Corría el año 1967 o quizás 1968. Ese día don Secundino nos anunció la posibilidad de que el sábado por la tarde podíamos jugar un partido de fútbol contra un equipo de otro colegio. No recuerdo de cuál, pero sí muchos detalles de lo que pasó a partir de ese momento. La reacción de la clase fue de alborozo general, teniendo en cuenta que el fútbol estaba fuertemente impregnado en nuestra vida cotidiana y, además, lo novedoso que en un centro escolar se hablara de algo distinto que no fueran las matemáticas, la gramática, la historia, la historia sagrada, la educación cívica o el catecismo.
A principio de curso le gustaba al maestro dividir la clase en dos grupos: los Campeones y los Invencibles. Después de ser elegidos sendos capitanes por nosotros mismos, éstos de dedicaban a escoger uno a uno a los componentes de sus respectivos grupos. Todos los días el maestro solía colocarnos en algún momento de pie y alrededor del aula. Era la ocasión en que se producía una doble competición: entre los equipos y dentro de cada equipo. Las preguntas que hacía sobre cualquier asignatura servían para crear en cada grupo la jerarquía interna del saber, que iba variando según se contestaban correctamente o no. Lo normal era ver a los capitanes en el puesto número de cada grupo, pues, la verdad sea dicha, eran con diferencia superiores: Los demás luchábamos cada día por subir algún peldaño en el escalafón, lo que en realidad variaba poco. Siempre había un grupo de adelantados, otro intermedio y finalmente el que llamábamos de los torpes. A su vez, cuando en uno de los grupos no se sabía contestar algo, pasaba el turno al contrario, de manera que así acumulaba los consiguientes puntos que servían al final de cada trimestre para saber cuál de los dos había sido el vencedor. Yo pertenecía a los Campeones y tenía como capitán a un compañero que me acompañó desde el primer curso de primaria hasta el cuarto de bachillerato. No estoy muy seguro, pero creo que los Invencibles nos superaron en más ocasiones. Curiosamente su capitán habría de ser, pasados bastantes años, un buen amigo y compañero de fatigas políticas, cuya amistad mantenemos todavía hoy.
Quizás pueda parecer me he desviado un poco de la historia, pero resulta necesario referirme a lo que acabo de contar si se quiere entender el sentido de lo que ocurrió. Respondiendo a la división de la clase en dos grupos, la confección del equipo de fútbol que habría de enfrentarse al rival se hizo de una manera paritaria para los jugadores de campo. Es decir, cinco por cada grupo, que fueron propuestos a viva voz por cada grupo, sin que hubiera más problemas que irlos jaleando con arreglo a lo que cada día hacíamos en el patio, pues era costumbre antes de empezar a jugar que sendos capitanes escogieran a sus jugadores.
Recuerdo de esos momentos que en la organización de los jugadores en el campo, don Secundino nos habló de varias formas, mostrándose partidario del novedoso 4-2-4. Era distinto del 3-2-5 que era la que se estilaba en las alineaciones de los equipos, que se nombraban por estricto orden: el portero, con el 1; los defensas, con el 2, el 5 y el 3; los medios, con el 4 y el 6; y los delanteros, sucesivamente, desde el 7 hasta el 11. Yo sabía por mi padre que la anomalía del 5 como central se debía a que en cierto momento se decidió bajar de posición al medio centro, reforzando así la defensa, por lo que se pasó del 2-3-5 de los primeros tiempos del fútbol al 3-2-5, que era lo propio en esos años.
Claro que esos años también vivieron cambios en los planteamientos de los partidos y don Secundino, por lo que se ve, sabía algo de ello. Nos dijo que su propuesta del 4-2-4 era más coherente, porque reforzaba aún más la defensa. No andaba desatinado el hombre, pues en aquellos años había surgido la figura del defensa escoba, uno de los medios que se dedicaba a labores defensivas, a la vez que estaba exento de las de marcaje, pues su misión era la de "barrer" -de ahí el nombre tan doméstico- cualquier balón que se colara sin que los tres defensas oficiales hubieran podido contenerlo. En España tenía esos años como principal referente al futbolista del Real Madrid Zoco. Estoy seguro que estaba bien informado de la evolución que se estaba dando en el mundo del fútbol, pues en los años siguientes se fueron consolidando los planteamientos de los partidos en la dirección de reforzar la defensa y el centro del campo, bien con el 4-3-3 o bien con el 4-4-2.
No recuerdo en qué momento de los preparativos de la alineación nos contó esas cosas el maestro, pero lo que llevó más tiempo fue la elección del portero. Si la paridad resultó fácil de aplicar en los jugadores de campo, el problema vino cuando hubo que elegir al único portero que en un equipo de fútbol existe. Cada grupo propuso el suyo, siendo yo el de los Campeones. Tenía yo fama de buen portero y de hecho en los recreos solía hacer esas funciones con frecuencia. Tampoco lo hacía mal como jugador, pero como ha sido siempre un puesto poco apetecido, nunca me importó situarme entre los palos -en el colegio eran árboles- cuando era necesario. El portero propuesto por los invencibles se llamaba Rubén, como el hermano mayor de los hermanos que lideraron cada una de las tribus de Israel. No sé de dónde salió, pues en el patio nunca jugó en esa posición, pero el caso es que encontró entre sus compañeros unos apoyos más que sólidos.
El maestro primero quiso oírnos y, como era de esperar, cada grupo se volcó con el propio, que a gritos intentaban convencerlo. Como eso resultó imposible, nos mandó salir al pasillo a los dos contrincantes para intentar llegar a un acuerdo. Al principio resultó imposible, pues nos contábamos mutuamente las hazañas que habíamos protagonizado volando por los aires y evitando goles cantados. Mientras intentábamos convencernos, apareció un muchacho de otra clase que había salido al servicio y que al vernos discutir se le ocurrió la idea de resolver el dilema lanzándonos una bola o canica que llevaba en el bolsillo, de manera que quien la parara sería el ganador. Aunque aceptamos la alternativa, lo que vino después no se acomodó a lo acordado. En el primer intento salí ganador, pero el compañero Rubén no aceptó el resultado, alegando no sé qué escusa. Como en la siguiente volvió a repetirse la situación, el muchacho que intentó mediar se quitó de en medio, porque, como es lógico, tenía que regresar a clase.
Ya en nuestra aula, viendo don Secundino que era imposible llegar a un acuerdo, resolvió que lo mejor era hacer una votación. Una decisión democrática, palabra que entonces no estaba bien vista y que al maestro ni se le ocurrió nombrar. Una vez emitidos los votos en papel, resultó elegido el aspirante de los Invencibles, quedándome yo con las ganas de ser el portero del equipo que habría de disputar un partido con el de otro colegio.
Cuando el sábado por la tarde tuvo lugar el partido, salió de portero titular, como era lógico, el elegido por votación popular, aunque, no sé por qué, pude jugar los minutos finales. Creo que perdimos, pero eso a mí me importó menos. Tras el resultado de la votación había sufrido una dura decepción y me sentía víctima de una tremenda injusticia. No me sentía solo, la verdad, pues también fue considerada como tal por los compañeros de mi grupo, los Campeones. Y lo peor es que, pasados los días, al puñetero Rubén se le seguía sin ver jugar entre los palos -que eran árboles- del patio del colegio.