El viernes pasado tuve la oportunidad de ver en Vejer por la noche la obra de teatro Ninette y un señor de Murcia. En ella participaba mi amiga Montse y su compañero Juanjo, que representaban los papeles de Ninette y Armando. Forman parte de un grupo vinculado al Ayuntamiento de Vejer que ha representado varias obras y supone una interesabte aportación a la cultura. Son personas aficionadas no jóvenes, con unas enormes ganas de aprender y trasmitir a la gente lo que con mucho esfuerzo e ilusión hacen.
La obra que representaron el viernes es de Miguel Mihura, uno de los autores de teatro más significativos del franquismo. La obra, en sí misma, tiene para mí una doble lectura, aunque luego me extenderé en ello. Sí puedo decir que leí de Mihura en su día Tres sombreros de copa, reconocida como su mejor obra. Aunque tuvo la frustración inicial de no verla representada durante más de veinte años, pese a estar escrita en 1932, es muy distinta en su significado de las posteriores, escritas después de 1939. Dentro de la tradición española, y europea también, de tratar el mundo de las clases dominantes (burguesía y aristocracia), en ese caso Mihura se mostró enormemente crítico contra los convencionalismos burgueses, pese a que al final su protagonista fuese engullido por el sistema.
Ninette y un señor de Murcia es de 1964, cuando el franquismo estaba en pleno proceso de modernización económica, tras el fracaso de la autarquía fascista de las dos décadas anteriores. Y ese contexto se ve reflejado y resulta para mí clave en la obra. Pude verla a principios de los años 70, cuando Televisión Española nos ofrecía un día a la semana teatro, además de las adaptaciones de novelas, algunas con mucho éxito (¿quién no recuerda y se emocionó, por ejemplo, con El conde de Montecristo y el actor Pepe Martín, que se quedó con ese sobrenombre durante mucho tiempo?). Cuando la vi, siendo un adolescente ya antifranquista, me sorprendió el hecho de que se mencionara a personajes malditos (Lenin, Marx, Iglesias...) y que el discurso del padre exiliado fuese tan explícitamente marxista. Y, por qué no, también me llamó la atención (por mi edad y el momento) el "atrevimiento" de las escenas y diálogos del enamoramiento de Ninette con el murciano. Por mi edad no pude reparar en las intenciones de Mihura.
Cuando Montse me dijo que estaban preparando la obra, le recordé esas cosas. Ella me transmitió la actualidad de la obra, en la medida que planteaba un hecho con claridad: pese a las diferencias ideológicas, el comportamiento en asuntos morales puede ser el mismo entre las personas. En parte tiene razón y más en aquellos tiempos. En las tradiciones de lo que podemos llamar izquierda se ha dado una situación contradictoria, en la medida que ha habido personas o tendencias que han planteado aspectos altamente liberadores y tolerantes, en muchos casos adelantando prácticas muy extendidas en nuestros días, junto con otras donde el puritanismo moral era lo dominante. No quiero extenderme en ello, pero conviene tener presente que las tradiciones conservadora/reaccionaria y progresista partían de presupuestos diferentes. Y pongo sólo dos ejemplos: en el mundo anarquista era normal partir de la libre unión de las personas, al margen de las imposiciones y formalismos familiares; el derecho al divorcio ha sido una reivindicación clara en la izquierda. Y esto en la tradición conservadora/reaccionaria española, fuertemente influida por la moralidad católica, ha sido inconcebible y mucho menos durante el franquismo.
Y entro así de lleno en la obra de Mihura: siendo simpática en sus diálogos (mucho más simpática cuando veíamos a los actores y actrices que conocíamos y sus esfuerzos por mantener el tipo) y aparentemente atrevida en su contenido, era tremendamente crítica contra la tradición progresista española. Al situar la obra en el París mítico de "la libertad y el amor", nos muestra, por un lado, la inocencia de una chica ilusionada por encontrar el amor de su vida dentro de una familia que no entiende que haya quedado embarazada. Con un padre, además de republicano y socialista, pesado (con la gaita y la fabada) y aburrido, y una madre ridícula. Por otro lado, el señor de Murcia, un soltero de derechas atraído por el mito de París, se ve atrapado sin querer en el enamoramiento de Ninette, sin poder disfrutar de lo que buscaba y encima acabando como padre de una futura criatura. Y es el final donde Mihura suelta su gran latigazo, como diciendo "¿qué tiene París que no tenga Murcia?". Porque para él París representa una falsa libertad y unos convencionalismos como en España. La verdadera libertad se encuentra, para este murciano (casado o soltero, es lo mismo) en poder salir después de trabajar e irse con los amigos a hablar de mujeres y de lo que se tercie. Desfogarse en los prostíbulos o en las amantes, o simplemente quedarse con las ganas, sería la culminación de la verdadera libertad.
En una España en plena transformación económica, con cientos de miles de emigrantes que se iban al exterior, sumándose a la ya nutrida colonia del exilio, y con la llegada de millones de turistas en busca de nuestro sol, aportando más posibilidades de fantasías (sobre todo, a los varones), ¿podíamos envidiar algo de esas democracias occidentales? Y es que Mihura, afecto desde el principio al Movimiento y militante de la Falange, no podía permitir comparar su régimen, si se quiere provinciano (Murcia), pero más divertido, y además tolerante con la "libertad" de soñar y hacer al margen de la familia. Si en Tres sombreros de copa se lo puso difícil a los convencionalismos burgueses, en Ninette y un señor de Murcia resultó muy fácil. Y es que estos humoristas franquistas, muy simpáticos ellos, lo tenían claro y bien que se aprovecharon.