Ese año la nochevieja la pasé en la montaña, en la Honfría, un paraje cercano a Linares de Riofrío en una de las estribaciones de la sierra de Francia que se acercan a los encinares de la penillanura charra. Allí estuvimos, en un refugio de montaña, a unos mil metros de altura, sin que nadie pasara y dejara fija su mirada pensando en la gente joven tan chalada que no dejaba de gritar, cantar y correr. Mil metros suficientes para tener como compañía permanente un frío que, no por intenso y menos porque fuera desagradable, lo percibimos en toda su dimensión como si fuera parte de nuestra piel y por tanto nada ajeno a nuestros cuerpos. Allí estuve con el amigo inseparable, el cómplice de las mil batallas, el confidente de las ocasiones perdidas; con su novia, casi siempre silenciosa; con el amigo impertérrito, contenido en palabras y ademanes; con la amiga que quería recuperar la sonrisa perdida en la soledad de la intemperie; y con el retoño de una flor que años después acabó marchita. Fue una de tantas escapadas a la montaña de varios días que solíamos hacer en las vacaciones de primavera, verano y otoño, y donde liberábamos al máximo nuestros ánimos para sentir el máximo de libertad dentro de nuestros propios límites.
Nunca
habíamos salido en invierno, cuando el frío arrecia y los riesgos son mayores y
el refugio fue la coartada, porque nos evitó llevar las frágiles tiendas de
campaña que teníamos. Aun con eso y los sacos de dormir, tuvimos que recurrir a
poner periódicos en el suelo como aislante del frío que penetraba por el
cemento del suelo y que en el amanecer se hincaba como un puñal que nos hacía
tiritar.
Ese
año decidimos pasar allí la Nochevieja y allí la celebramos preparando la mejor
de las comidas que podíamos, sin que faltara un dulce que no recuerdo cómo lo
habíamos hecho, aunque sí que llevaba mermelada. Y no faltó el champán -del
malo, por supuesto-, que descorchamos al aire libre y bebimos a morro, la manera
más espontánea de demostrar la comunión de quienes allí estábamos. ¡Qué bella
fue esa noche estrellada, una liturgia pagana de brindis y cantos con los que recibimos
al nuevo año que llegaba, en medio del bosque de robles y castaños desnudos que
hacían de testigos mudos de nuestra alegría y nos ofrecían una alfombra de
hojas secas!
Los
días transcurrieron con un eje vertebrador: la comida. Lo primero, el desayuno,
que constaba de huevos, chorizo, morcilla y panceta que pasábamos sobre manteca de cerdo; el almuerzo se componía de algún arroz, hecho a base de los
tropezones que encontrábamos, o de patatas fritas en la sartén, con más carne,
como la panceta o el chorizo, y alguna lata de sardinas, pulpo o algo por el
estilo; y para la cena, unas sopitas calentitas de las de sobre, con la
compañía de nuevo de las viandas y las latas. Una apoteosis de las grasas y las
calorías que nos llevaba a subirnos a los árboles y gritar con fuerza lo que en
eso días era nuestro lema preferido: “¡Esto es vida y no la del cielo!”.
Y
entre las comidas estaban los paseos, que podían parecer variaciones sobre un
mismo tema, pero que resultaban bellos y divertidos: la Peña Chica , las Peñas del
Agua y el Pico Cervero. El preferido, el paseo nocturno a la
Peña Chica bajo la luz de la luna llena.
Parecía que todo el monte era nuestro y que nadie osaba -o eso creíamos-
quitárnoslo. La misma peña desde donde divisábamos por el día hacia el sur la
sierra de las Quilamas, tupida de un color verde oscuro, casi negro al
contraluz, que acentuaba los misterios de un tesoro enterrado desde tiempos de
la morería.
Entre
los pocos dones que tengo, uno seguro que no es la capacidad para engatusar a
la gente y hacerla partícipe de lo que digo o pienso. Pero hete aquí que en uno de esos días me convertí
en el causante de un miedo colectivo, que sin sentirlo por mi parte, transmití
sin quererlo. Intentaré explicarme. Las noches las pasábamos junto al fuego,
que hacía a la vez de la estufa necesaria para cortar el frío y de la argamasa
para unir aún más nuestros sentimientos. Hablar de cualquier cosa, cantar,
contar chistes o jugar a las cartas, bebiendo unos jaliguais de cocacola con
ron, ginebra o güisqui y picando polvorones, turrones, cacahuetes o nueces,
eran las rutinas con que llenábamos el tiempo hasta que el sueño nos atrapaba.
Y
en una de esas veladas no se me ocurrió otra cosa que hacerles partícipes de la
película El resplandor de Stanley Kubrick,
que no hacía mucho había podido ver en el cine Taramona de la capital. Sin
saber el resultado de lo que finalmente ocurrió esa noche, me dispuse a contar lo
de la llegada de un escritor, acompañado de su mujer y de su hijo, a un hotel
situado en los montes Apalaches, donde aprovechó el trabajo de vigilante para poder
concluir una de sus obras. Y así les fui describiendo cómo en medio de un
paraje imponente de bosques de coníferas y nieve, aislado del mundo, se fueron
sucediendo situaciones cada vez más sorprendentes y terroríficas: los recuerdos
de unos asesinatos cometidos años atrás, los poderes extraordinarios del hijo,
el cada vez más cambiante carácter de Jack Nickolson y la trepidante sucesión
de persecuciones que inició sobre su familia y el pobre cocinero que había acabado
volviendo por allí.
Es
cierto que en la Honfría
no había nieve, pero sí un frío que pelaba por la noche. También es cierto que
no había un bosque de coníferas gigantes como los que en América del Norte
abundan tanto, pero no faltaban robles y castaños centenarios que, aunque
fueran más bajitos, cubrían la oscuridad de la noche con sus mantos de
tirabuzones. El caso es que la descripción maléfica que hice de Jack Nickolson con
su hacha en la mano, su cara desencajada, su mirada asesina, su boca
semiabierta por donde se asomaban unos dientes felinos o esa pierna herida que arrastraba
mientras buscaba a sus corderitos para el sacrificio, todo eso, debió de llegar
muy hondo a la mente de mis acompañantes. Las imágenes de los pasillos vacíos
del hotel acabaron convirtiéndose en túneles interminables, como también se
transformaron en un laberinto sin salida las calles que formaban los setos del
jardín trenzados geométricamente. El fondo imaginario de los gritos agónicos de
las víctimas y del resuello cortante del verdugo fueron la banda sonora de mi
relato, y el cromatismo rojo de la sangre que se iba derramando acabó
fundiéndose en el mismo color de la hoguera que nos calentaba.
Fue
tal el miedo que les entró, que nadie osó salir del refugio para echar la
última meadita de la noche. Las mujeres se quedaron con las ganas contenidas y
los dos amigos sólo se atrevieron a lanzar sus efluvios por encima de la hoja
inferior de la puerta. Y yo, en un acto que no sé si fue de chulería, salí como
si nada al abrigo del aire de ese momento de la noche que precede a la helada y,
mirando a las estrellas que se entreveían entre las ramas de los árboles, dejé
que mi cuerpo se relajara mientras pensaba para mis adentros: “¿Por qué coño se
habrán muerto de miedo?”.
Esa
noche, mientras intentábamos conciliar el sueño y lanzábamos los últimos
destellos de palabras, una frase se convirtió en la favorita de todas: “¡Que
viene el leñador!”.