En 1996 mi compañera de instituto Mª José Soriano y yo emprendimos una tarea consistente en organizar un curso para el profesorado en el Aula de Extensión de Barbate del CEP de Chiclana, que titulamos como "La mujer: perspectiva de género". Ella, el compañero Ángel Abela de los Riscos y yo mismo presentamos además dentro del curso varias ponencias y talleres. Había sido el fruto de dos años de trabajo anteriores dentro de un protecto de innovación didáctica. La tarea culminó con el curso del CEP referido en 1997. Recuerdo que lo inauguramos con una magnífica conferencia de Mª Dolores Ramos, pionera en los estudios de género y profesora de Historia en la Universidad de Málaga. La asistencia al curso fue más que aceptable, de profesorado de la comarca, incluido Chiclana. Voy a reproducir parte de una de las ponencias que presenté, de las que sólo he hecho unas correcciones de forma. Tiene el valor testimonial de un esfuerzo iniciado hace años y que continúa. En este caso, mío, pero también, cómo, de la compañera Mª José y el compañero Ángel, que tan en serio se tomaron lo que hicieron.
Hacia un replanteamiento en los contenidos en las Ciencias Sociales [atendiendo también a la dimensión de género]
La renovación que se ha dado en las distintas disciplinas sociales, tendente a incorporar como objeto de tratamiento y estudio a aquellos sectores sociales tradicionalmente olvidados, es hoy una realidad. Como lo es también el influjo que el materialismo histórico ha tenido, al aportar un bagaje conceptual y metodológico todavía considerado válido y no necesariamente por especialistas que no se consideren marxistas. Esa renovación busca, entre otras cosas, contrarrestar el tratamiento de la historiografía desde la óptica de los grandes personajes ligados al poder; de la geografía como un instrumento para la dominación espacial de las potencias; de la sociología como una forma de consolidar el sistema económico y social imperante; de la antropología para justificar la superioridad cultural de unos países sobre otros a los que es necesario colonizar, etc. La aparición de tendencias conocidas como Nueva Historia, Geografía Radical, Sociología Histórica, etc. son una muestra de lo que decimos.
Sin embargo, en la preocupación por otros grupos sociales o por otros pueblos no se ha tenido en cuenta a una parte de la población que constituye en todas las sociedades una de las dos mitades: las mujeres. Y no sólo como marginadas, discriminadas, explotadas o vilipendiadas. Estas consideraciones, que están en boca o en la letra de muchos textos oficiales, declaraciones de principios, actos políticos, etc. quedan después diluidas en un hecho fundamental: su presencia en los contenidos es muy escasa, en ocasiones es trivial y con frecuencia es distorsionada, frente a una presencia abrumadora del otro género. Lo hemos visto en los capítulos anteriores en lo que se refiere a las ciencias sociales y se puede agravar incluso más en otras disciplinas, donde la presencia es irrelevante, cuando no inexistente.
Trabajar dentro de la objetividad ha de ser un fundamento, mediante la cual se busque y compruebe la validez de las conclusiones a las que se llegue. Pero objetividad no tiene por qué ser sinónimo de neutralidad. Se trata de ser beligerante contra todo aquello que fomente, encubra o distorsione el entendimiento de la realidad social. Por eso estamos dentro de una perspectiva que pretende conocer y analizar el pasado y el presente no desde las clases dominantes o grupos de élite, sino desde las vivencias y experiencias de los grupos sociales de abajo, en lo que lo historiadores marxistas británicos han denominado la historia de abajo arriba. Y en esta perspectiva entra necesariamente el caso de las mujeres. No creemos que su introducción dentro de los contenidos de las distintas disciplinas tenga que hacerse descuidando o encubriendo otras realidades. Nos recordaba Amparo Moreno que la historiografía más al uso ha encontrado en el sujeto viril el protagonista principal de la historia, en lo que denomina una visión androcéntrica. Fernández Enguita ha advertido acerca de cómo la mayor presencia de las mujeres en los programas educativos, dentro de su escasez, sólo se refería a aspectos como equilibrar diferencias o luchar contra discriminaciones, pero olvidaba aspectos como el de la igualdad o el de la explotación.
De esta manera entramos en una vieja controversia que plantea el problema desde dos puntos de partida distintos y que lleva a resultados también diferentes. Hay quien defiende el principio de igualdad de oportunidades para varones y para mujeres, para evitar las diferencias tradicionales y actuales entre géneros. Entronca claramente con la vieja tradición liberal que sustenta el sistema socioeconómico capitalista, donde la igualdad de oportunidades de la ciudadanía permite que existan, para decirlo de una forma simple, unos más ricos que otros y a lo sumo admite (al menos desde las últimas décadas) que existan algunas medidas correctoras mediante la acción del estado. Por el contrario, también estamos los que defendemos que esa igualdad de oportunidades entre géneros no puede encubrir otras desigualdades sociales. Recoge de la tradición liberal lo que se refiere a la existencia de unos derechos y libertades universales para todos y todas, que actúen como garantías y permitan la dignificación de las personas, pero en ningún momento está de acuerdo con que contribuyan a consolidar una sociedad desigual.
Este debate político ya se inició en el siglo pasado cuando las sufragistas, más vinculadas a los sectores sociales medios o burgueses, defendían la igualdad política, porque resultaba escandalosa su marginación, mientras que entre algunas mujeres socialistas se criticaba el carácter burgués de esas reivindicaciones, que olvidaban otros derechos sociales que afectaban a la gente de la clase obrera. Pueden ilustrar lo que decimos las desavenencias vividas dentro de la familia Pankhurst: mientras que la madre, Emmeline, y la hija mayor, Cristabel, optaron por la primera vía, las hermanas pequeñas, Silvia y Adela, se vincularon a las trabajadoras y sus problemas sociales.
Las reivindicaciones de las sufragistas han ido siendo progresivamente aceptadas, como podemos comprobar en las constituciones y leyes que se han elaborado en muchos países y que consagran en líneas generales la igualdad política entre los dos géneros. El propio sistema imperante en el que vivimos ha podido aceptarlo, porque no afecta a sus fundamentos. Sólo se vio afectado el sistema patriarcal burgués (al que la ideología y tradición de la Iglesia se adaptó sin grandes problemas), que pretendió configurar y universalizar un modelo de mujer, sometida y recluida en el hogar que, de hecho, ha fracasado. Primero, porque nunca logró recluirla en su totalidad. Únicamente logró aplicar discriminaciones tradicionales (en los salarios, por ejemplo) o marginarlas de determinados trabajos con el apoyo de los trabajadores varones (por ejemplo, en las minas). Segundo, porque desde los primeros momentos muchas mujeres se resistieron e incluso se rebelaron, y ya en el siglo XX se hizo imparable la marea social que demandaba la igualdad de derechos entre ambos sexos. El fascismo, en sus diversas modalidades, supuso una marcha atrás, pero su derrota permitió una recuperación de la tendencia. Y tercero, porque el propio sistema asumió ese derecho como una forma de legitimación. La sociedad capitalista se ha ido conformando sobre dos pilares: el de la igualdad de los derechos políticos y el de la explotación del trabajo asalariado. Uno se ha ido moldeando a lo largo del tiempo, hasta llegar a nuestros días en los países occidentales, donde su uso se ha generalizado y profundizado. El otro se conformó desde el principio. Conceder el primero ha permitido y permite legitimar al sistema. La clave está en el segundo: ceder significaría sentar las bases de su derrumbamiento.
Los regímenes autodenominados socialistas, y que fueron surgiendo a raíz de la revolución rusa de 1917, independientemente de la naturaleza que tuvieran y de la valoración que podamos hacer sobre ellos, manifestaron desde el primer momento sus deseos de establecer la igualdad política y jurídica entre varones y mujeres, así como permitieron el acceso al trabajo extradoméstico de las mujeres en niveles elevados. No debemos olvidar los límites de estos logros, especialmente en el periodo estalinista, con restricciones incluso legales importantes, que llevaron a la prohibición del aborto, el fomento de una familia tradicional, etc. O incluso los planteamientos y actitudes conservadoras que surgieron en algunos partidos occidentales, como ocurrió en Francia. Está por determinar en qué medida influyeron sobre los otros países occidentales.
Bibliografía de referencia
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Sin embargo, en la preocupación por otros grupos sociales o por otros pueblos no se ha tenido en cuenta a una parte de la población que constituye en todas las sociedades una de las dos mitades: las mujeres. Y no sólo como marginadas, discriminadas, explotadas o vilipendiadas. Estas consideraciones, que están en boca o en la letra de muchos textos oficiales, declaraciones de principios, actos políticos, etc. quedan después diluidas en un hecho fundamental: su presencia en los contenidos es muy escasa, en ocasiones es trivial y con frecuencia es distorsionada, frente a una presencia abrumadora del otro género. Lo hemos visto en los capítulos anteriores en lo que se refiere a las ciencias sociales y se puede agravar incluso más en otras disciplinas, donde la presencia es irrelevante, cuando no inexistente.
Trabajar dentro de la objetividad ha de ser un fundamento, mediante la cual se busque y compruebe la validez de las conclusiones a las que se llegue. Pero objetividad no tiene por qué ser sinónimo de neutralidad. Se trata de ser beligerante contra todo aquello que fomente, encubra o distorsione el entendimiento de la realidad social. Por eso estamos dentro de una perspectiva que pretende conocer y analizar el pasado y el presente no desde las clases dominantes o grupos de élite, sino desde las vivencias y experiencias de los grupos sociales de abajo, en lo que lo historiadores marxistas británicos han denominado la historia de abajo arriba. Y en esta perspectiva entra necesariamente el caso de las mujeres. No creemos que su introducción dentro de los contenidos de las distintas disciplinas tenga que hacerse descuidando o encubriendo otras realidades. Nos recordaba Amparo Moreno que la historiografía más al uso ha encontrado en el sujeto viril el protagonista principal de la historia, en lo que denomina una visión androcéntrica. Fernández Enguita ha advertido acerca de cómo la mayor presencia de las mujeres en los programas educativos, dentro de su escasez, sólo se refería a aspectos como equilibrar diferencias o luchar contra discriminaciones, pero olvidaba aspectos como el de la igualdad o el de la explotación.
De esta manera entramos en una vieja controversia que plantea el problema desde dos puntos de partida distintos y que lleva a resultados también diferentes. Hay quien defiende el principio de igualdad de oportunidades para varones y para mujeres, para evitar las diferencias tradicionales y actuales entre géneros. Entronca claramente con la vieja tradición liberal que sustenta el sistema socioeconómico capitalista, donde la igualdad de oportunidades de la ciudadanía permite que existan, para decirlo de una forma simple, unos más ricos que otros y a lo sumo admite (al menos desde las últimas décadas) que existan algunas medidas correctoras mediante la acción del estado. Por el contrario, también estamos los que defendemos que esa igualdad de oportunidades entre géneros no puede encubrir otras desigualdades sociales. Recoge de la tradición liberal lo que se refiere a la existencia de unos derechos y libertades universales para todos y todas, que actúen como garantías y permitan la dignificación de las personas, pero en ningún momento está de acuerdo con que contribuyan a consolidar una sociedad desigual.
Este debate político ya se inició en el siglo pasado cuando las sufragistas, más vinculadas a los sectores sociales medios o burgueses, defendían la igualdad política, porque resultaba escandalosa su marginación, mientras que entre algunas mujeres socialistas se criticaba el carácter burgués de esas reivindicaciones, que olvidaban otros derechos sociales que afectaban a la gente de la clase obrera. Pueden ilustrar lo que decimos las desavenencias vividas dentro de la familia Pankhurst: mientras que la madre, Emmeline, y la hija mayor, Cristabel, optaron por la primera vía, las hermanas pequeñas, Silvia y Adela, se vincularon a las trabajadoras y sus problemas sociales.
Las reivindicaciones de las sufragistas han ido siendo progresivamente aceptadas, como podemos comprobar en las constituciones y leyes que se han elaborado en muchos países y que consagran en líneas generales la igualdad política entre los dos géneros. El propio sistema imperante en el que vivimos ha podido aceptarlo, porque no afecta a sus fundamentos. Sólo se vio afectado el sistema patriarcal burgués (al que la ideología y tradición de la Iglesia se adaptó sin grandes problemas), que pretendió configurar y universalizar un modelo de mujer, sometida y recluida en el hogar que, de hecho, ha fracasado. Primero, porque nunca logró recluirla en su totalidad. Únicamente logró aplicar discriminaciones tradicionales (en los salarios, por ejemplo) o marginarlas de determinados trabajos con el apoyo de los trabajadores varones (por ejemplo, en las minas). Segundo, porque desde los primeros momentos muchas mujeres se resistieron e incluso se rebelaron, y ya en el siglo XX se hizo imparable la marea social que demandaba la igualdad de derechos entre ambos sexos. El fascismo, en sus diversas modalidades, supuso una marcha atrás, pero su derrota permitió una recuperación de la tendencia. Y tercero, porque el propio sistema asumió ese derecho como una forma de legitimación. La sociedad capitalista se ha ido conformando sobre dos pilares: el de la igualdad de los derechos políticos y el de la explotación del trabajo asalariado. Uno se ha ido moldeando a lo largo del tiempo, hasta llegar a nuestros días en los países occidentales, donde su uso se ha generalizado y profundizado. El otro se conformó desde el principio. Conceder el primero ha permitido y permite legitimar al sistema. La clave está en el segundo: ceder significaría sentar las bases de su derrumbamiento.
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