, con la nobleza, tanto laica como
eclesiástica, se erigía en la clase dominante. La nobleza era propietaria de un
60% de las tierras, de las cuales el 20% estaba en manos de la laica; el 10%, de
la Iglesia ; y
el 30%, del rey. Nobleza laica e Iglesia eran propietarias jurídicas de esas
tierras, que constituían los llamados señoríos territoriales, pero también disponían
de otras donde, sin tener la titularidad como propietarias, ejercían la
jurisdicción y con ella el privilegio de dictar justicia y recibir diversas
rentas. Rentas muy diversas que debía pagar el campesinado, como las derivadas
del arrendamiento de sus propiedades; los conocidos como derechos señoriales en
forma de tasas y prestaciones de trabajo; o el diezmo, exclusivo de la Iglesia. La nobleza disponía
también de diversos privilegios: fiscales, no pagando impuestos; políticos, con
el acceso casi restringido a los puestos políticos, la administración y el
ejército; y jurídicos, al disponer de tribunales de justicia propios.
La otra cara de la moneda
la representaba la mayoría de la población, que en su mayor parte vivía en una
situación desastrosa. El campesinado era mayoritario, tenía unos ingresos
insuficientes y estaba sometido al pago de rentas, derechos señoriales, diezmos
o impuestos. Los grupos populares que vivían en las ciudades estaban a expensas
de las subidas de precios en artículos esenciales, como el pan. Sólo la burguesía se enriquecía, pero estaba marginada del
poder político.
En el periodo precedente
al inicio de la revolución en Francia se estaba pasando una coyuntura crítica
que agravó la situación antes descrita. El estado estaba en la bancarrota,
consecuencia de un exceso de burocracia, el aumento de los gastos de guerra (la
última fue la Guerra
de los Siete Años, contra Inglaterra) o la acumulación creciente de la deuda
pública. En los años 85, 88 y 89 la sequía afectó a la producción, reduciendo
los ingresos campesinos y aumentando los precios del pan en las ciudades.
Mientras el monarca concentraba todo el poder en sus manos, las ideas de
libertad, razón, antiautoritarismo, derechos, etc. que habían divulgado los
ilustrados fueron ganando adeptos entre la minoría que tenía una cierta
formación académica.
El rey Luis XVI había
intentado tomar medidas que mejoraran la situación, para lo que buscó el apoyo
de economistas, como Turgot y Necker, que eran partidarios de introducir
algunas reformas, como fue el caso del pago de impuestos por la nobleza. Entre
1787-89 este estamento luchó por evitarlo, pero la presión creciente de la
población, cada vez más descontenta, hizo que en 1789 la situación estallara a
raíz de la convocatoria de los estados generales en junio.
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Es en este contexto donde alcanzó
un gran eco el opúsculo de Emmanuel Sièyes ¿Qué
es el Tercer Estado?, donde se justificaba la legitimidad del tercer estado
para luchar contra la monarquía absoluta y los privilegios nobiliarios. La
nobleza no cedió en sus privilegios, por lo que el tercer estado, apoyado por
algunos miembros de la nobleza y el clero, crearon la Asamblea Nacional ,
que se erigió en la representación de la nación. Se marcó como principal
objetivo la elaboración de una constitución, que se aprobaría dos años más
tarde, en 1791.
Pero fue el 14 de julio de
1789 el momento más decisivo. Fue el inicio de la movilización popular con el
asalto a la fortaleza de la Bastilla ,
que funcionaba como una prisión real y simbolizaba la ignominia del antiguo
régimen. Desde ese día la revolución popular se extendió por el resto del país
y el protagonismo de los grupos sociales populares se hizo más visible, que actuaron a través de
las asambleas comunales que se fueron formando en las distintas localidades y
especialmente en la capital. Precisamente en esas asambleas jugaron un papel
muy activo las mujeres, pese a que los diferentes textos constitucionales nunca
reconocieron su derecho al voto.
Fue en este año cuando
Olympe de Gouges redactó su Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana , que fue
motivo de burla y rechazada. Buscaba el reconocimiento de la mujer como sujeto
político, pero dentro de los cánones de la monarquía liberal restringida que se
instituyó con la
Constitución.
Los problemas que se
fueron planteando a la naciente revolución a lo largo de los primeros años derivaron,
en primer lugar, de la negativa de la nobleza y la mayoría del clero a acatar
al nuevo régimen, protagonizando conspiraciones o huyendo del país. Encontraron
el apoyo de Gran Bretaña, el Imperio Austriaco y Prusia, que llegaron a organizar
varias coaliciones para acabar militarmente con la revolución. La práctica contrarrevolucionaria
del rey se basó en el veto a las medidas aprobadas por la Asamblea , lo que gozaba
de la protección constitucional. Finalmente intentó huir del país para unirse a
las tropas de la coalición, aunque fue detenido en la localidad de Varennes,
cerca de la frontera prusiana, el junio del 91.
Los peligros que corría la
revolución fueron advertidos por algunos sectores políticos y sociales, que
pidieron más contundencia frente a la contrarrevolución, la destitución del rey
y la ampliación de los derechos al conjunto de la población. Esta posición fue
defendida por los grupos que formaban la llamada Montaña, donde estaban fundamentalmente
los jacobinos, un grupo político que tenía como base social la pequeña
burguesía, y los famosos sans culottes,
constituidos por las masas populares parisinas. Se hicieron muy conocidos
líderes jacobinos como Marat, Robespierre, Danton o Saint Just, y sans culottes como Hebert o Roux.
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La declaración de guerra
por la coalición en abril del 1792 generó una fervorosa reacción popular en
defensa de la revolución. Fue el momento en que surgió un nuevo ejército, que
se basó en el reclutamiento obligatorio y donde los jacobinos y sans culottes jugaron un papel activo.
Estos grupos radicalizaron sus posiciones y la situación culminó en agosto del 1792
con el asalto al Palacio de las Tullerías, residencia del monarca y sede de su
acción de gobierno. Con ello se formó una nueva asamblea, que se denominó
Convención y proclamó de inmediato la república. Inicialmente estuvo controlada
por los girondinos, una tendencia política revolucionaria partidaria de la
república, pero con planteamientos moderados. En gran medida era el grupo que
mejor se acomodaba a los intereses de la alta burguesía.
Mientras tanto, Luis XVI
fue encarcelado, sometido a juicio y finalmente ejecutado. En los primeros
momentos fue el grupo girondino quien controló las instituciones
revolucionarias. Esto se tradujo, con el apoyo jacobino y los sans culottes, en la represión de los
elementos contrarrevolucionarios con la formación del Tribunal Revolucionario y
hasta una parte de la gironda votó incluso la ejecución del rey. Pero el nuevo
gobierno también se orientó hacia el freno de las reivindicaciones populares,
que pedían una mayor democratización, la profundización en la reforma agraria y
medidas sociales para la gente de las ciudades, entre ellas el control de los
acaparamientos de productos básicos.
Junto a esta efervescencia
interna se encontraba la presión que los ejércitos de la coalición ejercieron
contra la revolución. También aquí el gobierno girondino mostró una tibieza que
fue exasperando cada vez más a los sectores de la sociedad más activos. Y fue en
medio de todo esto cuando en junio de 1793 los jacobinos se hicieron con el control
del gobierno y las principales instituciones revolucionarias. Su prioridad fue la
defensa militar, que además se saldó con éxito. También mantuvieron la
persecución de los elementos contrarrevolucionarios, y fueron implacables con
quienes llevaban a cabo el acaparamiento de productos básicos para su
especulación, llegando a fijar un precio máximo para el pan.
Ese mismo año, en junio,
se aprobó una nueva Constitución, que era bastante más avanzada que la de 1791.
Reconoció el sufragio universal para los varones, así como nuevos derechos, de
carácter social, como el de educación o la beneficencia pública. El gobierno
jacobino, a su vez, respetó la acción de las asambleas populares, si bien pronto
Las persecuciones
políticas acabaron afectando, por distintas razones, a otros grupos de la
revolución: girondinos, como fue el caso de Olympe de Gouges; jacobinos
moderados, como Danton; o sans culottes,
como Herbert, privando al régimen de uno de sus apoyos más importantes.
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En marzo de 1794 un golpe
de estado acabó con el gobierno jacobino y llevó a sus dirigentes más
significativos, Robespierre y Saint Just, a la guillotina. Su gobierno fue
conocido como Termidor, por ser ése el nombre del mes en el nuevo calendario
revolucionario.
Desde ese año se inició
una nueva etapa en el curso de la revolución, de un signo diferente, moderado y
bajo el control de la burguesía. En 1795 se aprobó la tercera Constitución, que
dio lugar al Directorio, un gobierno de 5 miembros. Fueron años de gran
inestabilidad política y económica, pero, a la vez, del inicio de la
intervención militar francesa en el exterior.
Este periodo concluyó en
1799 con la llegada al poder del general Napoleón Bonaparte. Este personaje
abrió una nueva etapa, marcada por su fuerte personalidad, y cuya actuación
tuvo dos rasgos básicos. El primero fue el de consolidar los logros de la
revolución y, si se quiere, culminarla, aunque desde una vertiente moderada.
Buscó la reconciliación con los antiguos sectores contrarrevolucionarios,
permitiendo la vuelta de la nobleza exiliada y firmando un concordato con la Iglesia. A Napoleón se
le deben los códigos civil y penal, la reorganización de la administración y de
la educación, la formación del banco nacional, etc., que sirvieron de modelo
para otros países en la vía de construcción de los nuevos estados liberales, persistiendo
bastantes de ellas en nuestros días.
El segundo rasgo de la
obra de Napoleón deriva de su intervención en el exterior, para lo acabó creando
un vasto imperio que le llevó a controlar la mayor parte de los países europeos
y propagar paralelamente los principios liberales. A un periodo de brillantes
éxitos militares, que tuvo su momento de apogeo en 1812, le sucedió el agotamiento
de la población y el fracaso de la campaña de Rusia, que hicieron que en
1815 fuera definitivamente derrotado en Waterloo por una nueva coalición
de las potencias enemigas, esto es, Gran Bretaña el Imperio Austriaco y Prusia.
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Después de un periodo de
intensa actividad revolucionaria en Francia que abarcó un cuarto de siglo, el
balance que se puede hacer resulta controvertido. Lo más significativo fue el
eco que alcanzó en su tiempo y que continuó en las décadas posteriores. Fue la
más violenta de las revoluciones burguesas, pero de alguna manera fue
inevitable ante la resistencia de las fuerzas del antiguo régimen a ceder en
sus privilegios.
El ala más activa de la
revolución fue la pequeña burguesía, formada por pequeños propietarios agrarios
y urbanos, profesiones liberales, etc., que con el apoyo de las masas populares
del campo y de la ciudad creó durante el periodo jacobino (1793-94) un régimen
cuyo ideal fue la democracia de pequeños productores independientes, basada en
el trabajo y el comercio libre.
La alta burguesía tendió
siempre al compromiso con la monarquía y la nobleza. Controló el primer periodo
de la revolución, el de una monarquía liberal restringida (1789-93), y acabó imponiéndose
en 1794, durante los periodos termidoriano, del Directorio y napoleónico.
La trascendencia de esta
revolución radica en la influencia que tuvo hacia el exterior, dada la vocación
universal que desde el principio manifestó: en sus fundamentos teóricos apeló a
la idea de libertad y recogió los ejemplos
de Inglaterra durante el siglo XVII y los nacientes EEUU a finales del XVIII, y
los principios ilustrados. Pero la revolución francesa les dio una dimensión
más amplia, en teoría para todas las personas, como fijó en la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, y todos los pueblos, mediante la exportación
de la revolución a otros países. Amplió incluso los contenidos liberales,
introduciendo derechos sociales como el de educación o la beneficencia pública,
y aboliendo la esclavitud. En la práctica, sin embargo, fueron frecuentes
ciertas limitaciones de derechos y libertades, como fue el caso del sufragio
censitario o la marginación y discriminación de la mujer, que fue apartada del sufragio,
estuvo supeditada en el matrimonio, etc.
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