¡Cuánto soñé en esos días pasados y cuánto deseo en este momento presente!
/ Te creí tan cerca, que creí ganado el mundo, pero no fue así.
/ No te tengo ni a ti ni al mundo. Sólo quedo yo solo.
/ No te tengo ni a ti ni al mundo. Sólo quedo yo solo.
(1977)
El timbre con el que se avisaba para entrar en clase empezó a sonar insistentemente. Y es que en el patio de la escuela se gritaba el subversivo “queremos libertad” en lo que era una versión libre del tradicional juego de guardias y ladrones. En esa adaptación parecía que nadie quería ser guardia, mientras que los ladrones habían sido cambiados por estudiantes, que entre los niños y las niñas de párvulos, y para horror del director de la escuela, debían parecerles unos nuevos héroes, a tenor de que gritaban casi al unísono y con fuerza. Esos estudiantes eran los de las huelgas y manifestaciones que llevaban perturbando desde un año antes la vida apacible de la vieja capital de provincias y la paz impuesta por las armas treinta años antes. Lo ocurrido fue real, pero ante todo fue una ilusión.
Siempre me gustó escribir. Recuerdo ahora ese primer escrito, que todavía conservo y que hice a los 14 años, cuando estudiaba 4º curso de bachillerato en un colegio de curas, donde decía cosas como éstas: El mundo está rodeado de injusticias. Pero jóvenes, amigos de todo el mundo, es el momento de abrir los ojos, de dar el merecido a los opresores, de levantar la cabeza, de decir “aquí estamos nosotros”, ¡es el momento cumbre de la vida del hombre! ¡Vivan nuestros maestros!. Era para mí un escrito de lucha, combativo, y lo enseñaba a mis compañeros de clase como si lo hubiese hecho un amigo. No podía ir diciendo que era mío porque en aquella época, allá por el año 1973, lo que decía estaba prohibido o, al menos, así lo creía. ¿Qué podía pensar yo entonces? Eran mis inicios, en la escritura y en la política. Cuando llegó el tiempo del compromiso las vivencias quedaron grabadas en el papel. Como la rabia contenida que vivimos una mañana de instituto. Era un 1975 con olor a papel y tinta, a reuniones y asambleas, a gritos y carreras, a vino y guitarra. Esa mañana primaveral había amanecido con un sol tímido entre nubes extendidas que le daban un aspecto de tristeza. En una ciudad, en un barrio, en una calle, a unos jóvenes, chicos y chicas, y la mirada sorprendida de hombres y mujeres, testigos de la llegada tosca e indolente de unos coches con hombres armados con porras, cascos, narices y botas que turbaron la mañana tranquila, la paz de esa gente, los besos, las palabras, los chistes, las risas, los enfados. Fue llegar con el sonar de las sirenas y empezar las carreras, los porrazos, los gritos, los abucheos, los insultos. ¿Qué había ocurrido? Era la psicosis del fascismo en su confusión de la realidad. Era la realidad misma, aderezada, a modo de antídoto, de riesgo y esperanza en una sucesión de momentos que eran vividos como decisivos. Es la hora de hacer nuestro lo que nos pertenece, de reclamar lo que nunca tuvimos, de hacer de la vida lo que es un sueño y hacer del sueño lo que nunca fue. Me llorarán los ojos, pero ya no estaré amargado, ni tendré que esperar a esos momentos decisivos, ni la tranquilidad aparente será nerviosismo. Ahora espero. Con impaciencia quiero que llegue la hora, una de tantas que aún he de pasar y que si la adversidad me niega, otros continuarán. Así es la vida. Un sendero por el que todos comenzamos y todos acabamos, unos antes que otros, pero que será nuestro porque lo es y que trataremos, sólo nosotros, hacerlo transitable para todos. Disputábamos la calle y en ella el derecho a ocuparla sin que el dolor y el miedo la anegaran. Y disputábamos la noche. La noche, como refugio de libertad. Y como escenario de las sombras que disparaban como balas y violaban tu espacio de cada día y tu sueño. "¡Venga, vístete rápido!", dijo el policía a mi hermano. No acierto a reproducirlo gráficamente, sólo a recordar las imágenes, la voz, con su tono ronco y malvado, y el miedo. ¡Cuánto miedo! Lo siguiente fue romper y quemar y llorar y temblar y hablar y dudar y fingir e imaginarse lo que le podía ocurrir. Al poco entendí lo que la canción alertaba: llamaron de madrugada, la casa está en calma... Pero no importaba, porque se trataba de seguir. Y pasó lo de noviembre y llegó otro año. Y con él siguieron los gritos de libertad y las balas mortales que caían del cielo. Ocurrió lo de Vitoria, Montejurra, Basauri, Tarragona, Santurce, Bilbao... Y lo de Almería. Allí estaba Francisco Javier en una noche de julio cuando conoció la muerte y su dolor nos contagió hasta estremecernos. Se estremeció el poeta de la calle: porque hay sombras que se agitan/ esas sombras que en las sombras/ más tristes la precipitan. Y me estremecí yo: Tu memoria estará presente en nosotros, camarada, y juntos lucharemos por la libertad, por un mundo donde las balas ya no existan y tengan que matar a gente, sin temor, sin miedo ni a nada ni a la muerte.
Quemar el tiempo, quemar la vida. Provisionalizar los días, los meses, los años. Ver que lo que has soñado, por lo que has luchado, en lo que has empleado el tiempo, esfuerzo e ilusión se esfuma o se ha esfumado. Sentir que no sólo te falta eso, que se te ha derrumbado todo un edificio en construcción, sino sentir que el material del que dispones para construir otro, aunque sea más modesto o algo peor, no sirve para nada, porque está oxidado, mojado, roto o no te dejan utilizarlo. Comprendo que son las realidades objetivas las que valen, pero yo no entiendo por qué hoy en día todos los que en su tiempo se decían revolucionarios (esta duda no es tanto porque no actuaran como tales, como que hoy no lo sean) hoy se han aburguesado hasta la médula. No lo entiendo. Sé que existe. También puedo pensar en aquello de la asimilación ideológica, etc., pero no lo entiendo. ¿Es que ya hay que dejar de confiar en las personas? ¡Maldita sea, todo por unas putas perras que te permiten emborracharte, darte un puesto o comprar un piso! ¡Todo por el dinero! Todo por un bienestar falso y arrancado mediante sudor y sangre a los pueblos y hombres del mundo. ¡Justificar este puto mundo podrido! ¡¿Por qué, Julio, por qué?! Qué triste es todo esto, ver que pasan los años, que uno sigue fiel al compromiso y los demás se escapan, huyen se esconden, se encumbran, se olvidan de lo hecho, de lo construido, de los pobres, de los oprimidos, se olvidan de todo. ¿Es la vida una rueda, una noria, una ruleta, un molino o un péndulo? ¿Es la vida el ritmo constante que nunca para? ¿Recto, circular, quebrado, curvo, pero siempre en movimiento, siempre al mismo ritmo? ¿Es la vida una de esas cajas de cristal, como la que Herzog pintó en su película Woyzeck, con pollos en su interior que bailan atrapados al ritmo que les obliga marcar la descarga eléctrica o el estímulo externo que programa sus actos? ¡Oh, dinero, dinero! No, capital. Sí, tú, capital, hoy. De apellido, explotación. Decir explotación es decir dominación, alienación, privilegios, clasismo, opresión, represión, humillación, injusticia, marginación... La vida es la percepción racional o irracional de las sensaciones, sentimientos... Allá, a los lejos, en la otra orilla del mar, todavía se escuchan cosas, dignas para mí, de tener en cuenta. Ante la muerte, la tragedia, la barbarie, aún se ofrece la esperanza. Todavía se escoge el color, se utilizan los destellos, se conserva su significado. La vida, para mí, ver pasar personajes, cosas, hechos, vivencias, mejores o peores, pero verlas pasar y sentir, mirando hacia atrás, cómo se tornan en otros distintos, contrarios... Y aquí se ven, se oyen, se sienten, se sufren cosas como éstas. Una vida, la mía, llena de frustraciones, de fracasos. Yo, un inconformista de lo que me da, me autodeclaro como un subversivo del orden establecido. Su más feroz enemigo. Hasta la muerte. Habían transcurrido siete años y entre tantas cosas que habían ocurrido parecía que no había pasado nada. Vivía en un estado de ánimo desesperante, resultado de la dialéctica que mantenía entre reflexión y acción. Está engañando a la gente que un día confió en él. Yo nunca lo hice. Enseguida me di cuenta que lo que prometía no lo iba a cumplir. Y en efecto, se están cumpliendo mis previsiones. Pero a base de engaños, de ambigüedades, de manipulaciones consigue apaciguar a los más impacientes, mantener la ilusión de los ignorantes y sólo defraudar a unos pocos. Los que nunca nos creímos eso -y todo lo demás- tenemos que seguir sufriendo todo, lo de antes, lo de ahora y lo que ha de venir, porque al paso que vamos sólo lo testimonial (para unos) y lo contundente (para los más atrevidos) puede, al menos, consolarnos. Quizás de mis palabras se desprenda una gran carga de pesimismo, pero puede que más que eso sea realismo ¿Que la realidad futura será pesimista?. Puede, puede, pero puede que signifique que tardará mucho para que se vislumbren otras posibilidades más esperanzadoras o que otra circunstancia -imprevista, a lo mejor- nos devuelva la sonrisa, que ya es bastante. En toda una sucesión de despropósitos cabía la represión más inhumana contra la gente más vulnerable, la que poco o nada tenía excepto su dignidad. ¡Fuera, gobernador, fuera, vete de tu tierra, vete fuera por represor, por verdugo, por monigote a las órdenes de los explotadores y pistoleros! ¡Fuera, fuera de esta tierra, la tierra pobre, de los pobres, del hambre, de la explotación, de la miseria, del dolor, de las injusticias! ¡Vete, traidor, vete! ¡Los jornaleros, los obreros, los oprimidos y explotados del mundo que se sienten como tales lo dicen al unísono! ¡Sí, su grito es uno, pero es de muchos! ¡Fuera tú y los tuyos, todos; idos, traidores, gobernadores, ministros, subdirectores, directores, secretarios, burócratas y pelotas a sueldo, fuera de la tierra pobre, de los pobres, de la tierra que si no os ahogará a todos para siempre, os acusará cada día con el dedo! ¡Fuera! Y entre los síntomas de la podredumbre que nos invadía estaba esa vuelta a la cultura de masas chabacana y superficial que tan buenos resultados tuvo años atrás. El uso de opios del pueblo para amansar a las fieras y adormecer sus mentes seguía surtiendo su efecto. ¡Qué pena, qué pena! Miles de personas en la boda de Lolita. ¿A esto hemos llegado? ¿Es este el pueblo que quiere democracia, que vota socialista, que está maduro? ¡Pero si esto se hacía con Franco! ¡Qué pena, qué pena! Mientras, los teatros vacíos, las bibliotecas vacías y las calles vacías. ¡Quién lo iba a decir!
En una existencia que parece estar hecha para vivirla a fuerza de golpetazos, otro año, 1986, se cruzó en el camino como referencia del tiempo para ser recordado. Riadas de personas, engalanadas de banderas e ilusiones, sin más utensilios que sus voces, llenaron las calles para recuperarlas. Fue un nuevo impulso colectivo por recuperar parte de lo perdido e incorporar lo nuevo. Asistimos a un espectáculo sorprendente. Son tiempos de payasos que obedecen las órdenes de sus directores de escena. Dicen y hacen lo que les dicen. Interpretan su papel a la perfección en cuanto que la mayor parte del público les aplaude. Incluso hasta les aclama y ovaciona. Pero en las gradas hay voces de desagrado. Unas lo hacen permanentemente. Otras, sólo en diversos actos, escenas o pasajes. Las hay que abuchean, otras también patalean y hay quien incluso lanza objetos. El escenario, por ahora, está seguro. Sus actores sonríen ante la ovación mayoritaria. Las voces que se oponen están dispersas y sólo en algunos rincones se muestran más cohesionadas y hasta implacables. La obra, hay que reconocerlo, es fácil de representar. El público lo facilita. Actores y actrices cumplen lo que se dicen más que decentemente, aunque empresarios y directivos pueden perfectamente desecharlos en cualquier momento. La bufonada es perfecta. Se dice, y no es la primera vez, que el teatro está en crisis. Lo estará mientras subsista la contradicción entre lo que representan y lo que representa su representación. Se hace ver la realidad de una manera diferente a lo que es. Existe, en el fondo, un doble enmascaramiento y, por tanto, una doble ideologización. La que corresponde a todo proceso de justificación superestructural de una realidad y la que corresponde al proceso específico en el que la acción se desarrolla. El espectador ríe la bufonada porque se cree que asiste a una obra que lo representa. Ignora eso. Olvida también que existe un trasfondo que pretende justificar la realidad existente como la única manera de verla. Ante este panorama, el espectador, si quiere descubrir cuál es la clave de todo el entramado en el que está sumergido, debe abuchear a sus actores preferidos y la obra que representan. Luego, sólo le queda subir al escenario y convertirse en actor de una nueva obra, hecha a su medida.
Vivir está sujeto a constantes opciones, sujetas a condicionantes sociales y mentales, y elegidas con mayor o menor grado de libertad. En el universo político-ideológico de nuestra civilización han venido configurándose distintas opciones que, en lo general, o apuestan por mantener lo establecido o, al menos, por ponerlo en duda. En esa continua dialéctica por conservar o progresar es en lo que se ha asentado la dicotomía existente entre lo que convencionalmente llamamos derecha e izquierda. Cuando desde la izquierda surgieron propuestas de modelos sociales igualitarios, lo que en el siglo XIX se conoció indistintamente como socialismo o comunismo, se abrió todo un horizonte lleno de esperanza para quienes no tenían nada y para quienes, teniendo más o menos, se pusieron de su lado. El siglo XX ha sido escenario quizás de los peores horrores conocidos a lo largo de la historia y de eso no se libra nadie. Pero el anhelo de conseguir un mundo mejor no ha desaparecido, como tampoco han parado los cambios en las situaciones de las personas y con ellas en la evolución en su manera de ver el mundo. En los términos de Brecht ha habido en la historia muchos hombres buenos, mejores y hasta muy buenos. Para quienes dudamos de lo establecido y anhelamos un mundo mejor todavía sigue habiendo imprescindibles. Sin ir más lejos, en nuestro país fue mucha la gente, aunque menos de la deseada, la que luchó contra el franquismo y no se resigna aceptar tantas injusticias y tropelías. Lo de imprescindible no es una herencia genética ni un grado que imprime carácter. Ni siquiera una marca de heroísmo. Por suerte, hay mucha gente, anónima y humilde en su mayoría, que labora día a día para sobrevivir y para ayudar a mejorarnos. Muchas veces me he preguntado si alguien guarda en su memoria la escena del patio de la escuela al grito de “queremos libertad”.
(Barbate, otoño de 2001)
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