En 1895 Edith Lanchester y James Sullivan, militantes socialistas en Battlesea, una localidad del entorno de Londres, tomaron la decisión de convivir libremente, fuera de la institución matrimonial. Ella era una joven instruida de una familia acomodada y él un obrero autodidacta de origen irlandés. Todo un cúmulo de ingredientes que llevaron a la familia Lanchester a intentar disuadirla de sus intenciones. Para ello contó con la complicidad de George Fielding Blandford, un afamado y respetado médico especialista en enfermedades mentales, autor del libro La locura y su tratamiento. Él mismo acompañó al padre y a dos de sus hijos cuando fueron a visitar a Edith un día antes de que pudiera poner en práctica su deseo de iniciar la convivencia con James.
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-Mira, Edith –intervino el doctor Blandford, intentando aportar una dosis de racionalidad fatua a una situación que se tornaba cada vez más difícil-, la decisión que has tomado no está acorde con lo que se espera de ti. ¿Te imaginas a ti misma con un hijo de un hombre que, quién sabe, puede acabar abandonándote después de haber obtenido de ti la más preciada virtud de la que disponéis las mujeres? ¿Te imaginas el dolor de tu propia familia, afligida por el mal causado y llevando a cuestas la cruz de la vergüenza? Pretender establecer una unión de amor libre con un joven que no es de tu condición no sólo sería para ti y para tu familia la ruina total, sino que, para serte más sincero, supondría un verdadero suicidio social. Nadie perdonaría a tu padre si no actuase como lo está haciendo ahora, que además, sabes bien, obra con la mejor de las intenciones. Ni yo mismo me perdonaría si dejara que un asunto como el que nos ha traído aquí, acabara siendo una mancha en el prestigio que me he ido ganando a lo largo de muchos años de duro trabajo. Entra en razón, mujer, que no te falta nada para que puedas encontrar un hombre que te haga feliz sin que tengas que mancillar el honor de tu familia.
-Lo que realmente resulta inmoral es el matrimonio mismo –arguyó Edith con poco entusiasmo, consciente de que se enfrentaba a un muro insalvable de incomprensión-. Lejos de proteger cualquier tipo de honor, nos condena a las mujeres de por vida. Si yo aceptara casarme, aunque fuera el propio James quien me lo pidiera, acabaría perdiendo mi independencia.
-¿Cómo puedes decir eso? –replicó el doctor-. ¿Acaso no eres consciente, como te dije antes, que puedas ser abandonada por ese hombre y quedarte sola con tus hijos? ¿Crees que de esa manera conseguirías tener la independencia de la que hablas?
-No va a ser así, doctor Blandford. Dudo que James lo hiciera, pero en última instancia sería yo quien tomara esa decisión.
La rotunda negativa a admitir semejantes agravios contra su dignidad fue la espoleta que llevó a mister Lanchester y sus dos hijos a coger por la fuerza a Edith, atándola de pies y manos y arrastrándola hasta el coche de caballos que esperaba en la puerta para llevarla a la Priory Institution, un lúgubre asilo privado donde habían planeado encerrarla en tanto no desistiera de su actitud. Les asistía la Lunacy act, una ley infame aprobada hacía medio siglo, mediante la cual una persona podía ser recluida por la fuerza si la familia lo decidía y tenía la conformidad de un médico. El doctor Blandford estampó su firma en un documento que certificaba la locura de Edith, como respuesta a una conducta que su entorno había sentenciado como descarriada. Lejos de avergonzarse por su atrevimiento a la hora de justificar médicamente la decisión de encerrarla, llegó a manifestar que “los mítines y escritos socialistas habían trastornado su cerebro”.
La pronta reacción de James Sullivan y el apoyo que tuvo de su gente resultaron ser, sin embargo, la tabla de salvación de Edith. Aprovechando una modificación de la Lunacy act introducida cinco años antes, presentaron un recurso ante una comisión de apelación que tenía un máximo de siete días para resolverla. También airearon el caso en la prensa, haciendo que se abriera un verdadero debate en la opinión pública. Al cabo de cinco días la comisión dictaminó que Edith era una mujer con el pleno uso de sus facultades mentales, aunque con un añadido: estaba “equivocada”. Un resultado justo y una acotación que, pudiendo parecer que establecía una equidistancia entre una parte y otra, dejaba huella de una moral que fenecía.
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Edith Lanchester y James Sullivan fueron protagonistas, muy a su pesar, de un caso que pudo terminar dramáticamente. Su tesón y rebeldía y la complicidad de tantas personas que pusieron su aliento por una causa digna resultaron ser el germen de su triunfo. Edith tenía en contra su condición de mujer, de la que se le exigía sumisión hacia la autoridad paterna y respeto a una moral estricta y timorata. También pesaba como una losa su pertenencia a una clase social distinta a la de su compañero, que reunía los estigmas de obrero, socialista e irlandés. El miedo a que la repercusión del caso en la opinión pública alcanzara cotas mayores permitió que se abrieran las puertas de ese infierno al que la habían condenado en vida. Su familia siempre tuvo la convicción de que estaba realmente loca, el subterfugio utilizado para justificar lo que consideraban una traición.
No todo fue tan fácil. Hubo líderes socialistas que, dando muestras de prejuicios patriarcales heredados y un complejo de clase cobarde, se pronunciaron en contra de la postura de la familia Lanchester, pero juzgaron poco apropiado el comportamiento de la pareja por perjudicial para el prestigio del socialismo. Pese a todo, la convivencia libremente aceptada de Edith y James acabó durando cincuenta años. Esta vez el designio de los dioses y las ataduras fijadas secularmente en las mentes de la gente no pudieron separarlos. Su amor sigue perdurando, como perdura en cuantas personas lo entienden como proyección propia y hacia las demás. Que descansen, pues, para siempre.