He leído esta tarde que la muerte de Adolfo Suárez "es inminente", en palabras de su hijo. Llevaba años en silencio, víctima de una enfermedad cruel, puede que indolora, pero sí maldita. Hace tres años ya me referí en este cuaderno a su figura comentando la novela de Javier Cercás Anatomía de un instante, tomando casi prestado el título ("La paradoja de un instante"), donde lo ensalza desde su comportamiento en la tarde del 23 de febrero de 1981. Al año siguiente, con motivo de la muerte de Santiago Carrillo, me preguntaba si ambos habían tenido trayectorias políticas paralelas ("La permanente adaptación de Santiago Carrillo"). En cierta ocasión el propio Carrillo dijo que los dos eran hijos de perdedores de la guerra. No estaba muy errado el líder comunista: por su parte, resultaba obvio, y por la de Suárez, porque era hijo de un republicano que se vio obligado a una suerte de exilio interior. Su idilio político fue frágil y raro, pero los dos acabaron mal en sus respectivos partidos. Y para su haber, mantuvieron el tipo durante el golpe del 23F.
Varias son las biografías escritas sobre Suárez, además de la novela Cercás. La de Gregorio Morán, escrita en dos tiempos (Adolfo Suárez: historia de una ambición, 1979; y Adolfo Suárez: ambición y destino, 2009), es de sumo interés. Del mismo autor hay una entrevista reciente en Sin permiso que se refiere a su último libro, trazando lo fundamental del personaje y de su papel en momentos relevantes de la Transición. En todo caso, en su día ya nos advirtió que de todas las manipulaciones habidas durante la Transición, el proceso de beatificación del expresidente de gobierno es una de las más logradas".
Suárez no fue un portento intelectual. Se ha dicho de él y contado varias anécdotas acerca de sus escasas lecturas. Esa mediocridad fue sustituida, sin embargo, por una enorme capacidad de saber moverse en las bambalinas de la burocracia fascista. Con su título en Derecho tuvo el aval académico necesario para que su buen hacer acabara teniendo el éxito conseguido en un corto periodo de tiempo: gobernador civil, director general de TVE, ministro secretario general del Movimiento y, a la edad de 42 años, jefe de gobierno. Muchos son los calificativos con los que ha sido definido. Hay uno, del propio Morán, que quizás resulte muy apropiado: "encantador de serpientes".
Coinciden varios autores que su nombramiento como jefe de gobierno en el verano de 1976 fue cosa del rey Juan Carlos y Torcuato Fernández Miranda, entonces presidente de las Cortes y el cerebro del tránsito desde el franquismo hacia algo diferente. El objetivo, en todo caso, era salvar la monarquía, dando por sentado que el modelo económico debía resultar invariable. Ferrán Gallego ha escrito que fue elegido "por causa de su cargo como ministro de secretario general del Movimiento y no a pesar de esta responsabilidad" (El mito de la Transición, 2008). Contaba para ello con una doble ventaja: la de conocer los entresijos del sistema y la de tener un gran sentido de la realidad. El mismo que le llevó a "relacionarse con las personas y con las propuestas de la oposición de un modo distinto".
Pragmatismo y atrevimiento, pues. Este último, lo que le llevó a dar un paso más en el diseño inicial de Fernández Miranda, cuando añadió al objetivo de salvar la democracia un proyecto político con su sello personal. El auge de su figura fue rápido y alcanzó cierta envergadura con sus victorias electorales en 1977 y 1979. Pero tuvo importantes limitaciones. Esas victorias no lo fueron por mayoría absoluta, lo que le obligó a pactar con otros grupos políticos. Por ejemplo, en los Pactos de la Moncloa y en la misma Constitución. El partido que lo arropó, la UCD, era un conglomerado de varias familias y, por tanto, de diversos proyectos políticos. Y quizás lo peor, su propio horizonte político lo llevó a ciertas prácticas en lo social y en la política exterior que fueron tachadas dentro del sistema como izquierdistas. Los palos le llovieron de todos los lados, pero sobre todo de su propio campo.
Nos cuenta Morán que en enero de 1981, en plena crisis de gobierno y de partido, durante una reunión con el rey y la cúpula militar, el primero tuvo el gesto de retirarse durante un momento. Los sables sonaron y la renuncia fue casi inmediata. En su mensaje de despedida dijo lo contrario: "Me voy, pues, sin que nadie me lo haya pedido", añadiendo una frase de rigor obligatorio: "con el convencimiento de que este comportamiento (...) es el que creo que mi patria me exige en este momento". Lo que vino después ya se sabe: el nombramiento de Leopoldo Calvo Sotelo como sustituto, el 23 F, la entrada en la OTAN, la LOAPA... Durante unos años intentó mantenerse en la escena política, pero le valió de poco. Acabó abandonando, a la vez que se fue viendo abandonado por su gente y su electorado. Su tiempo había acabado.
Cuando me referí al principio a la crueldad de la enfermedad de Suárez, lo hacía porque, entre otras cosas, le ha afectado a la memoria. Para mí no hay nada peor en lo personal y en lo colectivo. En lo primero es inevitable. En lo segundo, como no dejamos de ser animales sociales con intelecto, no debemos nunca perderla de vista.